Read Tiberio, historia de un resentimiento Online
Authors: Gregorio Marañón
Tags: #Biografía, Historia
«Tanto pueden la razón y el alma de las leyes, que no se cumple con ellas cuando sólo se satisface su letra.»
Este gran crimen puso fin a la lucha de castas.
En los años que siguieron al suplicio de Sejano, la venganza de Tiberio fue implacable. La azuzaba la delación interesada, planta abominable de todas las épocas de terror en las sociedades humanas. Los que habían sido amigos del ministro infeliz fueron, uno a uno cayendo; y a su lado, otros en los que esta amistad fue inventada como pretexto para perderlos y para arrebatarles la jerarquía social o la hacienda. La Historia se repite. Ni los cronistas antiguos ni los modernos comentadores han podido atenuar el horror de estos años de pesadilla. Por encima de todos los aciertos de gobierno de Tiberio, por encima de su talento de militar y de sus episódicos rasgos de justicia, sobresaldrá siempre la visión del viejo tirano, encerrado en su isla con su resentimiento, que es peor que con sus vicios; y fulminando desde allí sus implacables sentencias. «Los suplicios irritaban su crueldad», dice Tácito; y esta impresión de borrachera sádica de dolor, que acabó acometiendo ciegamente a la sociedad entera, no la puede desvanecer la dialéctica de los escritores tiberiófilos.
No sólo fueron hostigados por el encono de Tiberio, en efecto, los acusados de conspiración con el ministro caído, sino los que simplemente y lealmente habían sido sus amigos y conocidos. Tremenda injusticia: porque el ser amigo del favorito todopoderoso, para muchos, no fue más que el trámite normal para ser amigo del César; y cuando éste castigaba a los que sirvieron a Sejano, castigaba en realidad a sus propios adeptos y servidores. Como suele ocurrir en estos trances, Roma presenció el triste espectáculo de los que, llenos de temor, renegaban de una amistad de la que pocas horas antes se envanecían; y de los que ignominiosamente se servían de la persecución para su egoísmo y provecho.
Son males de todos los tiempos y afrenta de todas las épocas de la humanidad. Por eso es justo dedicar un recuerdo aparte a ese hombre digno que nunca falta en las grandes catástrofes de la ética y que tampoco faltó en la que estamos describiendo. Como la pareja de cada especie animal se salvó del Diluvio para perpetuarlas, después, así, cada vez que el decoro humano parece que va a extinguirse para siempre, sobrenada el ejemplo de alguna criatura aislada y heroica que con su dignidad salva la de todos los hombres.
Este ejemplar excelso, en la catástrofe del terror tiberiano, se llamó Terencio. Al año siguiente de la ejecución del ministro fue acusado, como tantos otros, de haber tenido amistad con el caído. Terencio, en lugar de renegarla, pronunció en el Senado un discurso que pasa a través de esta época oscura como un rayo de luz:
«Yo —dijo— he sido amigo de Sejano. Aspiré a serlo y tuve una alegría cuando lo conseguí. Todos le buscábamos porque su amistad era el título mejor ante el César; y porque su enemistad bastaba para sumir al que la padecía en la desgracia. No quiero citar a nadie: a todos acuso y a todos defiendo con mis palabras y con mi propio riesgo. En realidad, no era Sejano a quien tantos hombres buscábamos, sino a ti, César, que le habías unido por una doble alianza a la casa de los julios y de los claudios; porque Sejano era, recuérdalo, tu yerno y tu colega de consulado. No me podéis juzgar, padres conscriptos, por el último día de Sejano, sino por los dieciséis años que le precedieron; cuando sólo el ser conocido de sus libertos o de los esclavos que vigilaban su puerta era ya un título de gloria.»
Y terminó: «Que las conspiraciones contra la República y los atentados a la vida del príncipe sean castigados; pero que una amistad, César, que ha terminado al mismo tiempo que la tuya, nos sea perdonada a nosotros, como a ti.»
La voz de Terencio ha podido en los siglos siguientes servir de acusación a los Césares de todas las categorías; y de consuelo a muchos perseguidos por un pasado del que sólo somos responsables mientras lo hemos creído digno. La vida oficial tiene siempre un decoro propio, cualquiera que sea su sentido, que autoriza al ciudadano a servirla sin menoscabo de su conciencia y sin ninguna responsabilidad para el futuro. Si un día ese decoro se pierde (o las circunstancias le hacen aparecer como perdido, quién sabe si para resucitarlo después) la conciencia de los que le sirvieron queda a salvo; y también su responsabilidad. Nadie puede pedir cuentas a nadie; y menos los que estaban en lo alto y lo siguieron estando después.
Terencio nos da, además, el ejemplo de que los gestos dignos son siempre inmortales, aunque parezcan humildes y aunque tengan enfrente toda la fuerza del poder.
Este gesto suyo, el único que conocemos de su vida, le hace, en la memoria de los hombres, más respetable que todos los fastos de su emperador. Los historiadores citan como uno de los méritos de Tiberio, el perdón que concedió a Terencio; que fue, en efecto, perdonado. Pero hubiera sido igual. Lo que hace progresar, entre tanta miseria, al hombre, es precisamente el hecho de que, ahora y siempre, muerto para la vida mortal en su cama por la mano de Dios o en la cárcel por la soga del verdugo, ante la Historia, Tiberio jamás podrá matar a Terencio.
En el desfile de personajes torvos que llenan el escenario de Roma en esta época, hemos visto aparecer a Antonia, rodeada de un halo de rectitud. Es justo dedicarla algunos comentarios.
Antonia, la sobrina de Augusto, hija de Octavia y de Marco Antonio, recibió, para fortuna suya, la herencia moral más copiosa, no de su padre el triunviro, que ahogó su talento y su destino en la sensualidad, sino de su madre, aquella virtuosa mujer cuyo dolor por la muerte del hijo se hizo legendario.
Era, según dicen los historiadores, la mujer más bella de su tiempo. Las estatuas que se conservan de ella, no siempre autorizan a este juicio, con las salvedades, que conviene repetir, acerca de la autenticidad de estas asignaciones iconográficas. En las dos del Museo del Louvre aparece una cara fina, pero con una retracción exagerada de la mandíbula inferior que imprime a la boca una cierta impresión de bobería. En cambio, en el busto del British Museum ostenta una belleza radiante de armonía y de gracia
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Augusto la casó con Druso I, el hijo de Livia y quizá de él. Fue la boda por los mismos días que la de Tiberio con Vipsania, la hija de Agripa: días de júbilo y de optimismo en la familia del gran César que se prometía con los casamientos de los dos hermanos multiplicar los vástagos de su familia y unir en Druso y en Antonia las dos ramas insignes de los claudios y los julios. Y, sin embargo, acaso fue esta decisión de Augusto uno de sus más grandes errores. El acertijo que es todo matrimonio y cuya solución sólo se conoce muchos años después, es doblemente difícil cuando de esa solución depende, no sólo la felicidad o la desventura de los cónyuges, sino la de una nación. Si Antonia hubiera sido la mujer de Tiberio, el rumbo de la Historia de Roma tal vez se hubiera cambiado radicalmente. Y de la Historia de Roma ha nacido, por largos siglos, la del mundo.
La pareja de Tiberio y Vipsania fue, como ya sabemos, infeliz. La de Druso y Antonia, por el contrario, alcanzó una felicidad ejemplar. «¿Hubo jamás —decía Ovidio— una pareja más perfecta que la de Druso y su mujer?» Era el esposo el ídolo del pueblo por su valor, por su simpatía y por sus —no comprobadas— ideas democráticas; la esposa fue la admiración de todos; más aún que por su belleza, por su vida llena de irreprochable dignidad. Era la misma pulcritud en lo moral; y también en lo físico, pues se hizo famosa porque nunca escupió, lo cual la hace especialmente acreedora a todas nuestras simpatías.
En los viajes guerreros y triunfales de Druso, le acompañaba siempre su mujer, incluso estando embarazada, pues su segundo hijo, Claudio, nació en una de 200 estas expediciones, en Lyón. Tuvieron tres hijos y de los tres habían de hablar copiosamente los anales futuros: Germánico se hizo célebre por su popularidad, por su muerte sospechada de veneno, y, sobre todo, por haber sido el marido de Agripina; el segundo, Claudio, mezcla de anormalidad y de agudeza, fue emperador por casualidad; vergonzante esposo de Mesalina y padre adoptivo del emperador Nerón; a la tercera, Livila, la conocemos por su belleza infeliz y por su supuesta complicidad en la muerte de su marido, Druso II, así como por su desdichada muerte. Parece imposible que de pareja tan perfecta brotasen en esta medida el dolor, la ignominia y la muerte.
Druso I murió en plena juventud y en plena gloria, el año 9 a.C. Parecen indudables sus dotes de gran general y de hombre lleno de una poderosa simpatía. El mismo Tiberio, tan seco en sus afectos, le amaba sobremanera. Plinio cuenta que para llegar a tiempo de verlo vivo, cuando recibió la noticia de su accidente, recorrió en un día y una noche los 200.000 pasos que le separaban del herido. Su dolor al verle morir en sus brazos fue inmenso. Ovidio le describe en este trance: «deshecho, pálido, con los cabellos en desorden, los ojos llenos de lágrimas y el rostro desfigurado por el dolor». Es seguro que el gran poeta no hubiera tenido ocasión de volverle a pintar así, en un dolor tan cordial, en el resto de su larga vida. Dentro del sino fatal que segó prematuramente la vida de todos los que llevaron el nombre de Druso, éste, el primero, murió por lo menos de un accidente casual, de la caída de un caballo, en la que se rompió una pierna. No faltó tampoco, entonces, el rumor de que había sido envenenado por el propio Augusto, celoso, se decía, del renombre democrático de su ahijado. La versión, no hay que decirlo, es inverosímil; entre otras razones, porque el liberalismo de Druso era invención ilusionada del pueblo, como hemos dicho ya. Murió de una complicación natural de su accidente.
La viuda, en el esplendor de su belleza, no vivió desde aquel día más que para honrar la memoria del desaparecido —«su primero y único amor», como Ovidio cantó y para cuidar a sus hijos y luego a sus nietos. Su conducta parece una continuación magnífica de la de su madre. El mérito de su castidad se multiplica cuando se piensa en el ambiente en que vivió, lleno, no ya de seducciones, a las que era inaccesible su virtud, sino de las presiones y compromisos de la inexorable razón de Estado. Augusto la quiso forzar para que contrajera enlaces nuevos que convenían a la casa del César. La ley de maritandis ordinibus fue esgrimida contra su resistencia; pero no la pudo vencer, demostrándose así, una vez más, que la dignidad de la conciencia es mucho más fuerte que el artificio de las leyes. Como sucede siempre, su actitud recta frente a la ley, después de irritar a los guardianes de ésta, acabó por rendirles a la admiración. Para Augusto, fue su castidad irreductible el motivo más profundo de la estimación que le profesó siempre; estimación que compartió su mujer, Livia; y que de ambos heredó Tiberio.
Antonia vivió el resto de su juventud y su madurez en Roma o en su villa de Baules, retirada de toda actuación política, viendo crecer a sus hijos y en estrecha relación con Augusto y con Livia. A veces era algo extravagante: en el estanque de su jardín tenía, por ejemplo, una anguila a la que quería mucho y a la que adornaba con lujosos pendientes como a las mujeres. La gente acudía de todas partes a verla.
Las nobilísimas cartas de Augusto a Livia, a propósito de Claudio, el segundo hijo de Antonia, demuestran el amor que a ésta tuvo el gran emperador. Ninguna de las grandes hazañas de Augusto suscitan nuestra admiración como esta correspondencia que fragmentariamente publica Suetonio
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en la que enternece ver cómo encontraba, en medio de sus inmensas preocupaciones, tiempo y gusto para vigilar paternalmente los más nimios y delicados problemas familiares.
De los tres hijos de Antonia, Germánico, el mayor, robusto y decidido, abandonó pronto el hogar para alcanzar una fortuna, previamente acordada por la protección del César. Pero el segundo, Claudio, debió llenar de preocupaciones y de desvelos muchos días de la viudez de su madre. Sufrió, en efecto, desde niño, «diversas enfermedades muy largas», y le quedó como reliquia «una debilidad de espíritu» no exenta de inteligencia. Tenía la palabra torpe, las piernas flojas; la baba se le caía y un continuo temblor hacía oscilar su cabeza; así nos le pinta también Juvenal. Todo ello nos permite sospechar que alguna de aquellas enfermedades infantiles fuera una encefalitis de la que quedaron los síntomas lejanos de este mal, que coinciden casi exactamente con los que acabamos de copiar. Menos fáciles de interpretar son unas protuberancias o carúnculas que el poco agraciado príncipe tenía al lado de los ojos, que se le congestionaban y enrojecían en los momentos de excitación.
La única sombra que encontramos en la vida de Antonia —si bien encuadra por completo en la psicología de la época— es su poca caridad con este hijo enfermo, pues, según los historiadores, cuando hablaba de él, le llamaba «caricatura de hombre»; y para ensalzar la estupidez de alguien, decía: «Es más tonto que mi hijo Claudio.» Del mismo desprecio participaban Livia, la abuela, y Livila, su hermana. Y con la crueldad de todos ellos contrasta la caridad y el buen sentido de Augusto en los consejos que da respecto del inválido niño a su mujer, pidiéndole que se los lea también «a nuestra querida Antonia».
Cuando murió Augusto, Antonia siguió unida a Livia y a Tiberio. A éste le asociaba, además, el sentido puritano que los dos tenían de la vida. De ser esposos, se hubieran entendido muy bien. Tiberio, resentido y asqueado de la ligereza y de la impudicia de las mujeres que el destino puso en su intimidad, sentía, sin duda, una ilimitada admiración por esta mujer, que, siendo también bella y de rango egregio, ni se separó de su marido para unirse a otro por capricho o por conveniencia, como su propia madre Livia; ni aprovechó su posición como pretexto para el desenfreno, como su segunda esposa, Julia. Antonia, por su parte, acaso simpatizaba también con este hombre solitario y poco grato a los demás; por lo menos, es indudable que supo plegarse con habilidad a las rarezas de su carácter, tal vez, para defender a sus hijos y para contrarrestar la actitud rebelde de su nuera Agripina.