Tiberio, historia de un resentimiento (15 page)

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Authors: Gregorio Marañón

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BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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El matrimonio de Druso II y de Livila era feliz, pero sólo en la superficie. En un capítulo anterior, hemos referido que cuando la famosa sesión del Senado, en que se discutió si los generales y gobernadores de provincia debían o no llevar consigo a sus esposas, y Druso habló en elogio de la mujer y especialmente de la suya, ésta debía estar ya engañando a su marido, pues los hijos gemelos, que habían nacido dos años antes, se decía en Roma que eran ilegítimos. El amante de la princesa y probable padre de la pareja gemelar, era Sejano, ministro todopoderoso de Tiberio; y si hubiera sido cierta la versión —que no lo fue— de que ambos adúlteros envenenaron al marido, mientras éste alababa en público a la esposa, los dos amantes debían estar tramando su crimen.

Es ésta una de las historias más trágicas que brotan a la sombra de Tiberio y que el lector de hoy se resiste a creer. Los cronistas de aquella época nos cuentan, por ejemplo, las bacanales satánicas de Tiberio en Capri; y con unánime certeza las rechazamos todos y las creemos hijas de la leyenda, cualquiera que sea la justificación de ésta. Pues con el mismo criterio, fundado más que en documentos en el buen sentido, nos debemos inclinar a reconocer la falsedad del parricidio de Livila y su amante; y aun a acoger con reservas la versión del adulterio.

La razón de esta duda es evidente. Druso II era hijo del emperador y su seguro heredero; ¿por qué, pues, su mujer iba a unirse con Sejano, que intrigaba para apoderarse del principado por medios violentos? Se dijo, en efecto, que Sejano conquistó a Livila con la promesa de casarse con ella cuando fuera emperador. Salta a la vista, que para escalar la altura cesárea, Livila sólo tenía que esperar al lado de Druso la muerte natural del anciano Tiberio, sin complicarse en tantas abominaciones. Si estaba enamorada de Sejano, podríamos explicarnos su locura; porque todas, hasta las criminales, caben en el amor; pero no era esta pasión verosímil, ya que Sejano, que alcanzaba casi la misma edad que Tiberio, era un simple caballero; y aunque tenía fama de hombre fuerte y gran conquistador, Druso II no era tampoco un príncipe ridículo, de esos que invitan a la mujer, comprada por el rango, a la venganza del adulterio; sino, como hemos visto, sujeto bravo y audaz: lo que hoy llamaríamos un perfecto deportista. Es difícil que en tales condiciones Livila se decidiese por puro amor a seguir a su vetusto galán, y menos hasta el crimen. El crítico actual se inclina, por lo tanto, a pensar que lo que hubo de cierto es que Sejano, por las razones políticas, sobre las que insistiremos luego, pensó en casarse con Livila al enviudar ésta; y que la fantasía popular forjó sobre el hecho cierto del intento de boda, la leyenda del adulterio, como después forjó la del asesinato.

La belleza tardía

Livila era extremadamente bella; y esto predispone a la calumnia y a la envidia de los demás; sobre todo de las otras mujeres. Fue la de esta princesa una belleza tardía; la típica de la mujer fatal. De niña, su fealdad era notoria, pero en plena juventud se compuso su rostro brotando poco a poco la que Tácito llamó «su rara belleza». Rara es, en efecto, la de estas mujeres que han luchado en su adolescencia con la falta de atractivos y han tenido que suplirla con la gracia. Entonces, cuando en esa rectificación del rostro, que generalmente ocurre en la pubertad, pero que a veces es más tardía, surge de la vulgaridad la belleza, ésta aparece ungida de la gracia inicial; y es, por eso, infinitamente más atractiva que la hermosura de la que fue desde el principio bella. Es seguro que esta belleza y esta gracia, suscitaron la envidia de otras mujeres; quizá la de la misma Agripina, menos atractiva físicamente, que la humillaba haciendo ostentación inoportuna de su virtud y de su honestidad. En aquella sociedad en la que el rumor avieso, la calumnia y la delación tuvieron tanta eficacia, no es difícil suponer que el amor de Livila con Sejano fuera una pura invención de las feas, de las bellas sin gracia y sin partido y de las excesivamente virtuosas.

En todos los tiempos pueden citarse ejemplos de la saña con que las proletarias de la estética se vengan de las mujeres de belleza ejemplar; y la venganza consiste casi siempre en inventarles amantes.

Mamerco Escauro. Eudemo, el médico

Pudo ser éste el caso de Livila. De todos modos, no fue Sejano el único amante que se le achacó; y aunque nadie pondría hoy por su virtud la mano en el fuego, es lícita la duda. Se dijo que también había tenido amores con Mamerco Escauro, tipo odioso cuya sola historia hace inverosímil que cayera en sus redes la atractiva nuera del emperador. Sabemos esta historia porque el año 34 d.C. muerta ya Livila, se celebró el proceso de este personaje «célebre por su elocuencia y por sus costumbres infames». Sus acusadores le achacaban practicar la magia y el comercio adúltero con Livila; y también el haber representado una pieza llamada Airea, imitando a Eurípides, cuyo protagonista hacía alusiones políticas que Tiberio creyó, probablemente con fundamento, que se dirigían a él. Era Mamerco Escauro, de nobilísima familia romana: una de las que Cicerón tomaba como modelo en sus horas de ambición juvenil; pero la fama de su nobleza fue empañada por el vaho repugnante de sus vicios. Séneca le deshonró para siempre en una imprecación que transcribimos, velada en el pudor de su latín original: «Quid? Tu, cum Mamercum consulem faceres, ignorabas ancillarum suarum menstruum ore illum hiante exceptere?» Mucho más verosímil que suponer el adulterio de este noble crapuloso con Livila, es imaginar que los acusadores infames de aquella triste época utilizaron el deshonor de la princesa muerta para echar leña al fuego de la condena de Mamerco, hombre rico, cuya caída suponía pingüe ganancia para los delatores.

Otro de los adulterios que se atribuyen a Livila fue con su médico, Eudemo, sospecha incluida dentro de la gran fábula del envenenamiento de su marido, de la que ahora hablaremos; y digna también de todas nuestras prevenciones.

La leyenda del envenenamiento de Druso

Del envenenamiento de Druso II puede, en efecto, afirmarse, sin miedo a errar, que es una pura falsedad; y es incomprensible ver que algunos historiadores actuales, que hacen prodigios de dialéctica para disculpar a Tiberio de muchas de sus innegables fechorías, aceptan sin el más leve intento de crítica esta historia del crimen de Livila, por la sola razón de que aumenta el martirio del César y con ello se favorece su rehabilitación y su gloria.

Las pruebas del supuesto crimen son ridículas. Cuando Druso II murió, a nadie le pasó por las mientes la idea de que le hubieran matado; ni siquiera como acabamos de ver, a su mismo padre, espejo de suspicacia. A tal punto debió tener su muerte natural apariencia. Tácito dice que el veneno era «de acción lenta e insensible; e imitaba los progresos de una enfermedad natural». Hoy sabemos lo difíciles que son estas imitaciones. En toda la Historia antigua, es raro el personaje importante de quien no se haya sospechado la muerte por envenenamiento; y aun en la Edad Moderna es preciso llegar al siglo XIX, en que se estudiaron científicamente los venenos y sus modos de actuar y de matar, para que nos convenciéramos de que la mayoría de las muertes atribuidas al tóxico, lento o rápido, no fueron otra cosa que fantasías del vulgo y de los historiadores. Aterra pensar el número de inocentes que habrán sido ejecutados desde que el mundo existe, por la acusación de envenenamientos que fueron, en realidad, muertes naturales.

Los años de los Césares compiten con los del Renacimiento italiano, en estas verdaderas epidemias de supuestos crímenes. En el caso de Druso II, lo único sospechoso de que su fin fuera debido al veneno es la juventud del muerto, que acababa de cumplir 33 años. Pero la vitalidad de estas razas, degeneradas por la vida antinatural de la grandeza y por los incesantes cruces entre las mismas familias, era tan pequeña, que la mayoría de los individuos no necesitaban de los tóxicos ni de otras violencias para morir sin alcanzar la madurez. Cuando vemos los bustos y estatuas de los príncipes y princesas romanos de esta era, dan por lo común la impresión de una debilidad que el escultor apologético apenas alcanza a disimular. En la familia de Augusto y de Tiberio, casi todos tienen la frente abombada de los raquíticos, incluso los que alcanzaron edad provecta, como ambos emperadores. Sobre todo, las cabezas de los príncipes niños parecen de asilados. Cuando surge una testa robusta, es la de un hombre próximo al estrato popular, como la de Julio César o la de Agripa. Un malogrado más por la herencia precaria y por la vida excesiva fue Druso, a pesar de su aparente robustez de atleta. Nadie pensó, al saber su muerte, en otra explicación que ésta, la natural.

Mas he aquí que, ocho años después de su fallecimiento, el 31 d.C. a poco de ser ejecutado Sejano, la mujer de éste, Apicata, que había sido repudiada por él algún tiempo antes para intentar casarse con Livila, al ver morir a su marido y a sus hijos en el suplicio, decidió suicidarse; pero no sin enviar antes a Tiberio una carta en la que le revelaba un secreto terrible: Druso no había perecido, como creían todos, de muerte natural, sino envenenado por Sejano con la complicidad de Livila, y ayudados por Eudemo, el médico de Livila y, según algunos, otro de sus amantes
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y por un esclavo llamado Ligdo, que fue encargado de administrar la droga mortal.

Este Ligdo, eunuco de gran belleza, estaba, según Tácito, unido a Sejano por lazos infames. No hay que decir que todo el mundo creyó la lúbrica y macabra historia a pie juntillas. Ligdo y Eudemo fueron sometidos al tormento y confesaron, claro es, lo que el verdugo quería, es decir su complicidad. Livila, abrumada por la acusación murió, a poco, de hambre, obligada por su madre, la severa Antonia.

¿Qué debemos pensar de esta historia de adulterio y de crímenes? Es demasiada historia, sin duda, aun para los tiempos tiberianos. El mismo Tácito escribe que «la fama se complace en rodear la muerte de los príncipes de circunstancias trágicas». Así ocurrió en esta ocasión. Nadie con mediano sentido puede creer hoy en el envenenamiento de Druso y menos en la complicidad de Livila. La tardía denuncia de Apicata, si realmente existió, tiene todo el aspecto de la venganza suprema de una mujer enloquecida de rencor y de desesperación, que quiso dar a su propia muerte el carácter de una catástrofe punitiva de sus rivales. La declaración de los cómplices no tiene ningún valor, como ninguno de los testimonios que la justicia de los hombres ha arrancado, estúpidamente, durante tantos siglos a la tortura. En cuanto a la muerte de Livila, nada demuestra tampoco; pudo matarse, como tantos otros hombres y mujeres de entonces, en que el suicidio era un modo corriente de poner fin a la vida, sencillamente por no sufrir la vergüenza de la acusación; pudo también forzarla su madre a morir por el mismo motivo de dignidad; aunque repugna creer que Antonia fuese capaz de llevar su espíritu romano a este límite atroz. Pero, en todo caso, es más que probable que Livila murió inocente.

La prueba de la influencia que tuvo el delirio del ambiente en la génesis de la ficción del envenenamiento está en la intervención del eunuco, unido por lazos anormales con Sejano y en la del médico, que a su vez era también amante de Livila; combinación diabólica, superior a cuantas ha inventado nunca la fantasía de los escritores de folletín. Hay, además, otras varias versiones del crimen, lo cual aumenta nuestra sospecha de incertidumbre. ¡Una de ellas dice que el propio Tiberio, inducido por la astucia de los conspiradores, fue el que, sin darse cuenta, hizo beber a su hijo la ponzoña fatal!

La verdad de lo sucedido, podemos reconstruirla así: Druso, desde luego, murió de enfermedad, joven, como mueren muchos atletas a causa de su atletismo y de la vanagloria que les rodea; sobre todo cuando las fuerzas radicales del organismo son mezquinas. Su viuda, que tenía un hijo vivo, Tiberio Gemelo, celosa del destino de éste, frente a los hijos de Agripina, apoyados por un partido poderoso, decidió aliarse para no perder la partida, con el hombre que más influencia tenía en la política de Roma y en el ánimo del César, con Sejano.

Y pensó casarse con él, como otras princesas de su sangre habíanse casado con Agripa, simple caballero también, que había hecho su fortuna al lado de otro César. Tiberio se negó, por el momento, a la boda; pero bastó el intento —política y moralmente justificado— para que se crease primero la historia de los amores ilícitos, y después, desenfrenada ya la imaginación popular, la del envenenamiento.

Un hecho importante que demuestra que todo se redujo a una frustrada intriga política es que, por esta misma época, Agripina, la rival de Livila, a pesar de su legendaria castidad y de sus 39 años, quiso, como sabemos, casarse también. Tiberio se dio cuenta que lo que pretendía era buscar un jefe influyente a su partido, lo mismo que Livila; y, como a ésta, le negó el permiso. El sentido legalista del César se ve claramente en las dos decisiones paralelas.

La «vendetta»

Todo esto que hoy vemos con claridad no lo podían ver aquellos romanos con el alma tan permeable a todas las interpretaciones trágicas de la vida de los príncipes. Tiberio fue uno de los que dieron crédito absoluto a la terrible noticia del envenenamiento de Druso y del adulterio de Livila. Esta certidumbre, que hizo colmar con un torrente de amargura el vaso de su resentimiento, lleno hasta los bordes, le aniquiló. Se ha dicho que no quería a su hijo; y se ha dado como una prueba de su desamor el que, apenas celebrados los funerales, reanudó con el mismo ímpetu de siempre su vida de trabajo. Pero es ésta otra calumnia más. Era el César, en su edad avanzada, frío en sus expresiones, parco de palabra y falto de aquella simpática y patriarcal alegría con los suyos que tuvo su padrastro Augusto. Mas no hay razón que nos autorice a suponerle incapaz del amor paternal. Asistió al funeral de su hijo porque era su deber, y esta clase de deberes siempre los cumplió. Luego, vencido por el dolor, buscó el consuelo del trabajo. Esto sí que es romano. Se lo debemos alabar y no buscar al hecho interpretaciones favorables a su renombre de crueldad.

Pero su resentimiento, atizado por esta desventura, la postrera y la mayor de todas, explotó en una venganza feroz. En los capítulos siguientes serán relatados sus trágicos años finales. Al llegar aquí, los que quieren disculparle no tienen más remedio que rendirse, faltos de argumentos. El mismo Ciaceri no contradice esta vez a Tácito y reconoce que «Roma, durante dos años, fue bañada en sangre». Mas se apresura a añadir: «Para los antiguos, la «vendetta» era casi sagrada».

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