Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
La vida hizo que hasta el amor de Vipsania, el más puro sentimiento que albergó su alma, se convirtiera, en Tiberio, en fuente de implacable resentimiento. Por entonces, hacía ya trece años que la amada había muerto; mas persistía viva en su recuerdo; y, con el recuerdo, el rencor hacia el hombre que frustró su única posibilidad de amor.
Dice un autor contemporáneo que es incomprensible cómo los escritores que han rebuscado con tanto afán sus argumentos en el mundo antiguo hayan podido olvidar a Julia, cuya historia está llena de resplandores de auténtica tragedia. Es exacto. La vida de Julia es un capítulo de dramatismo incomparable en los fastos de la feminidad. En su bárbara sensualidad florecen, de vez en cuando, rosas puras de simpatía y de romanticismo. Vamos a referirla con pulcritud.
Otro de los puntos esenciales para la interpretación de Tiberio es el de este su segundo matrimonio con Julia, hija de Augusto. He recordado ya la opinión de Suetonio de que el deseo o el capricho que sintió Julia por Tiberio fue uno de los motivos de la infeliz unión. Pero ¿quién podría asegurar entonces y menos comentar ahora lo que pasaba en el corazón de esta mujer de amoralidad sin orillas? ¿A quién quiso, entre los hombres fugitivos que pasan a su lado como amantes o como maridos? Ni ella misma lo podría decir. Lo que sí es cierto es que Tiberio no la quería a ella; porque estaba enamorado de Vipsania; porque su carácter puritano y retraído no podía coincidir con la frivolidad y el descoco de la incorregible viuda; y hay, por fin, muchas razones, que ahora tocaré, para presumir que también porque el temperamento de Tiberio, tímido y un tanto frío, no era de aquellos que hacen olvidar a un hombre sus hábitos y sus conveniencias ante el imperativo del deseo; del deseo loco que en los otros romanos sabía encender esta descocada princesa. Si se casó, fue sólo por obediencia al César, instrumento esta vez de la ambición de Livia y de los caprichos de la propia Julia.
Con tan malos auspicios se inició la coyunda. No obstante, parece que al principio vivieron en buena inteligencia y que Tiberio «respondió al amor de Julia»; lo cual debía ser brava empresa. Julia, que desgraciadamente para la Historia era muy fecunda, quedó en seguida embarazada (10 a.C.) pero el vástago no sobrevivió. El concienzudo y cominero Suetonio nos dice que, a partir de este momento, se esfumó el pasajero amor e hicieron los esposos lecho aparte.
Además, Tiberio, ocupado en guerrear, apenas paraba en Roma; y Julia no era mujer, como lo fue después su hija, Agripina I, capaz de vivir meses enteros en los castros para asistir a su esposo. Cuando era mujer de Agripa había acompañado a éste en el viaje que hizo a Oriente; pero fue una expedición triunfal y no de guerra. En Jerusalén la recibieron como a una diosa, con pompa asiática. Filón, el de Alejandría, nos habla en sus libros de la impresión de asombro que el templo de la gran ciudad, adornado fastuosamente para recibirlos, había hecho en el ánimo del general de Augusto y de su mujer. Al principio de su enlace con Tiberio, fue también con él a Aquileia a preparar una expedición militar; y allí dio a luz el hijo que murió. Pero desde entonces las dos vidas, como los lechos, se separaron para siempre; y Julia aprovechaba alegremente la copiosa recolección de ovaciones y triunfos que su marido realizaba en las remotas fronteras, para entregarse en Roma a la más desvergonzada disolución.
Si no tuviera tan cerca la sombra de Mesalina, esta Julia habría pasado a la Historia como representante insuperable del delirio sexual. Podemos, sin embargo, juzgarla con más piedad que dureza, porque es notorio el tinte patológico de sus desafueros. Hija de la pacífica Escribonia y de Augusto, puede buscarse por la vía de éste el germen de su insensatez en la epilepsia de los julios; y lo confirma el desastroso estado mental de los hijos que tuvo con Agripa: Caio, un probable esquizofrénico; Agripa Póstumo, un retrasado mental con ribetes de locura; Agripina, con arrebatos imperativos de acento decididamente anormal; y Julia, incursa en el mismo delirio erótico que su madre; sin duda, no bastó a neutralizar la sangre alborotada de la rama Julia el plebeyo equilibrio de la de Agripa. Mas la responsabilidad del ambiente superó en mucho, en este caso como en todos, a la misma influencia hereditaria. Son raros los hombres y las mujeres inclinados inexorablemente al mal por congénita y heredada predisposición. La herencia con que nacemos es tan sólo una invitación para seguir un determinado camino. El seguirlo nos será más fácil a favor de este impulso que seguir el contrario; pero es siempre la influencia, casual o deliberada, del ambiente la que, en último término, determina nuestro itinerario moral.
Vivió Julia uno de esos momentos difíciles de las sociedades decadentes, en que hay una brusca y peligrosa transición entre el rigor de lo tradicional y la audacia de lo moderno. Los escritores de la época, como Ovidio, nos dan una idea de lo que era el libertinaje que invadía a Roma y lo corroboran los reiterados intentos de contenerle por medio de severas leyes y sanciones en los reinados de Augusto y de Tiberio. La puritana Livia representaba en este conflicto la tradición, y Julia, la modernidad innovadora. Livia educó a Julia, su hijastra, y a las hijas de ésta, Julia II y Agripina I, «con tanta severidad, que las habituó a trabajar en la lana, a no pronunciar una sola palabra secreta, a no ocultar la menor acción, a no tener relación alguna con los extraños». En tales casos, el exceso de severidad frente al aire alegre y libre de la calle puede suscitar una rebeldía que conduce, por reacción, al desenfreno. En la actitud de Julia hay, en efecto, algo de juvenil hartura de la rueca y del silencio impertinente del hogar imperial. Pero, sobre todo, hemos de meditar, para excusarla, sobre el efecto disolutivo que en las mujeres no dotadas de santidad invencible tenían que hacer aquellos casamientos y divorcios bruscos y continuados sin consultar jamás, ni por cortesía, al amor. La más cínica trata de blancas de nuestros tiempos es menos inmoral que lo que fue aquella verdadera prostitución en nombre de la razón de Estado.
Tenía Julia 14 años, y por lo tanto no sabía lo que se hacía cuando la casaron por primera vez con Marcelo II (25 a.C.) A los dos años, Marcelo murió, y después de dos de viudez, el 21 a.C. la unieron de nuevo con Agripa, militar bronco, «más próximo a la rusticidad que al refinamiento», que le llevaba 22 años. La divergencia entre el carácter recio y poco pulido de Agripa y la elegante volubilidad y disolución de su mujer hacían imposible entre ambos otra armonía que la que dan las comunes conveniencias externas en el ambiente frívolo de los palacios y el cumplimiento protocolario de los deberes de sucesión. Nueve años duró la desigual unión; y la aprovecharon bien para la patria, pues en ellos tuvieron cuatro hijos y otro que nació a los pocos meses de morir Agripa, el año 12 a.C. Este mismo año, Julia se unía de nuevo con Tiberio, previo el súbito divorcio que hemos comentado con Vipsania, hija del primer matrimonio de Agripa, el marido muerto. Tiberio, pues, se casó, lleno de fundadas inquietudes, con la viuda de su propio suegro. No hay razón para que cualquiera de estas uniones legales nos parezca más moral que aquellas otras clandestinas que, entretanto, mantenía Julia con sus numerosos amantes.
Ahora nos explicamos cómo la conjunción de una herencia peligrosa con un ambiente familiar y social en el que el rigor de las apariencias encubría una ausencia fundamental de sentido ético produjo aquella vida de perdularia que ha llegado hasta nosotros con aureolas legendarias de escándalo. Ninguna de las aberraciones de la conducta sexual ha sido perdonada por la leyenda a esta mujer. Se llegó a acusarla, por su propio nieto, Calígula, de incesto con Augusto, del que sería fruto Agripina I. Atengámonos, para ser justos, a un relato respetable, el de Séneca: «el divino Augusto —dice— desterró a su hija, que había sobrepujado en impudicia a todo lo que de infame tiene esta palabra, cubriendo de escándalo la casa imperial: amantes admitidos en tropel; orgías nocturnas a través de la ciudad; el Foro y la Tribuna, desde donde su padre había dictado las leyes contra el adulterio, elegidos por su hija como lugar de desorden; citas diarias junto a la estatua de Marsyas, cuando ya, más que adúltera, prostituida, reivindicaba en los brazos del primer desconocido el derecho a todas las audacias». La estatua de Marsyas, en el Foro, era el lugar de cita de las prostitutas de Roma; y, según Plinio, Julia tuvo el cinismo de coronarla, una noche de embriaguez. Augusto lo supo más tarde, y, con tremendo dolor de su orgullo de casta, lo consignó en el decreto de destierro de su hija.
Veleio, hombre serio y contemporáneo, nos da una lista de algunos de los amantes conocidos: Julio Antonio, Apio Claudio, Escipión, y otros de nombre no menos ilustre. Anotemos, con una cierta simpatía, a un gran hipócrita de sainete, un tal Quintio Crispino, «que ocultaba la mayor desvergüenza de la conducta bajo un rostro lleno de severidad». Siempre son graciosos estos varones graves disfrazados de solemnidad que se divierten como estudiantes; sobre todo cuando se descubre su disolución, con escándalo de los timoratos y con temor de los otros hipócritas, que ponen a remojar las barbas de su falsa seriedad. Sobre estos nombres conocidos habría que anotar los innumerables anónimos, amantes de un cuarto de hora, reclutados al azar en las rondas eróticas por las callejuelas de los arrabales. Pasaba Roma por un momento de supremacía de la mujer en la vida privada, y por lo tanto en la pública; y en todas las épocas en que esto ocurre aparece el tipo de la mujer de sensualidad cínica, insaciable y volandera, que no es sino el símbolo de una más de las usurpaciones de los papeles masculinos: el de Don Juan. En este reinado y en los siguientes se pueden recoger varias observaciones típicas de esta variedad del instinto femenino que surge, de tiempo en tiempo, en la historia de los pueblos y siempre con la misma significación.
Varias de las aventuras de Julia se hicieron famosas, entre ellas la que tuvo con Julio Antonio, hijo de Marco Antonia y de Fulvia y sobrino de Augusto por su matrimonio con Marcela I. Esta Marcela I había sido antes mujer de Agripa, de suerte que Julio Antonio no se contentó con quitarle legalmente la primera mujer al gran soldado, sino que después le robaba, por la vía más sabrosa del adulterio, la segunda. Era Julio Antonio muy galán y poeta, amigo de Horacio, que le dedicó una de sus odas; y muy protegido por Augusto, que, además de casarle con su sobrina, le hizo cónsul. La indignación del César no tuvo límites cuando supo que pagaba estos favores seduciendo a su hija… o dejándose seducir por ella. El seductor se suicidó para escapar al destierro o al suplicio.
Pero entre la serie inacabable de flechas que rebotaban en la blanca piel invulnerable de Julia hubo una que, por el resquicio sutil que tienen todos los donjuanes, de uno u otro sexo, le llegó hasta el corazón. Su más estable amante, quizá su único verdadero amor, fue Sempronio Graco, uno de los donjuanes de la época, «hombre de elevada cuna, de ágil espíritu y de elocuencia, que empleaba para el mal». La sedujo cuando era todavía mujer de Agripa y los amores continuaron durante el matrimonio con Tiberio. Luego veremos que, como otros hombres frívolos, éste supo morir también con valerosa dignidad, cuando el marido engañado fulminó sobre él, desde el poder, la venganza de su resentimiento.
Están todos los historiadores de acuerdo en que Augusto ignoró hasta la última hora la vida licenciosa de su hija; cosa extraordinaria puesto que era la comidilla y el escándalo de toda Roma. Los maridos suelen tardar en enterarse de estas cosas, por piadoso designio de los dioses; pero los padres, no, aun siendo gobernantes. En este caso, por lo visto, no ocurrió así.
Tiberio, sí, desde luego, sabía lo que sabían todos: el ridículo reiterado que cubría las canas gloriosas de Agripa; y él lo heredó a sabiendas. Nada dijo; nada traicionó su rostro, que era maestro en componer a voluntad la expresión; pero esta tremenda humillación a su orgullo de raza fue leña copiosa para su resentimiento.
Lo peor es que Julia no se limitó a seguir al lado de Tiberio la misma existencia adulterina que cuando era mujer de Agripa, sino que la multiplicó y empeoró. Los diversos amantes y finalmente la prostitución sin freno que Séneca nos cuenta, corresponden a la época de su matrimonio con Tiberio. Ahora bien, este progreso en el camino del escándalo no puede explicarse sin la colaboración del cónyuge. Cualquiera que fuera el temperamento de Julia, es evidente que tales desenfrenos femeninos, ostentosos y reiterados, no ocurren jamás sino en el caso de que el marido es un cínico —y no lo era Tiberio— o cuando no merece más que nominalmente el título de cónyuge. El más perfecto varón, como lo era Agripa, está expuesto a que su mujer prefiera a otro, aunque sea imperfecto; pero estos otros casos, no de adulterio, sino de escandalosa procacidad, representan al ser aceptados por el marido el precio público de la conyugal incompetencia de éste.
Todo lo que sabemos de Tiberio confirma la sospecha; que para mí no lo es, sino certidumbre. Es indudable que este hombre misterioso era un casto; y como no lo era por virtud, lo era por necesidad, es decir, por timidez; diagnóstico que tan bien cuadra a su psicología melancólica y concentrada. Es éste uno de los puntos que conviene aclarar en la vida psicológica de Tiberio, tan parecido, en esto, a otros tiranos de la Historia. Contrajo su primer matrimonio a los 23 años, poco más o menos; y los siete u ocho que transcurrieron hasta que Vipsania quedó embarazada pueden ser indicio de ese aprendizaje matrimonial, a veces muy largo, que necesitan muchos tímidos hasta que el hábito de la convivencia tranquiliza su inicial pavor. Cierto que, en cambio, Julia, la segunda esposa, y la más temerosa, quedó al punto encinta; y no queremos insinuar dudas respecto de la responsabilidad que pudiera caber a Tiberio en el suceso, aunque todas son permitidas tratándose de tan famosa heroína de la poliandria. Pero lo significativo es que, a partir de la ruptura con Julia, este hombre de 32 años renuncia a toda actividad amorosa; y el hecho es doblemente significativo en quien, como él, era candidato a emperador y fue emperador después; pues tenía un solo hijo, y esto, en aquellos tiempos en que la muerte se ensañaba en las clientelas egregias, no garantizaba más que remotamente la sucesión. Es, pues, singular, que no intentase uno de los infinitos divorcios y reenlaces que llenan hasta la vejez la vida de los otros Césares.