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Authors: Gregorio Marañón

Tags: #Biografía, Historia

Tiberio, historia de un resentimiento (10 page)

BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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De Caio, sí, sabemos que era un degenerado. Hasta el melifluo Veleio, que le acompañaba en su última expedición al Oriente y que, por menos de nada, compara a cualquiera de sus jefes o príncipes con los mismos dioses, nos habla de éste sin el menor entusiasmo; con habilidad de cronista de salón nos dice que «sus vicios eran atizados por los cortesanos» y que «su conducta era tan desigual que ofrecería abundante tema, tanto para el elogio como para la condenación». En boca de tan gran adulador, estos equívocos juicios equivalen a una severísima condena. Pero el César, ciego de amor de casta, le adoraba: «luz de mis ojos», llamábale en sus cartas, escritas con patética ternura. En la expedición al Oriente, que Augusto había preparado a su heredero con gran acompañamiento de hombres ilustres, para irle adiestrando en el oficio de emperador, el fasto de la jornada fue extraordinario. Ovidio dedicó su musa a cantar la apoteosis con que se inauguró el viaje, que iba a ser trágico; haciendo líricas profecías sobre el victorioso retorno del heredero, demostrativas de cómo el vate pierde su sentido adivinatorio cuando su musa es la adulación.

Caio, que acababa de casarse con Livila, mujer muy interesante, de la que hablaremos después, dio durante el viaje evidentes pruebas de torpeza; y no fue la menor el caer en una celada que le tendieron sus enemigos, en la que resultó herido. Según la tradición, a consecuencia del accidente se nubló su entendimiento, y, presa de profunda melancolía, se retiró a la vida solitaria, abandonando todos sus honores y refugiándose, por humildad, en un barco de mercancías, a pesar del llanto desesperado de Augusto, que logró, al fin, hacerle volver a Italia, el año 4 d.C. Pero estaba tan enfermo que murió en el viaje, en Cimyra, en Asia, frente a Rodas, antes de pisar las costas de su patria. Aun cuando es cierto que un traumatismo puede ser causa de locura, casi siempre hay que contar, para esta explicación, con una predisposición nativa al desvarío; y en Caio es evidente que ocurría así; el golpe, a lo sumo, precipitó el trastorno incubado por la herencia, fácil de precisar por parte de su madre, que era una histérica amoral, con el mismo fondo epiléptico de toda la familia; y no por la del equilibrado padre: si es que la liviandad de Julia permite hacer hipótesis sobre la paternidad de sus hijos. En este caso, la contemplación de los retratos de Caio César parece ahuyentar los malos pensamientos. Los dos del Museo del Louvre indican, en efecto, un parecido entre el joven príncipe y Agripa, favorable a la paternidad de éste, sobre todo en el enérgico entrecejo que aparece en el rostro débil de Caio como un fugitivo resplandor del que da tanta personalidad al busto magnífico de su padre.

Augusto adopta a Tiberio

Muertos los dos Césares, se despejaba otra vez el camino de Tiberio, que estaba ya de vuelta de Rodas (3 d.C.) y vivía retirado de toda actividad política en la Villa de Mecenas. Augusto, vencido por la fatalidad y debilitado por los años —tenía 66 y muy cumplidos de trabajo y de dolor— cedió entonces una trinchera más, ante las súplicas de Livia, más imperiosa a medida que avanzaba en edad. Podemos suponer cierta la versión contemporánea de que fue ella, y no el propio Tiberio, cada vez más altanero y aislado, la que, como siempre, acumuló sobre su hijo, con tenacidad indomable, las posibilidades del futuro poder. La voz popular hacía a la emperatriz capaz de los medios más extraordinarios para lograr su vieja aspiración. Si así fue, la ambiciosa mujer logró un triunfo en apariencia rotundo, porque, tres meses después de la muerte de Caio, Augusto adoptaba a Tiberio.

Mas la lucha no había terminado. Aun le quedaban a Augusto dos trincheras en que defender la sangre de los julios: Agripa Póstumo y Germánico. La más inmediata era Agripa Póstumo, hermano de los césares desaparecidos. En torno de él se iba a librar el tercer episodio de la gran batalla entre las dos castas rivales.

Eliminación de Agripa Postumo

Era imposible que Augusto transmitiese a Agripa Póstumo la misma fervorosa protección que había dispensado a Lucio y a Caio; porque aquel príncipe, nacido después de la muerte de su padre, era notoriamente anormal: «brutal y de humor violento», «extraordinariamente depravado de alma y de carácter», «de ignorancia grosera y estúpidamente orgulloso de su fuerza física»; así lo describen, con irrefutable unanimidad, sus contemporáneos. Un historiador inglés, actual, encuentra un único asidero para defenderle: que era pescador de caña; y éstos, añade, no suelen ser nunca enteramente viles. Hubiera sido demasiado escandaloso repetir con este pobre pescador de caña el proceso de favoritismo realizado con Marcelo y con los dos Césares. Pero, de todos modos, Augusto se atrevió a adoptarle al mismo tiempo que a Tiberio, aunque supeditado a éste; y haciendo que Tiberio adoptase, a su vez, a Germánico.

Nuevas fortunas militares aumentaron el prestigio de Tiberio, recibiendo otra vez el triunfo y el poder tribunicio por diez años más. Sin embargo, Livia no estaba tranquila, y, a fuerza de intrigas, consiguió, tres años más tarde (7 d.C.) que Agripa Póstumo, siempre estúpido, pero que, como dice Tácito, no había realizado ningún acto condenable, fuera desterrado a la isla de Planasia, cerca de la de Elba, donde siglos después había de ir a parar otro náufrago de las tempestades políticas mucho más insigne que él. El exilio de Agripa se hizo en condiciones tan severas que equivalían a una muerte civil. Tácito añade que esta vez la ambiciosa emperatriz no realizó sus designios «por oscuras intrigas, sino con toda publicidad». Las últimas y trágicas etapas de la vida de este príncipe infeliz quedan para el capítulo siguiente.

Estaba, pues, eliminado también Agripa Póstumo de la competencia política. Mas aún quedaba en pie una familia entera, la de Germánico, que permitía a Augusto, a la vez vacilante y terco, seguir la sorda guerra contra su hijastro. En efecto, la cuarta fase de la lucha comenzó.

Germánico contra Tiberio

Aunque Tiberio tenía ya un hijo de 14 años, Druso II, Augusto, al adoptar a Tiberio, le obligó —ya lo hemos dicho— a asociarse con Agripa Póstumo y a adoptar a su sobrino Germánico, que unía a su media sangre julia el prestigio que le daba en la mente popular el ser como el reverso de la figura de Tiberio. Y para acentuar más esta preferencia, al año siguiente (4 d.C.) el César hizo casar a Germánico, que tenía 19 años, con su nieta Agripina I, hermana de los inolvidables Césares Caio y Lucio, que apenas había cumplido los 18. Por los corrillos de Roma se dijo en seguida que el emperador quería preparar a toda costa su sucesión en Germánico, al que amaba mucho.

Podemos imaginar el efecto que la pública ostentación de las preferencias del César haría sobre el alma de Tiberio, resentida por los intentos anteriores a favor de Marcelo, de Caio y Lucio, de Agripa Póstumo. Tácito nos dice que sólo el recurso supremo de las lágrimas de Livia impidió que se hiciera pública la sucesión en Germánico, que parecía inexorable. Y aún se ahondó la herida en una ocasión en que Tiberio llevaba la guerra contra los dálmatas con su habitual lentitud, y Augusto, sospechando que entorpecía adrede el fin de la campaña, le envió a Germánico, que era un simple cuestor, al frente de una tropa improvisada para que le pusiera término.

En esta herida a su vanidad militar y en esta sospecha a su lealtad está otra de las raíces del rencor de Tiberio contra Germánico, que iluminó de resplandores dramáticos la quinta etapa de la lucha entre claudios y julios. Será estudiada después.

Muerte de Augusto. El triunfo amargo

Así llegó el año 14 d.C. en que murió Augusto. Tiberio seguía sus campañas remotas en Illiria, entregado a su afición guerrera y a la rumia de su resentimiento. Llamado a toda prisa por la gravedad que sorprendió al emperador paseando sus 76 años, en pleno verano, por la Italia Occidental, llegó a Nola, cerca de Nápoles —en el mismo sitio donde Claudio Marcelo, su gran antepasado, derrotara a la soberbia de Aníbal— y llegó a tiempo todavía para recoger el último suspiro del César. Se extinguió éste el 19 de agosto; y, claro es, se dijo también que no fue la vejez ni la enfermedad las que le habían muerto, sino la inevitable Livia, que envenenó, en la misma rama, unos higos que el anciano emperador gustaba coger y comer mientras paseaba por el jardín
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Tiberio era ya emperador de Roma. Pero en el testamento de Augusto, que leyó un liberto en el Senado, quedaba para siempre consignada la violencia con que llegó a la designación del antipático representante de los claudios, después de vencidos en fatídica pugna, uno por uno, todos los candidatos de la rama Julia: «puesto que la crueldad de la fortuna —decía el documento— me ha quitado a mis hijos Caio y Lucio, que Tiberio César sea mi heredero». «Esta fórmula —dice Suetonio— confirmó la sospecha de los que pensaban que Augusto había elegido a su sucesor, más que por afición, por necesidad». Los rumores públicos coinciden con esta impresión. Se decía que los esclavos que velaron en su última noche al egregio moribundo le habían oído decir, cuando Tiberio salía de la cámara: «Compadezco al pueblo sobre el que van a caer estas lentas mandíbulas»
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Y se murmuró también que en su astucia de viejo se había decidido a adoptar a Tiberio para que su propia fama aumentase, al contrastar su vida con la de su sucesor, «de alma tan altanera y cruel». Eran, sin duda, todas éstas, invenciones de la maledicencia; pero elaboradas con la verdad indudable de que Augusto no amaba a Tiberio. No puede dudarse: Augusto hizo su elección forzado por la fatalidad y por esa presión irresistible que en los hombres públicos ejerce el hogar y, sobre todo, la mujer, cuyo instinto acecha los instantes frágiles, inaccesibles a los de afuera, en que la voluntad desfallece y se hace permeable a todas las concesiones, sobre todo en los viejos.

Tiberio, por lo tanto, recibió con el supremo honor el supremo motivo de su resentimiento. Por esto, sin duda, y no por modestia; ni enteramente por timidez; ni por las otras razones superficiales que entonces se dijeron, vaciló tanto antes de aceptar el poder. Tácito nos refiere las súplicas de los senadores y las especiosas contrarréplicas del nuevo emperador, cuyo pensamiento «estaba envuelto en tinieblas más espesas que nunca». Llegaron en este regateo a una tirantez que estalló en encuentros personales, como el que tuvo con Asinio Gallo, el nuevo marido de su mujer. Al fin, se decidió a aceptar.

Aceptó sin entusiasmo. El principado era ya para él un deber tan sólo. Era aquel puesto altísimo como el vértice de una pirámide de intrigas, de bajas pasiones, de tragedias y muertes, en las que era difícil separar las que preparó la fatalidad y las que el crimen allanó. De este modo, las espinas del resentimiento enconaban, desde su origen, la notoria incapacidad de Tiberio, decepcionado y próximo a la vejez, para el gobierno de la república; y teñían de antipatía y de acritud su gestión ante la Historia.

La lucha de los julios contra los claudios había concluido. Pero empezaba la de los claudios, dueños ya del poder, contra los julios.

CAPÍTULO VIII - CLAUDIOS CONTRA JULIOS
Livia, la virtud insoportable

La segunda parte de la lucha entre las dos castas —claudios contra julios— se desarrolla bajo el signo de Livia. La decadencia y después la muerte de Augusto dejan en primer plano la figura de esta mujer extraordinaria que alcanzó el título de Madre de la Patria, Genitrix Orbis; pero no el amor de su pueblo; mujer implacable en su ambición; frígida y tenaz; gata o pantera, según le convenía; cuya actividad servirá de eje al relato de los últimos episodios de la gran lucha.

Cuando el historiador intenta rehacer una figura pretérita, tal como fue cuando vivía en su humanidad palpitante y no como simple protagonista de sucesos públicos, es inevitable que se deje prender por un sentimiento de simpatía o de antipatía hacia ella, compatible con la imparcialidad del juicio que su actuación oficial nos puede merecer. Todos los escritores antiguos coinciden en alabar las virtudes domésticas de Livia, la continencia de su vida conyugal, su modestia en el vestir, la aplicación con que dedicaba muchas horas de cada día a tejer con sus hijas, ahijadas y servidoras las túnicas sencillas de su marido y de ella misma; y, en fin, la moderación de su mesa, no incompatible con algunos vasos diarios del vino generoso de Pucinum, al que ella misma atribuyó, más tarde, su longevidad
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Pero su carácter, que a través de las escasas referencias de los contemporáneos podemos rehacer en sus rasgos típicos, atrae a unos, y a otros, no; lo mismo que el de las personas vivas. Yo me cuento entre los no atraídos.

Es, en efecto, Livia, uno de los más netos ejemplos de la universal especie de «la virtud insoportable», no rara en la vida romana y de la que luego encontraremos, en Agripina I, otro modelo igual. «Sus virtudes —dice uno de los comentadores, inglés, de Tiberio— eran manifiestas hasta el punto de constituir una permanente invitación al vicio». Nadie que conozca de primera mano las referencias de los contemporáneos podrá disentir de esta opinión; ni podrá aceptar como legítimas las apologías de los que sienten la fascinación de la «matrona romana», cuyo prototipo encarnan en ella. Muchas veces esta legendaria matrona no era más que uno de aquellos sepulcros blanqueados cuya condena iba a pronunciar una voz que se cernía ya en las lejanías de la Historia.

La fuerza de la austeridad sexual

¡Extraña mujer! Su fuerte estaba en la austeridad sexual. Uno de sus admiradores escribe conmovido: «La leyenda, que le imputó envenenamientos absurdos
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fantásticas ambiciones y novelescas intrigas, no pudo, sin embargo, acusarla de infidelidad ni de disolución».

Todo esto es cierto. Ovidio la llamó «vestal de nuestras castas romanas»; y el mismo Tácito, nada avaro en sus severidades, decía que «fue pura en sus costumbres como las mujeres de los días antiguos». Sólo encontramos en los viejos relatos un vislumbre de lo que hoy llamaríamos un «flirt» entre la rigurosa matrona y el cónsul Fufio, que, según Tácito, «estaba dotado de todas esas cualidades que atraen a las mujeres»; y «a ello debió su fortuna, obra de Augusta (Livia)» Un caso, pues, de protección fundada en el garbo del peripuesto mozo, como en cualquier república de nuestros días. El lance debió ser bastante significativo, pues quedó anotado en el registro inexorable de Tiberio; y cuando, muchos años más tarde, se excusó de asistir a los funerales de su madre, en la carta que dirigió al Senado hizo de este suceso una alusión de típico resentido.

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