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Authors: Gregorio Marañón

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Tiberio, historia de un resentimiento (9 page)

BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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Mas como Augusto no tuvo hijos de Livia (por lo menos oficiales) sus naturales sucesores eran forzosamente los hijastros, los dos hijos de ella y ante todo Tiberio, el de más edad. Esta prioridad cronológica fue una desgracia para Roma, pues es verosímil que todo el gran embrollo que suscitó la sucesión de Augusto se habría evitado de poderle heredar Druso I, que conciliaba el derecho de los claudios con las preferencias del César. Ya sabemos que éste las mostraba claramente para el segundo hijo de Livia y quizá también hijo suyo. Una prueba más de tales preferencias, es que le había casado con su sobrina Antonia II, de ilustre sangre Julia; en tanto que a Tiberio lo desposó con Vipsania, hija de Agripa, su general y amigo, pero de rango harto plebeyo.

Acaso Augusto hubiera asociado a los dos hermanos en su sucesión y encomendado al azar, que en aquellos tiempos tenía siniestros contubernios con la voluntad de los poderosos, la posibilidad de que el hermano menor hubiera llegado antes a la meta. Pero Druso I murió en un accidente y quedó solo Tiberio, el antipático. Entonces, inevitablemente, surgió un candidato nuevo, su sobrino Marcelo II, hijo de su hermana Octavia. Así se iniciaba el primer episodio de la lucha entre julios y claudios.

Marcelo contra Tiberio. El enfado de Agripa

Bien pronto fueron públicas las preferencias del César por este Marcelo II de sangre Julia no pura, pues su padre era Marcelo I de la casta de los claudios
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sin embargo, por las razones antes expuestas, representaba socialmente y sentimentalmente a la casta juliana.

Era el presunto heredero, según Séneca, «adolescente de fuerte ánimo, de poderoso ingenio y de frugalidad y continencia absoluta»
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virtudes que, por cierto, no le aprovecharon, pues murió en plena juventud.

Tenía la misma edad que Tiberio. En Roma, donde el ceremonial cortesano alcanzaba una exacta significación de jerarquía, se tuvo por cierta la inclinación de Augusto por Marcelo, cuando el año 29 a.C. al celebrarse el gran triunfo del emperador por la batalla de Actium, Marcelo iba cabalgando a la derecha del carro triunfal y Tiberio a la izquierda. Veleio, contemporáneo del suceso, afirma que, desde luego, «todos pensaban que Marcelo sería el heredero del César».

Tan cierta era esa intención, que Agripa, celoso de la preferencia, se ausentó de Roma. El mismo Veleio nos dice que de haber sido elevado Marcelo a la sucesión, «Agripa no se la hubiera dejado disfrutar con tranquilidad». Por estos años la salud de Augusto era muy precaria; he aquí por qué se hacían cabalas tan apasionadas sobre su presunto sucesor. Es probable que el emperador, tan menudo de cuerpo, fuera un tuberculoso. Ya en el año 29 a.C. había estado muy grave; y el 23 y 24 a.C. estuvo a punto de morir, salvándole el médico Musa con hidroterapia fría, método que inauguró entonces su reputación, que después había de reaparecer tantas veces a lo largo de la historia de la medicina. Se creyó en Roma que puesto que Musa, con su agua fría había curado la enfermedad del emperador, tenía necesariamente que curar todas las demás enfermedades. Es el triste destino de la gloria de los médicos. Su primer fracaso de gran eco lo tuvo con el pobre Marcelo, lo cual hizo declinar su estrella profesional; pero Musa estaba ya enriquecido y tan honrado que tenía una estatua. Seguramente esta situación pingüe ayudaría al doctor de cámara a soportar la injusticia con que todos le achacaron el haber abreviado los días de Marcelo; y aun la insinuación de que Livia le había utilizado como instrumento para acelerar esta muerte y retornar las posibilidades de la sucesión hacia su casta. El que, de cierto, le quedó reconocido por su torpeza profesional, fue Agripa.

Éste, «el plebeyo, el hombre nuevo que se hizo ilustre», era, en efecto, desordenadamente ambicioso. Su genio militar le daba derecho a serlo; pues sin regatear las virtudes políticas de Augusto, puede decirse que una gran parte de la gloria de éste pertenece en buena justicia a su almirante y general. Hombre leal pero rudo, no sentía simpatía alguna hacia Marcelo, a pesar de haber sido su padrino de boda
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y le irritaba su ascensión.

¡Gran figura la de Agripa! Su cabeza, perdida entre la gran colección de estatuas egregias, en la sala de Augusto del Museo del Louvre, atrae y retiene en seguida el interés del visitante; hay en aquella efigie voluntariosa, más inteligencia, mayor nobleza que, juntas, en todas las de los demás personajes cesáreos, incluido el gran emperador.

Queda, no obstante, en el misterio, cuál era el límite de la ambición de Agripa y, por lo tanto, el sentido profundo de su enojo y de su retirada de Roma. En la mayoría de los casos, la meta de la ambición, el propio ambicioso la ignora: ¿cómo pueden saberla los demás? Algunos autores se inclinan a creer que pretendía ser asociado por Augusto al poder y eventualmente sucederle. La ambición no era descabellada. Si Marcelo II era hijo de Octavia, él, Agripa, estaba casado con Marcela I, hija de Octavia también. Su edad madura (tenía aproximadamente los mismos años que Augusto) y su gran experiencia, le hacían preferible al joven y delicado Marcelo. Parece, además, que el mismo Augusto había alimentado ya estas esperanzas de su general: Dión nos refiere que cuando el emperador creyó que iba a morir en 23 a.C. dio su anillo, símbolo de la suprema autoridad, no a Marcelo sino a Agripa
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.

Todo esto explicaría la desilusión de éste al verse preferido por su joven cuñado. Pero ignoramos exactamente si las cosas sucedieron así. Suetonio explica la retirada del general, por razones de susceptibilidad más que por motivos de ambición decepcionada
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.

Fuera despecho justificado o simple delicadeza, es indudable que Agripa no quiso soportar el nepotismo de Augusto y estuvo voluntariamente eliminado de la vida pública hasta que Marcelo murió en 23 a.C. sumiendo a su madre en una aflicción que Séneca definió con estas palabras penetrantes: «el dolor del alma infortunada se depravó, convirtiéndose en voluptuosidad». Nunca quiso tener retratos de su hijo porque le tenía demasiado dentro de su alma. En medio de las pasiones turbias de la corte de los Césares, este puro dolor maternal de Octavia nos llega como en la noche el fulgor de una estrella. Eran estas raras y admirables mujeres, en realidad, las que libraban a Roma con la muralla de su virtud, de la total corrupción. Nada pudo hacerla olvidar al hijo muerto. Se cuenta que Virgilio, que era un gran declamador, fue a entretenerla un día, enviado por Augusto, recitando sus versos divinos; y como en uno de ellos nombrara a Marcelo, cayó Octavia sin sentido, pasmada de emoción.

También Augusto expresó públicamente este pesar, como uno de los mayores de su vida; pero aunque quería mucho a Marcelo, era, sin duda, su congoja de príncipe mayor que la de pariente. La muerte quebraba su plan de descendencia juliana. Así terminó el primer episodio de la lucha de castas y empezaba el segundo.

Los nuevos Césares

Fracasado por la fatalidad este intento de sucesión a favor de los julios, parecía forzoso que Augusto se atuviese a la solución de los claudios. Séneca nos dice que Octavia, en su desesperación, odiaba a Livia, «que parecía haber heredado para su hijo (Tiberio) toda la felicidad prometida al suyo, Marcelo»
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y tal vez sean estas palabras una alusión a los rumores de la participación de Livia en la muerte del presunto heredero.

La tenacidad del emperador no se dio, sin embargo, por vencida. Ideó casar a Agripa, más que cuarentón, con la misma Julia, su hija, que acababa de enviudar de Marcelo, sin sucesión, y que sólo tenía 18 años. Tal vez el mismo Agripa exigió este matrimonio con la fuerza que le daba su reciente enfado, para que por segunda vez no se frustrase su ambición; e intervino en su apoyo, seguramente, Mecenas, casamentero notable, que lanzó a Augusto este enérgico argumento: «has hecho tan grande a Agripa, que ahora sólo te resta hacerle tu yerno o matarle». El matrimonio se celebró poco después (21 a.C.) y con inmensa alegría de Augusto, el año siguiente nació un varón, Caio, y tres años después otro, al que llamaron Lucio. A ambos los adoptó el venturoso príncipe, contento de ver que el destino se le sometía con la misma docilidad que los hombres. Los dos recibieron el título de César y fueron educados en la casa imperial como hijos de Augusto, a cartas vistas llamados a sucederle.

La herencia Julia parecía, pues, garantizada, y aun quiso asegurarla Augusto, disponiendo que si él faltara antes de llegar los dos Césares mozos a la edad de gobierno, les sirviera de regente su propio padre, Agripa, cuya ambición de poder quedaba así cumplida. Pero una vez más la voluntad divina deshacía los humanos pronósticos. Agripa, el fuerte, murió prematuramente, el año 12 a.C. antes, mucho antes, que el enfermizo Augusto, cuyo fin se había tantas veces temido. Yendo el general de viaje hacia la Pannonia, donde había temores de guerra, le atacó y le mató un accidente de la gota, que le había acarreado su vida de gran comedor. Quizá también contribuyera a su fin la tortura del ridículo con que cubría sus gloriosas canas Julia, su segunda mujer. Bajo la gloria militar, Agripa fue un hombre infeliz; según Plinio, merecedor de su nombre, pues Agripa quiere decir «nacido con dificultad»; y él, en efecto, vino al mundo de pies y no en la postura normal, de cabeza; lo cual entre los romanos suponía un augurio nefasto, al revés que entre los españoles, para los que «nacer de pies» es señal de buena suerte en la vida. Que el augurio se cumplió, lo demuestra la gota que desde joven le atormentaba y le aniquiló a los 51 años; su desdicha conyugal; y «sobre todo, dice Plinio, el haber hecho nacer a las dos Agripinas», cuya historia turbulenta se referirá más adelante.

Lucio y Caio contra Tiberio

La muerte de Agripa planteó a Augusto el problema de buscar un regente que le sustituyese como tutor de los imberbes Césares. Y recayó la elección —ya no había más remedio— en Tiberio, al que al año siguiente (11 a.C.) casaba con su hija Julia, la viuda del propio Agripa, para lo cual hubo de separarle, como sabemos, de su primera mujer Vipsania, de la que ya tenía un hijo y otro por venir, que nació después del divorcio y se malogró. Es seguro que fue la astuta y tenaz Livia la autora de este arreglo, para empujar a Tiberio hacia las posibilidades del poder, ayudada por los caprichos eróticos de la propia Julia. Con no menos certeza, puede suponerse que Augusto le aceptó como yerno y como tutor de los Césares, «bien a pesar suyo». También es fácil suponer cuál sería la actitud de Tiberio, que, ajeno a estas intrigas, guerreaba más allá de las fronteras, con excelente fortuna. La única información que por estos años tenemos de él, nos cuenta el gran dolor que experimentó al separarse de su esposa. Y, sin duda, el regalo de la nueva, Julia, famosa ya por el cinismo de su impudor, no era el remedio más a propósito ni para consolarle de la pérdida de la amada Vipsania, ni para servir de nueva compañera a su carácter taciturno y tímido. Aceptó, pues, sin duda lleno de resentimiento, su nueva situación conyugal. Y en cuanto a la oficial, en cuanto a su postergación a Caio y Lucio, él, Tiberio, había alcanzado como militar méritos que estimaría con razón importantes; y a ellos podía agregar los privilegios de su nacimiento, que superaban a los de los jóvenes Césares. Dión, entre otros, apunta este sentimiento de inevitable rencor de Tiberio hacia los Césares preferidos. Algunos de los modernos apologistas lo niegan, fundándose en el gratuito prejuicio de la perfección moral de Tiberio. Mas nos bastaría recordar que éste era hombre y, ciertamente, no exento de pasiones, para tener por cierto que la situación de los hijos de Agripa, herederos del trono, frente a la suya de simple tutor, no la podía considerar más que como una usurpación. Gráficamente dice Ferrero que «Tiberio no digirió esta afrenta». Caio y Lucio, a su vez, no sentían la menor simpatía hacia Tiberio y se lo demostraron cumplidamente como veremos después.

Sin duda estos resentimientos crecían sombríamente en su alma cuando, tal como Tácito nos le pinta, le vemos misterioso y digno, en el campamento lejano, viviendo con el mismo rigor que los legionarios y aplicándoles la disciplina militar con esa severidad puritana de los hombres rectos, pero desahuciados por el amor. Quizá también en estas horas melancólicas, es cuando buscaba en el vino alivio para su dolor, mereciendo de la malicia de la tropa el que cambiaran su nombre de «Tiberius» por el de «Biberius»
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.

Y esta vinícola afición, que parece cierta, no contradice, como creen sus alarmados apologistas, el que fuera un hombre sobrio; que es también seguro que lo fue. El vino era, entonces, mucho más que ahora, don de los dioses, que el hombre discreto y aun el sabio podían usar, no ya por el placer sensual de gustarlo, sino por su específica virtud de borrar la tristeza del corazón. No podía aspirar el sombrío jefe a ser más virtuoso que el propio Catón; y éste tenía públicas preferencias por el mosto; y poco después, el mismo Séneca, el estoico, definía que el vino «lava nuestras inquietudes, enjuga el alma hasta su fondo y, entre otras virtudes, asegura la curación de la tristeza»
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.

En este pasaje, Séneca confirma lo que dicen algunos historiadores, y otros niegan: que Tiberio dio un cargo importante a L. Pisón, sólo porque bebió sin cansarse durante dos días.

La tristeza fue permanente enfermedad de Tiberio y justifica la permanente medicina. Las aventuras de Julia, su nueva mujer, llegaban con un eco de burdel hasta la soldadesca. El suspicaz Tiberio vería, seguramente, en los ojos de los legionarios, al pasar, un reflejo furtivo en el que se leían picarescas profecías humillantes para su dignidad.

Muerte de los dos Césares

Pero de nuevo el destino iba a trastornar los designios de los hombres. Caio y Julio estaban heridos de la debilidad física y moral propia de tantas familias principescas. Nada valían ninguno de los dos. De Lucio, apenas tenemos datos, fuera del de su muerte temprana, ocurrida el año 2 d.C. Falleció de súbito, en Marsella, yendo hacia España; y se dijo que la causa fue el veneno propinado por Livia envenenadora insaciable, en la mente del pueblo romano, atenta a despejar el camino de Tiberio. Es, desde luego, una leyenda más; pero encubre, como las de los demás crímenes que se le achacaron, la realidad de la oposición de la emperatriz contra los presuntos sucesores de la rama Julia; y también la antipatía popular contra ella.

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