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Authors: Gregorio Marañón

Tags: #Biografía, Historia

Tiberio, historia de un resentimiento (12 page)

BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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Livia, ante el peligro, no perdió el tiempo. El viejo Augusto, ya próximo a su fin, observaba «con inquietud los conciliábulos de Livia y de Tiberio». Sabía lo que tramaban. Se dijo, como sabemos, que la emperatriz se decidió a acelerar con el veneno la muerte de su esposo; y sabemos, también, que es una falsedad. Pero lo que no puede dudarse es que, apenas expirado Augusto, Agripa Póstumo era ejecutado en su isla. No se ha puesto en claro quién ordenó la odiosa muerte. El centurión que le cortó la cabeza, no sin trabajo, pues Agripa era muy forzudo y se defendió con desesperación a pesar de que no tenía armas, dijo en Roma «que había cumplido las órdenes del César». Pero, ¿de qué César? Aquí se ve la mano taimada de Tiberio, maestro en el equívoco trágico. Él se hizo el sorprendido y aseguró que las órdenes no eran suyas. Pero, ¿de quién iban a ser? Se hizo decir que la sentencia la había dejado Augusto preparada para que se cumpliese a su fallecimiento, y hasta hubo quien aseguró que le obligó a escribirla, antes de expirar, su propia mujer, en un supremo abuso de su fascinación. Pero casi todos pensaron que el asesinato se tramó entre Livia y su hijo
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Hoy nadie puede dudar de que ambos fueron los responsables de este crimen, sobre el que pasan como sobre ascuas los defensores de Tiberio y de su madre. El aire de distraído que Tiberio adoptó al saber «que la orden del César estaba cumplida» es el mismo gesto repugnante que había de perpetuar poco después Pilatos, su gobernador de Judea. Tiberio personalizó en este crimen la venganza contra los julios, acumulada durante tantos años de humillación. El resentido es capaz de todo, al tener el poder entre las manos.

Y el mismo año, exactamente el mismo, de su subida al poder, Julia, la madre de Agripa Póstumo y esposa del nuevo César, moría también en su destierro de Régium. Pudo la fatalidad acelerar su fin; mas no sentimos remordimiento al creer a Tácito, cuando acusa a Tiberio, y no al destino, de la coincidencia.

Tanto Julia I como Agripa Póstumo eran dos anormales. De ella nos hemos ocupado ya. La locura de Agripa era notoria; se advierte hasta en el perfil fugitivo de las monedas acuñadas en su honor. No obstante, el hecho de ser descendientes de Augusto y, sobre todo, el hecho de ser enemigos de Tiberio habían bastado para darles una inmensa popularidad. El pueblo y la sociedad de Roma seguían con tan entusiasta simpatía la suerte del príncipe desterrado como la de su madre. La noticia de que Augusto, antes de morir, se había reconciliado con Agripa Póstumo da la impresión de que, si no era verdad, era una de esas mentiras en que el pueblo intenta convertir en realidad sus deseos colectivos. Pero hay otro episodio que demuestra esto mismo: el de la «resurrección del infeliz desterrado».

Parece seguro que, apenas muerto Augusto, Clemente, un esclavo de Agripa, intentó secuestrarlo y llevárselo a Germania para librarle de la ira de Tiberio, que sus amigos veían cernerse sobre él. Tácito dice que el proyecto estaba «por encima de la condición de un esclavo»; es decir, tramado, sin duda, por gentes de pro, por «personas de la casa del príncipe, caballeros y senadores»; y el hecho de querer llevárselo a Germania, cuyas legiones eran notoriamente adversas a Tiberio, confirma esta hipótesis. Mas ese minuto que decide el éxito o el fracaso de las conspiraciones fue adverso a los conspirados. El barco en que iba Clemente, el libertador, a la isla Planasia, tuvo viento contrario; cuando arribó, el pobre príncipe estaba degollado ya. Entonces, Clemente y los suyos acudieron a lo sobrenatural. Robaron las cenizas del muerto, y el audaz esclavo se escondió en Cosa, en Etruria, dejándose crecer la barba y los cabellos en la misma forma en que los tenía en el destierro Agripa Póstumo. El parecido físico de ambos era grande. Entretanto, los otros conspiradores habían hecho correr por todo el imperio la voz de que Agripa Póstumo vivía y que, un día, volvería a Roma. El deseo de todos hizo que se creyese la fábula. «Un milagro de los dioses» devolvía el vástago de la raza preferida; y, en efecto, el día que desembarcó en Ostia el supuesto príncipe fue recibido por una inmensa y conmovida multitud.

Tiberio, hombre inclinado a creer todo lo extraordinario, debió sobrecogerse. El tema de la resurrección tenía profundo eco en su alma de pagano sin fe en los dioses; y por eso, años más tarde, le turbó tanto la noticia de otra resurrección, la de aquel Jesús crucificado en Judea. Con más curiosidad que saña, quizá con secreto temor, ordenó la captura del presunto resucitado. Clemente, el falso Agripa, fue conducido a la prisión. Soportó heroicamente la tortura y no quiso denunciar a los otros conspiradores. Se dice que el propio César presenció el tormento, y que, con ansiedad disimulada bajo su humorismo de resentido, preguntó al esclavo, que se retorcía de dolor en el potro, que «cómo había llegado a ser Agripa». A lo que Clemente respondió heroicamente: «como tú has llegado a ser César». Así acabó la historia del último descendiente directo de Augusto.

Germánico, el héroe popular

El caso de Germánico debe ser comentado aparte. Ya sabemos que Augusto obligó a Tiberio a que le adoptase como hijo. Conocemos también la popularidad que Germánico alcanzó. Desde nuestra posición actual nos es difícil juzgar, a través de este inmenso entusiasmo de las gentes, la realidad de los méritos del joven príncipe. La herencia, que a veces es fiel, nos induce a creerlos, pues su padre, Druso I, fue modelo de hombres y de príncipes, y su madre, Antonia II, de la que más adelante se hablará, dejó fama justa de mujer ejemplar. Suetonio describe así al vástago de la perfecta pareja: «Es indudable que Germánico reunía en grado que nadie haya alcanzado nunca todas las virtudes del espíritu y del cuerpo: belleza y valor incomparables, superiores dones de sabiduría y de elocuencia en los dos idiomas, el griego y el latín; extraordinaria bondad; talento maravilloso para ganar las simpatías, en fin, y para merecer el afecto de los demás». Casi, el retrato de un dios. El único defecto que se atreven a ponerle era la delgadez de las piernas, y lo corrigió a fuerza de montar a caballo. Tácito, más entusiasta aún, compara a Germánico con Alejandro. Era, además de gran guerrero, excelente poeta; por lo menos, los cortesanos, que, desde luego, no suelen ser buenos críticos, lo decían así; en tiempo de Claudio se representó, como homenaje a su memoria, una de las tragedias en griego que compuso en su juventud; y se habla también de un poema inspirado en el monumento funerario que Augusto había mandado elevar a su caballo.

Se decía que Germánico era, además, un gran demócrata; y creían todos que, de llegar a ser emperador, intentaría restaurar la antigua República; como lo creyeron también de su padre, al que se parecía mucho, incluso en los sueños alucinatorios, de los que hemos hablado ya como rasgo común a la familia de los julios.

Como se ve, en esta apología, sobre indudables motivos de admiración, hacían sus contemporáneos, sin darse cuenta, un reverso un tanto artificioso de la figura del odiado Tiberio. Así ocurre muchas veces en la génesis popular de los héroes, a los que la subconsciencia de las masas oprimidas adjudica virtudes opuestas a las del odioso tirano; a veces este mito —tal es su fuerza— acaba por crear una realidad y por hacer brotar en el héroe cualidades que no poseía. A muchos hombres públicos, para bien o para mal, les ha creado el cincel rudo de la opinión popular. No es ocasión de discutir ahora si en este entusiasmo hacia Germánico había más de mito que de realidad; pero es sospechosa la idea del liberalismo del príncipe. No había razón para que él ni su padre pensaran de otra manera que como Augusto y como Tiberio, es decir, como dictadores.

Probablemente lo hubieran sido, como éstos, de haber llegado al poder. Pero el pueblo, eterno niño, creía lo contrario y los clasificó como demócratas; y como tales los adoró.

Germánico era, sobre todo lo expuesto, un excelente general; pero hasta en esto se diferenciaba de Tiberio, que fue cauteloso, lento y diplomático; mientras que Germánico poseía y prodigaba principalmente un gran arrojo personal, semejante al de su padre y al de Julio César. En las batallas empeñábase en combates cuerpo a cuerpo con los enemigos, de lo que Tiberio no hubiera sido nunca capaz.

Relaciones entre Tiberio y Germánico. La deuda vieja

Debemos insistir ahora sobre las relaciones entre Tiberio y Germánico, que han sido indicadas ya en el capítulo anterior; porque es éste un punto mal interpretado por la mayoría de los historiadores. Casi todos, en efecto, nos describen esas relaciones como ejemplo de cordialidad. Y es seguro que no lo fueron. Germánico, a pesar de su carácter exaltado, guardó siempre una conducta nobilísima hacia su tío y emperador. Nos lo demuestra el que, cuando se sublevaron las legiones de Germania y él, Germánico, fue enviado a reprimirlas, rehusó obstinadamente ponerse al frente del movimiento, como los soldados querían, para derribar al César recién nombrado. Hubiérale costado poco al joven general destronar a Tiberio o, por lo menos, ponerle en un trance apurado. Lejos de esto, «a medida que crecía su autoridad, se esforzaba más en fortalecer la de Tiberio». Su nobleza en esta ocasión se hizo legendaria. Una de las «Empresas» de El Príncipe, de Saavedra Fajardo, tiene como motivo principal el odio con que Tiberio pagó la lealtad de Germánico: «cuanto más fiel se mostraba en su servicio, menos grato era a Tiberio». Así era el mito. Todavía se ven en las paredes de algunas casas antiguas las pruebas de un grabado del siglo XVIII, que representa a Germánico en actitud muy teatral, intentando traspasarse con su propia espada para no traicionar a su emperador.

Es, en cambio, muy dudoso que Tiberio le pagara en la misma moneda. Sabemos de cierto que no aprobó la gestión militar de Germánico; lo cual podría haber sido justo. Pero el pueblo, que estaba más cerca de la verdad que los críticos de veinte siglos después, percibió claramente lo que había de censura apasionada en la destitución del joven general del mando de las legiones. Mommsen justifica esta decisión de Tiberio porque Germánico, por su propia cuenta y llevado de sus ímpetus, quizá también de los de su mujer, contrariaba abiertamente la prudente política del César en los países del Rhin. Pero el hecho es que la disconformidad existió y que no bastó a disimularla el fastuoso triunfo con que se celebró la llegada de Germánico a Roma, inmortalizado en el camafeo de la Biblioteca Nacional de París.

Dejando aparte las razones militares y políticas que pudieran ser favorables a Tiberio, se percibe claramente lo que hubo en esta medida de satisfacción de su resentimiento por aquella lección que Augusto le impuso años atrás, enviándole a Germánico, mozo imberbe todavía, a corregirle cuando mandaba las legiones de Dalmacia. Su heredado orgullo y su vanidad justificada de militar, profundamente heridos entonces, encontraban ahora su desquite. Si él fue acusado de excesiva parsimonia, ahora su subconsciencia acusaba implícitamente a Germánico de excesiva imprudencia; y rodeándole de honores, como era su táctica, le quitaba de en medio.

El instinto popular, al percibirlo, redobló su adhesión hacia el general destituido. Y aún aumentó el disgusto de las gentes contra el emperador y el entusiasmo hacia Germánico cuando éste, poco después, era enviado al Oriente.

Viaje de Germánico a Oriente. La leyenda del envenenamiento.

Los panegiristas de Tiberio rectifican airadamente la torcida interpretación que los antiguos dieron a este viaje. Teóricamente tienen razón; porque la expedición oriental, por un motivo o por otro, la habían hecho casi todos los príncipes de Roma; y era un motivo de fasto y casi una ejecutoria de próximo acceso a la dirección del imperio. En aquellas provincias lejanas se recibía a los egregios enviados de la Metrópoli como a dioses. Agripina, la esposa de Germánico, seguramente había oído contar a su madre, Julia, la recepción maravillosa que ella y su marido habían tenido en Jerusalén. Y ahora, además de las magnificencias y de los homenajes, había que resolver graves problemas políticos cuya responsabilidad daba a Germánico una categoría cesárea. Mas el que todo esto, tan evidente, fuera interpretado en un sentido adverso por la multitud, demuestra que el pueblo percibía bajo el brillo de los protocolos el rencor de Tiberio. Los poderosos de todos los tiempos han sabido vestir, cuando les convenía, de púrpura y de oro o de embajadas sus castigos. La reputación de hipócrita de Tiberio, que no fue invención de Tácito, sino verdad incuestionable en la opinión pública de su tiempo, ayudaba a la sospecha; y, desgraciadamente, los sucesos ulteriores se encargaron de darle una trágica apariencia de realidad.

La simple murmuración se convirtió, en efecto, en tumultuoso oleaje de pasiones cuando, unos meses más tarde, el joven guerrero, que estaba entonces en Siria, después de unas disputas violentas con Pisón, el gobernador que Tiberio había enviado para tutelarle, caía enfermo y moría poco después (19 d.C.) con indicios de haber sido envenenado por el propio Pisón, a instancias de su César. Apresurémonos a declarar que todos los datos que conocemos coinciden en condenar la especie del envenenamiento como absurda. El mismo Tácito, testimonio excepcional, lo reconoce así
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El proceso contra Pisón demostró la inocencia de éste. Para nuestra conciencia actual, la confirma por completo el que se considerasen como único apoyo para la acusación del envenenamiento los síntomas de la enfermedad y muerte de Germánico, argumentos que a la luz de la ciencia de hoy son sencillamente ridículos. A través de los apasionados relatos se ve bien que la enfermedad que mató a Germánico no corresponde a ninguna intoxicación, sino a un proceso febril consuntivo; tal vez una forma de paludismo pernicioso que pudo adquirir en sus correrías por el Mediterráneo; o tal vez una tuberculosis. En cuanto a las «manchas lívidas que cubrían su cadáver», a la «espuma que salía de su boca» y a que «su corazón quedase intacto después de la cremación del cuerpo», son, todas ellas, señales desprovistas por completo de valor, en el sentido del veneno que creyeron sus contemporáneos. Vitelo, el acusador, hizo mucho hincapié, para probar el crimen, en esta integridad del corazón ante las llamas. De nada les valió a los defensores alegar que, cuando el corazón está previamente enfermo, resiste al fuego también; y éste, decían, era el caso del príncipe. Creyeron también todos que la muerte de Germánico había sido anunciada por un presagio funesto, pues el buey Apis, al que el príncipe ofreció alimento en su propia mano durante su visita a Egipto, volvió hacia el otro lado la cornuda cabeza. En el fondo, las gentes querían que fuera cierto el asesinato del héroe, para blandirlo como un arma contra Tiberio; y cuando el pueblo quiere hacer la Historia, encuentra siempre un corazón incombustible y un buey Apis inapetente.

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