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Authors: Gregorio Marañón

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Tiberio, historia de un resentimiento (4 page)

BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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Escribonio, como es uso en los adivinos, se prestó servilmente a los deseos de la joven y hermosa Livia asegurándola que, efectivamente, su hijo había de reinar. La madre buscaba, sin saberlo, no el horóscopo de Tiberio, sino el de su propia ambición: un hombre que incubado por el calor de sus deseos fuera para ella el instrumento de su afán de gobernar el mundo.

La huida

Durante la guerra civil que siguió al asesinato de Julio César, Tiberio Claudio Nerón tuvo que huir de Italia con su mujer y con Tiberio, infante. Perseguidos los fugitivos por las tropas de Octavio —el que había de ser más tarde esposo sumiso de Livia— llegaron a Nápoles, donde embarcaron en secreto y con tantos peligros que el viejo Veleio Patérculo, el abuelo del historiador, que los acompañaba, se suicidó noblemente para disminuir la impedimenta y facilitar la huida de la pareja
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El niño, arrancado del seno de la nodriza y de los brazos de su madre para que ambas saltaran a las barcas, comenzó a llorar amenazando con descubrirlas y perderlas.

Duró dos años el destierro y fue pródigo para el padre en esas decepciones propias de las horas infelices de la expatriación, que no faltan nunca, que tanto enseñan y que pocas veces se comprenden y aprovechan.

De Sicilia pasaron a Achaia y a otras provincias griegas. En Corinto, viajando de noche por un bosque, estalló un incendio que prendió los vestidos y los cabellos de Livia y estuvo a punto de abrasar a Tiberio. Por segunda vez ensayaba, desde sus primeros años, el papel de protagonista en la gran tragedia familiar que iba a ser su existencia.

Al fin volvieron a Roma, porque el destierro, que parece siempre eterno, casi nunca lo es, y, a poco, el año 38 a.C. Livia, de nuevo embarazada, se separaba de su marido y se unía para siempre al futuro Augusto, entonces triunviro lleno de ambiciones. Tiberio, desde su alma de cuatro años, debió comprender, con esa finura silenciosa con que los niños absorben y valoran cuanto pasa a su alrededor, que un cambio esencial se había operado en su existencia. Cesaba la vida accidentada de los desterrados y empezaba otra nueva, llena de gloria, de bienestar material y de posibilidades de grandeza. De la deserción de su madre, del dolor de su padre, tal vez no se daba cuenta todavía. Pero debió quedar en su espíritu el poso triste de los viajes y de los peligros fuera de la patria, y la visión inexplicada e imborrable del padre, taciturno y solo, en el hogar abandonado.

Los hombres que yo he conocido que vivieron su niñez, aun la más remota, en el destierro, eran casi siempre graves y melancólicos. Acaso por el influjo de sus padres, entristecidos por la lejanía de la patria. Acaso porque la nostalgia de ésta es tan sutil, que prende ya en el espíritu cuando todavía no ha nacido la conciencia. La mujer es menos sensible al destierro; como dijo el poeta, su hogar estará siempre en el pedazo de arena en que asiente su pie; para la mujer la patria es, ante todo, el hogar. Mas, al contrario, para el hombre el hogar es la patria. El destierro es para el varón pena tan grande, que no se concibe cómo los que lo han sufrido alguna vez han podido después descargarla sobre la cabeza de los demás.

El viejo Tiberio Claudio Nerón era un hombre prudente y orgulloso; y se consolaría en los años de ausencia y de persecución, pensando, como Séneca, que la distancia que nos separa del Cielo es exactamente la misma en nuestra patria que en la tierra del exilio. Pero el consuelo alivia y no mata a la tristeza; y su tristeza de desterrado es, sin duda, una de las fuentes de la que atormentó a su hijo —«el hombre tristísimo» que dijo Plinio— y que duró hasta su muerte.

CAPÍTULO IV - LA TRAGEDIA DEL HOGAR
El divorcio de Livia

Livia, la madre de Tiberio, era la hija de Aufidia, mujer probablemente muy bella, porque sin ser noble
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se casó con el nobilísimo Livio Druso Claudio, famoso por su recio carácter, que se suicidó en la batalla de Philippes, al verla perdida.

Algunos suponen que pudiera ser él, el Druso «avaricioso y de ánimo vil», a que se refiere Cicerón en una de sus epístolas; pero no parece cierto. Era este riguroso romano, tío de Tiberio Claudio Nerón, el primer marido de Livia que conocemos ya; y ambos, tío y sobrino, transidos de espíritu aristocrático, tenían las mismas ideas republicanas y antidictatoriales. La niñez y la juventud de Livia se nutrieron, por lo tanto, de sentimientos contrarios a los que había de representar Augusto, con el que compartió el resto de su vida. Entonces, mucho más que en ninguna época de la Historia, se utilizaba a la mujer como medio de unir, mediante el yugo matrimonial, a las familias políticamente alejadas. Esto no impide suponer que Livia, muy sensible, como gran número de mujeres, a las pasiones políticas, guardase sus simpatías hacia las ideas que eran sagradas en el hogar de sus progenitores. Luego veremos que la fidelidad que guardó Livia a la raza de los claudios y su tenacidad para favorecerlos lo demuestra así.

¿Cuál fue, entonces, el motivo de su separación del primer esposo y de su casamiento con el triunviro Octavio? Esta clase de contradanzas conyugales eran en Roma, entre las clases altas, el pan nuestro de cada día. Pero en este caso, lo que debió promover el escándalo de los menos asustadizos, y lo que aun hoy nos repugna, fue que el divorcio y el nuevo casamiento se hicieron cuando Livia estaba cumplidamente encinta. Octavio consultó a los pontífices si era lícito el matrimonio en estas condiciones; y la respuesta de los graves funcionarios fue afirmativa, «a condición de que la concepción fuera cierta»; certeza que en este caso tenía la pública y deforme notoriedad de seis meses, por lo que, justamente, Tácito califica de irrisoria la consulta a los pontífices. El pontífice al servicio del que manda propende siempre a estas complacencias, peligrosas para su prestigio. El problema moral no era el de la realidad del embarazo, sino otro, al que los pontífices no aludieron, aunque sí la gente de la calle, a saber: quién era el padre del niño próximo a nacer.

Se dieron entonces y se siguen dando ahora muchas versiones para explicar este desusado matrimonio. Tácito dice que Octavio, «enamorado de la belleza de Livia, se la quitó a su marido, no se sabe si a pesar de ella; y en su impaciencia, la hizo su esposa sin esperar a que diese a luz». Es decir, da la suprema y noble razón del amor, y galantemente deja indicar que ella resistiera, por lo menos, hasta pasado el trance maternal. Pero es posible que hubiera otra razón «menos positiva y más romana», como dice Perrero: la conveniencia de Octavio de aliarse con una familia de la aristocracia, para contrarrestar la oposición que aquélla, la aristocracia, le hacía y que estorbaba a sus planes imperialistas. O, simplemente, el hecho tantas veces repetido de que el hombre recién elevado al poder por la revolución no tiene más preocupación que hacerse aristócrata.

Como todas las hipótesis sobre los actos humanos son aceptables, es oportuno indicar que en estas suposiciones se olvida un factor que tal vez sea el decisivo: la propia voluntad de Livia. La historia de ésta, en efecto, nos demuestra hasta qué punto fue imperiosa en ella la ambición: fue, puede decirse, su verdadera alma. Y es posible que, cortejada por el futuro Augusto, que tenía el ímpetu amoroso que dan los veinticuatro años y sobre todo la aureola del triunfo social —imán irresistible para ciertas mujeres— viese en el enclenque y afortunado joven el camino propicio a sus ensueños de grandeza. Por ambición se unió a su primer marido; el mismo impulso la arrojó en los brazos del segundo.

¿Quién fue el padre de Druso?

Todas estas razones no explican, sin embargo, lo más llamativo de estos históricos amores: la prisa para el matrimonio. Una mujer, a los seis meses de su estado de buena esperanza, es poco a propósito, por muy bella que sea, para inspirar una pasión tan arrebatadora. Hay, incluso, importantes razones biológicas que explican que, sobre todo desde la segunda mitad del embarazo, es fenómeno normal la desaparición del instinto que, en condiciones normales, atrae mutuamente a los dos sexos. Otro orden de sentimientos más elevados sustituyen entonces, entre los padres futuros, a los lazos puramente sensuales; y permiten que no se apague, o que se acreciente con distinto combustible, el fuego sagrado de la pasión. Mas para un hombre extraño a la generación del nuevo ser, es excepcional, casi podría decirse que contra natura, que sea éste el momento de iniciarse el amor; y, sobre todo, un amor tan fuerte, tan directamente carnal, que no pudo esperar a los tres meses que faltaban para que Livia recobrase su gracioso talle y para que su cara impecable se limpiase de las manchas y deformaciones propias de su delicada situación.

Para mí la única explicación de la prisa de este amor es que su comienzo era muy anterior a lo que parecía; y que, dentro del misterio insondable de la paternidad, el hijo que Livia esperaba podía muy bien ser de Octavio, triunfador y joven, y no del valetudinario marido.

Yo no me atrevería a decir esto que puede empañar la memoria de seres que gozan hace tantos siglos de la eterna paz, si no fuera porque en su tiempo lo decía todo el mundo. Suetonio, tan entusiasta de Augusto como todos sus contemporáneos, nos cuenta que por la ciudad corría de boca en boca este versículo: «Las gentes felices tienen sus hijos a los tres meses», aludiendo a la intervención de Augusto en el embarazo de Livia, del que nació Druso I, el hermano menor de Tiberio.

Es mucho más fácil suponer que Livia y Octavio se amaban y que en los transportes de su pasión adúltera cometieron los deslices necesarios para llegar al trance paternal, a que, sin previo amor y por pura conveniencia o por un momentáneo y desenfrenado apetito, dieran el escándalo de su divorcio, sin consideración, no ya a las canas gloriosas del marido, sino a ese estado fragilísimo en que la vida de la humanidad se perpetúa y que hasta los seres más depravados encuentran respetable.

El efecto de esta boda en Roma debió ser desastroso. Por los corrillos se hablaba de los detalles de los egregios amoríos con esa acre complacencia que inspiran los temas sexuales equívocos cuando son poderosos los protagonistas. Pero no era sólo la lengua subrepticia de los maledicientes la que escupía sobre la noble pareja. Marco Antonio, en sus ataques a Augusto, le reprochó como una de sus faltas más graves este súbito matrimonio, que consideraba como el más escandaloso de los adulterios de Augusto, que ya entonces formaban una copiosa lista. Suetonio dice, para disculparle, que el verdadero objeto de estas aventuras era, más que el libertinaje, la política; pues buscaba las mujeres de sus enemigos, a las que, en los transportes de la pasión, le era fácil arrancar los secretos de los traicionados esposos. La explicación es harto ingenua. La verdad es que Augusto, como otros muchos hombres tan menudos de cuerpo como él, era muy mujeriego, con el cinismo que le daba la moral de entonces y el prestigio abusivo del poder, colaborador eficaz, en todos los tiempos, de muchos conquistadores de virtudes femeninas. Se cuenta que durante un banquete Augusto hizo la corte a la mujer de un cónsul, con tal escándalo, que delante del sufrido esposo se retiró con ella de la mesa, volviendo al cabo de unos minutos: él, con aire triunfador y fatigado, y ella, con el cabello en desorden y las orejas vergonzosamente encendidas.

Una más de estas súbitas pasiones pudo ser, en sus comienzos, la que le enamoró de Livia.

Y ésta, incapaz de aventuras escandalosas, con la superioridad que da a ciertas mujeres la frigidez, tendería al arrebatado conquistador la trampa de la paternidad y el matrimonio.

Es cierto que el recién nacido recibió los nombres del primer esposo de Livia: Nerón Claudio Druso (le llamaremos, para abreviar, Druso I) y que Octavio, «para acallar la maledicencia», le envió a la casa de aquél. Pero otra cosa hubiera sido proclamar el escándalo de un adulterio que no podían arrostrar ni el futuro emperador ni su puritana compañera. Mas a pesar de estas precauciones oficiales, la prisa había sido harto significativa. Además, hay varios datos que apoyan la hipótesis del adulterio. Mientras Tiberio se nos aparece desde el comienzo de su vida como un ser taciturno y áspero, como su padre el viejo y desgraciado Tiberio Claudio Nerón, Druso era jovial, acogedor y lleno de simpatía; las cualidades de Augusto, heredadas a su vez de Julio César, cuya afabilidad y cortesía para todos fueron el origen de su popularidad. Veleio encomia en Druso I «la dulzura y el agrado de sus costumbres», y Horacio le elogió en términos parecidos. El pueblo hizo de Druso I un héroe popular, porque era la antítesis del antipático Tiberio; y según Henting, precisamente porque las gentes suponían que era hijo de Augusto. Fue tal este fervor popular, que al morir, a los treinta años, en las orillas del Elba, su hijo Germánico heredó el amor de la multitud con entusiasmo que, como más adelante veremos, llegó hasta el fanatismo; y toda la popularidad, ciertamente estúpida, que tuvo su nieto Calígula cuando subió al trono, era aún herencia de este Druso I, que parece, desde su cuna, alumbrado por la estrella brillante y melancólica de los hijos del amor.

Otro dato interesante es que Druso I padecía de sueños fantásticos y alucinaciones; como la de una mujer de talla sobrenatural que se le apareció en Germania ordenándole que suspendiera sus conquistas. Esta clase de sueños eran típicos de la familia de Augusto, su presunto padre. Conocidos son, en efecto, los sueños de Julio César; uno de ellos, basado en el que había de ser famoso complejo de Edipo, así como otras visiones, de indudable carácter epiléptico. Atía, la madre de Augusto, sobrina nieta de Julio César, sufrió de sueños semejantes, a veces eróticos; en uno, por ejemplo, una serpiente —símbolo priápico— se deslizaba por su cuerpo con tal suavidad, que al despertarse se purificó como si saliese de los brazos de su marido. Su hijo los heredó. Varios de los proyectos y empresas de Augusto estaban dictados por estas apariciones o ensueños «que jamás despreciaba, ni los suyos ni los de otros que se refirieran a él». Germánico, el hijo de Druso I, tenía arrebatos sospechosos de epilepsia. Y el hijo de Germánico, Calígula, fue ya un epiléptico declarado. Dejan ver todos estos fenómenos la línea de una herencia epileptoide común a la familia Julia, que los separa bien de la claudia. La característica del temperamento de Druso I fue la misma del gran Julio César: «la impetuosidad que le llevaba a correr grandes peligros; bien diferente de la cautela que distinguió a la actividad política y militar de su hermano Tiberio.

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