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Authors: Gregorio Marañón

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Tiberio, historia de un resentimiento (20 page)

BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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Este mismo autor insiste en que en varias imágenes de Tiberio se trasluce una sexualidad vacilante, como en el camafeo de Florencia; desde luego, en este retrato, en que aparecen su perfil y el de su madre, el de Livia es más varonil que el del hijo. También encuentra este autor sospechosa, por su excesivo amaneramiento, la postura de Tiberio en su retrato sentado: preocupación exagerada, de psicoanalista de escuela. En algunos de los bustos juveniles, la perfección de los rasgos de su fisonomía tiene algo de femenino; pero ya hemos dicho que nada hay en la vida del Príncipe que pueda servir de apoyo a la sospecha de las anormalidades homosexuales que insinúa este comentarista. Tiberio fue un tímido, quizá un impotente; lo hemos explicado ya. Pero nada más. Hemos comentado también, en relación con estos trastornos, su zurdera.

Fuerza. Miopía.

La fuerza de Tiberio era tan grande que perforaba una manzana verde con el dedo; y de un capirotazo en la cabeza malhería a un niño o a un muchacho. Sería interesante averiguar por qué un hombre tan serio hacía pruebas tan indelicadas en las cabezas infantiles.

Y para que no faltase algún rasgo extravagante en su misteriosa personalidad, dicen los historiadores que Tiberio tenía la propiedad, única entre todos los hombres del mundo, afirma Plinio, de ver en las tinieblas —como las lechuzas— aun cuando sólo algunos minutos después de abrir los ojos, al despertar. En cambio, por el día veía mal, y ésta fue una de las pruebas que alegó cuando no quería aceptar el Imperio. Plinio añade que los ojos de Tiberio eran glaucos, salientes y con el blanco muy grande, como el de los caballos, lo cual hace pensar que fuera, sencillamente, un miope, por lo cual no veía bien y tenía proyectados los globos oculares.

Las úlceras hediondas

La descripción de Tácito nos le pinta en un brevísimo pero magistral diseño, ya de anciano, cuando se iba a retirar de Roma. Estaba, entonces, según el historiador, muy delgado, con la alta estatura doblegada por los años, la cabeza calva y el rostro sembrado de úlceras que ocultaba con emplastos.

Es difícil precisar la naturaleza de estas úlceras, que eran el período final de unos «tumores» que le llenaban el rostro, ya desde joven, según la descripción de Suetonio. Debió tratarse de una enfermedad contagiosa de la piel, que según cuenta Plinio
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apareció por entonces en Italia y atacó principalmente a gentes de la sociedad elevada. Enfermedad, según el gran naturalista, no mortal, pero muy lenta en su evolución y tan desagradable que los que la padecían hubieran preferido morir.

Esto nos explica la vergüenza que, según Tácito, sentía el emperador a mostrarse en público; y el auge que esta deformidad y el sentimiento de repugnancia de los demás, imprimieron a su resentimiento. «En su vejez —dice este autor— su aspecto le inspiraba a él mismo vergüenza». La fama de tales lesiones se hizo legendaria hasta el punto de que cuando, 30 años después de su muerte, Julián el Apóstata hablaba de Tiberio, en un diálogo fantástico, le presentaba caracterizado por su aspecto repugnante a causa de las grandes úlceras, costras y quemaduras por cauterio, que le daban el aspecto de un leproso. Vinieron de Egipto médicos especialistas para curar esta plaga; y la atacaban con cauterizaciones tan profundas que el hierro enrojecido llegaba hasta el mismo hueso, dejando tan profundas huellas al hacerse la cicatriz que las lesiones curadas eran aún más escandalosas que las úlceras mismas. Este bárbaro tratamiento se hacía pagar muy caro por los doctores, pues sabemos que uno de los personajes atacados, Manillo Cortuno, hubo de abonar al médico egipcio que le achicharró 200.000 sestercios.

Es difícil opinar sobre cuál sería esta enfermedad de Tiberio. La descripción de Plinio de que eran lesiones lentas, no mortales, con costras cenicientas y fácil contagio por el beso, hace pensar en la sífilis. No he visto comentarios a este pasaje en los historiadores de la sífilis. El problema suscita otros que aquí no podemos tocar, como el tan discutido de la existencia de una sífilis europea precolombiana. De ser lesiones sifilíticas, ayudarían a explicar los trastornos mentales de la vejez del emperador. Pero tampoco puede desecharse la hipótesis de que se tratase de lesiones leprosas, enfermedad que por aquellos años estaba muy difundida y que, aunque conocida, no siempre se diagnosticaba.

El eco poético de este capítulo prosaico es una leyenda medieval según la cual el César fue, al fin, curado de sus pústulas por la propia Verónica, que vino a Roma con el Paño Santo con que enjugó el sudor de Cristo; y con él realizó el milagro, inaccesible a los médicos, de limpiar de llagas el cuerpo del Emperador de Pilatos.

Los bustos de Tiberio

Los numerosos bustos y estatuas que conocemos de Tiberio coinciden en gran parte con estas descripciones, salvo, naturalmente, la omisión de los tumores y las llagas, indignas de consignarse en la perennidad del mármol. Hay que descontar en estos pseudorretratos, el ímpetu apologético que animaba el cincel de los artistas imperiales. Todos procuraban que su modelo —ya fuera el César mismo o cualquiera de sus familiares— recordase por su nobleza y perfección a los dioses. En los retratos de Tiberio, como en los de los otros personajes de las familias egregias de su tiempo, se advierte un deseo, entre consciente e inconsciente, de que sus rasgos se parezcan a los de Augusto.

Más valor tiene, por estas razones, el busto de Mahon, pues todavía no pesaba sobre el futuro emperador esta deformación adulatoria. Vemos en él una cabeza juvenil, correcta aunque asimétrica, con la nariz ligeramente inclinada hacia la derecha y la oreja izquierda más despegada que la del otro lado
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Sin embargo, ya en esta efigie hay un intento de asemejarle con los retratos de Augusto joven.

Las cabezas de la época de sus primeros tiempos militares, entre los 25 y 35 años, son numerosas; Se acentúa en ellas la gravedad que tuvo siempre el futuro emperador, al que no en vano desde su juventud le llamaban «el muchacho viejo». Sobre todo, se aprecia en estos rostros, próximos a la forma definitiva de la madurez, el diseño triangular de la cara, debido a la gran anchura, un tanto raquítica, de la frente, y a la barbilla puntiaguda, pero estrecha y poco firme, indicio de laxitud de la voluntad. En ninguno de sus retratos se comprueba el prognatismo de la mandíbula inferior que algún autor señala y comenta; sino esta agudeza del mentón, que no es verdadero prognatismo y que tiene la significación contraria. En los bustos de viejo, más escasos, este mentón puntiagudo se acentúa por la caída de los dientes. Aun se ve más claro este detalle en los perfiles de las monedas.

En los retratos de las edades más avanzadas, a esta acentuación de la agudeza mentoniana se une la transformación de la línea horizontal y juvenil de la boca en una línea caída, tempranamente senecta, debida a la pérdida de los dientes que, en Tiberio, como en muchos hombres de su época, debió ser muy precoz.

A diferencia de otros Césares, en Tiberio, los bustos se hacen raros en cuanto traspone la juventud. Las efigies de edad no joven que de él poseemos son, principalmente, de monedas, y, por tanto, de parecido muy esquemático. Nos demuestra esto la preocupación que tenía por su físico deteriorado, muy propia de los caracteres misántropos y resentidos. De gran valor expresivo es el pequeño busto en bronce del Gabinete de Medallas de París, en el que se advierten muy bien, en su rostro maduro, los rasgos que hemos comentado, y, sobre todo, un acentuado rictus amargo de la boca.

La calvicie de los Césares

A Tiberio le hizo, al parecer, un gran efecto depresivo la calvicie prematura. Esto merece una digresión. Recientemente he estudiado la importancia de la pérdida del cabello sobre las reacciones psicológicas del hombre y de la mujer; y me he referido a una verdadera «triconeurosis» que los médicos solemos observar a diario: es decir, hombres muy dotados para la vida, cuyo tono moral se derrumba por el hecho de perder el cabello; y, a veces, se transforma en resentimiento. En la mujer, el problema es menos importante porque la calvicie es en ella excepcional. La pérdida del cabello ocasiona en estos individuos un sentimiento de inferioridad social y sexual que puede conducir a estados de verdadero melancolía. Nos demuestran que ocurría esto mismo en tiempo de los Césares las frecuentes alusiones que encontramos, en sus escritores, a la desgracia de la calvicie. En versos incomparables cantó Ovidio la tragedia de una amiga suya que había perdido sus cabellos. El mismo poeta nos enseña que las pobres esclavas de los países bárbaros eran rapadas para confeccionar con sus trenzas las pelucas de las romanas y los romanos elegantes. Eran estas pelucas muy apreciadas, pues en los pueblos de gente morena, como Italia —y como España— el prestigio de las mujeres rubias ha sido siempre extraordinario; en los años cesáreos lo era hasta el punto que nos describe Juvenal; y también Marcial, en este epigrama: «Te envío, Lesbia, estas trenzas de los países del Norte, para que veas que las tuyas son más rubias aún».

Pero no eran sólo las mujeres. Los graves varones romanos lloraban, como los jovenzuelos de hoy, al ver pelada por la calvicie su cabeza. Nada menos que Julio César dedicaba largas horas de tocador a arreglar lo mejor posible sus escasos cabellos «y no se consolaba de ser calvo, pues más de una vez había comprobado que esta desgracia provocaba la irrisión de sus detractores». En el retrato que Séneca nos ha dejado de Calígula —que podría firmar, como tantas otras de sus páginas, su discípulo Quevedo— se detiene a describir «la fealdad de su cráneo desértico, que parecía haber llorado para conservar algunos oasis»; y, como remate, habla de «su nuca llena de crines», es decir, de la típica nuca de los claudios, que persistía muy poblada, a pesar de la calvicie general. Era éste uno de los motivos de los arrebatos de aflicción y de furia del degenerado Calígula; mirarle a la cabeza era un crimen; y como la calvicie coincidía, como ocurre casi siempre, con abundante vello en el cuerpo, era igualmente expuesto hablar en su presencia de las cabras, pues lo consideraba como una alusión a su tronco y miembros peludos. Nerón fue, asimismo, un calvo prematuro —Nerón el calvo» le llamaba Juvenal— y era este defecto uno de los motivos de la acritud de su carácter. Tiberio, a pesar de su gravedad, se sentía también deprimido por su calva. Uno de los infinitos acusados después de la conspiración de Sejano, un tal L. Cesiano, lo fue por haberse burlado en público de la calva del emperador.

Psicología y forma

Varios autores han publicado sus reflexiones frente a las cabezas de Tiberio, tratando, a favor de la psicología moderna, de buscar en sus rasgos la explicación del misterio de su alma, llena de contradicciones
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No hay que hacerles demasiado caso; no sólo por la falacia original de estas inducciones, sino por la ya comentada adulteración de la realidad de estos bustos. Recordemos, por ejemplo, la cabeza de Calígula, cuya fealdad repugnante nos han descrito Suetonio y Séneca; y que en varios de los mármoles que se suponen con su efigie aparece casi como un arcángel.

En el caso de Tiberio las conclusiones útiles de esta revisión iconográfica son las siguientes: la frente abombada de raquítico; la disimetría facial; la debilidad del mentón puntiagudo; y una expresión típica de sus labios, entre socarrona y despectiva, que se inicia en los retratos jóvenes y se va acentuando a medida que avanza en edad. Gregorobius la llama, no sé por qué, «boca jesuítica».

El colum

La salud de Tiberio fue siempre robusta. Desde su juventud hasta su edad madura guerreó sin cesar y se fortaleció en las largas estancias de los campamentos, en España, en los Alpes o en las riberas del Danubio. No hablan sus biógrafos de aquellos cansancios y enfermedades que interrumpían a cada instante la actividad juvenil de Augusto. Sólo encontramos, en Plinio, la referencia de que fue contagiado por una enfermedad llamada colum, que invadió Italia e hizo del emperador una de las primeras víctimas.

Nadie conocía este padecimiento (que tal vez era una disentería) y su nombre sorprendió mucho a los romanos cuando lo leyeron en el edicto en que Tiberio se excusaba de sus actividades a causa de la enfermedad.

Sobriedad

Nuestro César fue casto; ya hemos dicho que, probablemente a la fuerza, por obra y gracia de su timidez. Y, salvo los excesos del vino, ya comentados, propios de la vida guerrera y quizá lenitivo de sus recuerdos amargos, se sabe que fue sobrio toda su vida. El mismo Plinio nos refiere la modestia puritanamente afectada de su mesa, compuesta casi exclusivamente de vegetales
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con algún trago de vino agrio de Sorrento, parecido a nuestro chacolí; cuando lo bebía, solía decir que era «un buen vinagre» y que las virtudes salutíferas que se le atribuían eran una de tantas invenciones de los médicos: los humoristas —como Tiberio— necesitan de los médicos más aun que los enfermos; porque sin ellos les faltaría el tema principal a su humorismo.

Ya dijimos que riñó con su hijo Druso II porque éste se negaba a comer estas verduras. Era, asimismo, apasionado de la fruta, sobre todo de las peras. Tenía gran amor a los árboles, envaneciéndose de tener en su villa del Tíber el árbol más alto del mundo.

En su madre, Livia, y en Augusto, había aprendido la lección de la continencia; y que la aprendió bien lo demuestra el que en su vejez era flaco y no padeció los achaques de la gota que amargaron la vida y precipitaron la muerte de tantos romanos ilustres de su época, entregados, por lo común, a aquellas comidas, tantas veces descritas, de increíble y repugnante copiosidad. Citaremos entre los grandes gotosos que Tiberio conoció, a su suegro Agripa y a su sobrino Claudio
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Tiberio y los médicos

Tiberio, como les ocurre a muchos hombres habitualmente sanos, se interesaba mucho por los enfermos. Nos cuenta Veleio que durante la guerra de Pannonia y de Germania cada enfermo o herido era un motivo de preocupaciones para el futuro emperador. Y se descargaba de las más grandes responsabilidades para atenderlos. Sus propios médicos, su material de cocina, sus baños, su despensa, todo lo ponía a la disposición del último soldado que sufriera. Cuando se retiró a Rodas, visitaba a todos los enfermos de la ciudad.

En cambio, despreciaba a los médicos. Desde los 30 años renunció a los cuidados de éstos y, dando prueba de buen juicio, se observaba a sí mismo y conducía, por su propia experiencia, su salud. Charicles, el médico que le asistió en su última enfermedad, nos advierte Tácito «que no gobernaba habitualmente la salud del príncipe»; es decir, que éste no tenía médico de cámara. Para tomarle el pulso, cuando Tiberio estaba ya en trance de morir, nuestro remoto colega tuvo que fingir que se despedía y, al besarle la mano, deslizó el dedo hasta la arteria comprobando, con esta veloz maniobra que demuestra su pericia, que se acercaba el fin del emperador. Estaba muy lejos Charicles de aquellos médicos pedantes del siglo XVIII que, a imitación de los chinos, empleaban horas enteras en descubrir los secretos de la pulsación. Mas, a pesar de su rápido arte, Tiberio se dio cuenta de la maniobra de Charicles; y era tal su tenacidad, que, para engañarle y demostrar que estaba bueno, le invitó a comer, a pesar de que acababa de hacerlo, y prolongó, afectadamente, el nuevo banquete más que de costumbre. Esta doble colación influyó en precipitar el fin del anciano, probablemente arterio-esclerósico y urémico. Asistió, además, a una fiesta militar, lanzando, él mismo, ya casi moribundo, algunas jabalinas.

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