Tiberio, historia de un resentimiento (3 page)

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Authors: Gregorio Marañón

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BOOK: Tiberio, historia de un resentimiento
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El alma resentida, después de su primera inoculación, se sensibiliza ante las nuevas agresiones. Bastará ya, en adelante, para que la llama de su pasión se avive, no la contrariedad ponderable, sino una simple palabra o un vago gesto despectivo; quizá sólo una distracción de los demás. Todo, para él, alcanza el valor de una ofensa o la categoría de una injusticia. Es más: el resentido llega a experimentar la viciosa necesidad de estos motivos que alimentan su pasión; una suerte de sed masoquista le hace buscarlos o inventarlos si no los encuentra.

Edad, sexo, estética y resentimiento

El origen de esta pasión suele localizarse en las almas predispuestas en el momento de la adolescencia; porque es entonces cuando el sentido de la competencia y el sentimiento de la preterición, fuente del resentimiento, se inician, ya en las escuelas y colegios, ya en los primeros pasos por la vida libre, que tienen un claro acento de trascendencia social. El resentimiento del alma preterida, a partir de este momento, sustituye a la envidia, sentimiento más elemental, propio del niño mientras vive sus primeros años en el hogar. Los que viven al lado de los jóvenes no suelen darse idea del valor de muchas cosas, que para el mundo adulto son triviales, y en aquéllos pueden convertirse en módulos de la conducta futura. El premio que se cree merecido y que injustamente no se otorgó, u otras de éstas que creemos niñerías, es muchas veces la raíz de la pasión venidera; o bien la simple preferencia afectiva, que se interpreta injustificada, de los padres o de los superiores. En cambio, es raro que el castigo, por injusto que sea, origine el resentimiento. Un castigo injusto suscita la humillación, el odio fugaz o la venganza, pero casi nunca el resentimiento, como no sea muy repetido y delate, entonces, una pasión personal cargada de injusticia específica.

Al lado de los motivos de trascendencia social juegan un papel importante, en la creación del resentimiento, los de orden sexual; sobre todo en el varón; y es precisamente por la profunda repercusión social que en el hombre tiene este instinto. El fracaso sexual, en cualquiera de sus formas, tiene un sentido depresivo tan grande, que hace precisa su ocultación inmediata; y se convierte con facilidad en resentimiento. He aquí por qué podemos afirmar que un grupo grande de varones resentidos son débiles sexuales: tímidos, maridos sin fortuna conyugal o gente afecta de tendencias anormales y reprimidas. En todo resentido hay que buscar al fracasado o al anormal de su instinto. Sin olvidar que hay también —yo sé que los hay— ciertos de estos fracasados y anormales del amor, llenos de generosidad heroica y, por lo tanto, inaccesibles al resentimiento.

Con ello se liga otro aspecto importante del problema: la relación del resentimiento con la estética. Muchos resentidos lo son a favor de la situación de inferioridad, social o sexual, o ambas a la vez, creada por una imperfección física, sobre todo las enfermedades difíciles de disimular, las que ofenden a los sentidos; y aquellos defectos que la impiedad de las gentes suele considerar con burla, como las gibas y las cojeras. En cambio, es muy común que la pura fealdad, aun siendo muy graduada, no origine el resentimiento; incluso en la mujer. Sin duda, porque, no siendo repulsiva, la fealdad se compensa instintiva y gradualmente con el ejercicio de la simpatía, que el feo tiene que realizar desde su infancia para no desmerecer del que no lo es. Por la razón inversa, el que posee la hermosura física suele ser con tanta frecuencia falto de gracia o decididamente antipático.

La mujer se defiende mejor que el hombre del resentimiento. En condiciones de igualdad, es pasión claramente varonil. La razón es obvia si reparamos en el sentido del fracaso social que tienen los motivos fundamentales del resentimiento; pues la mujer es casi ajena al sentido de la competencia social, aun aquellas que se dedican a los mismos menesteres que el hombre. Todos los que hayan observado de cerca estudiantes de los dos sexos, tratados en idénticas condiciones, en las clases y en los exámenes, tendrán, estoy seguro, la misma experiencia que yo respecto del efecto mucho menor y mucho más pasajero que en ellas produce el fracaso académico con relación a los muchachos. Casi nunca es este fracaso, en una mujer joven, el origen de esos resentimientos incurables de tantos y tantos estudiantes varones. Sin duda es esto así porque el instinto de la mujer le dice que, a pesar del «suspenso», queda intacta su retaguardia esencialmente femenina, que es la maternidad. De la misma fealdad, como hemos dicho, se suele defender la mujer ante el peligro del resentimiento; porque en ella, el recurso compensador que es la gracia, alcanza potencialidad mucho más eficaz que en el varón. A una mujer fea le basta la gracia para evitar el fracaso específicamente femenino que es la falta de atracción sexual; y la preserva a la vez del resentimiento.

La mayoría de las mujeres resentidas lo son a consecuencia del fracaso específico de su sexo: la infecundidad o la forzada soltería. Pero aun en este caso se defienden mejor que los hombres fracasados, porque tienen más viva que éstos su capacidad para la generosidad, y encauzan fácilmente hacia objetivos sublimados el instinto inactivo.

Falsa virtud del resentido

La inferioridad física o moral no compensada por la generosidad, obliga al resentido a un cierto número de limitaciones que parecen virtudes. Por esta razón y por la ya comentada hipocresía, el resentido pasa muchas veces, ante los ojos inexpertos, con una apariencia de respetabilidad. Suele ser esta falsa virtud del resentido afectada y pedante; y alcanza en ocasiones la rígida magnitud del puritanismo. Muchos puritanos son sólo resentidos, hombres incapaces de amar y de comprender: tanto los que se han hecho famosos en la Historia, como Robespierre, monstruo de odiosa rectitud, como el perverso e íntegro Calvino y como Tiberio; como los innominados, los que pasan en silencio a nuestro lado, cada día. El sentimiento de su incapacidad —injustificada, creen ellos— para triunfar plenamente en la vida, les hace renunciar a todas las posibles grandezas; y aparecer desinteresados y humildes; del mismo modo, su fracaso sexual se convierte en castidad ostentosa. Otras veces, este sentimiento les hace, como antes he dicho, alejarse del mundo, en huidas que las gentes no se suelen explicar; y que son huidas, dolorosamente inútiles, de ellos mismos.

Forma y resentimiento

Todas las circunstancias que favorecen el resentimiento coinciden frecuentemente con un tipo físico y mental determinado. Suelen ser los resentidos, muchas veces, individuos asténicos, altos y flacos, propensos a la vida interior y a esa frialdad afectiva que caracteriza a los esquizofrénicos. Y adviértase que esta tendencia a la vida interior es compatible con el desconocimiento absoluto de sus propias aptitudes, que, ya lo sabemos, es una de las fuentes del sentimiento resentido; por el contrario, el individuo «introvertido» es el que peor se conoce a sí mismo. Nuestra propia personalidad se aprende fuera de nosotros, en el espejo de las reacciones de los demás ante ella; y nunca contemplándonos a nosotros mismos.

El hombre ancho, pletórico de vida exterior y de humor expansivo y lleno de alternativas podrá ser un malvado y, sobre todo, un amoral; pero rara vez un resentido.

Así nos explicamos también la frecuencia con que el resentido es antipático. Lo es casi siempre el hombre flaco, reservado y egoísta; lo es, por lo menos, con mucha más facilidad que el hombre gordo, generoso y expresivo. La raíz última de la antipatía está en la ausencia de generosidad, raíz también del resentimiento. La antipatía aumenta a medida que la personalidad rezuma hacia fuera el amargor contenido del resentimiento.

Humorismo y resentimiento

Aludiremos, finalmente, a la relación del resentimiento con el humorismo. El humorismo verdadero es muy difícil de definir, porque es apenas imposible de separar de las distintas variedades del buen humor. Éste, el buen humor, es la aptitud de expresar en forma incontinente y ruidosa los aspectos notoriamente cómicos de la vida. El humorismo es el arte de extraer el poso cómico que hay en la vida seria; y de expresarlo con dignidad. El buen humor puede hacernos llorar de risa; el humorismo hace sonreír a la tristeza. La gracia del buen humor es la que está en la superficie de las cosas alegres; la del humorismo, es la que está escondida en el fondo de las cosas serias. La gracia del buen humor se expresa alborotadamente; y la del humorismo, con seriedad.

El humorismo puede ser una aptitud innata de los individuos y de las razas. Pero otras veces es una reacción ocasional, típica del resentimiento; porque es la patente de corso para crucificar, entre sonrisas, las cosas, las personas o los símbolos que nos han hecho un mal o que nos figuramos que nos lo han hecho. Es evidente que el origen del humorismo es, en muchas ocasiones, un agravio que en lugar de desvanecerse o de vengarse ha anidado en el alma y la ha transido de resentimiento. Es cierto, también, que muchos resentidos han hecho inofensiva su pasión gracias al ejercicio compensador del humorismo.

El triunfo en el resentido

El resentimiento es incurable. Su única medicina es la generosidad. Y esta pasión nobilísima nace con el alma y se puede, por lo tanto, fomentar o disminuir, pero no crear en quien no la tiene. La generosidad no puede prestarse ni administrarse como una medicina venida de fuera. Parece a primera vista que como el resentido es siempre un fracasado, fracasado en relación con su ambición, el triunfo le debería curar. Pero, en la realidad, el triunfo, cuando llega, puede tranquilizar al resentido, pero no le cura jamás. Ocurre, por el contrario, muchas veces, que al triunfar, el resentido, lejos de curarse, empeora. Porque el triunfo es para él como una consagración solemne de que estaba justificado su resentimiento; y esta justificación aumenta la vieja acritud. Ésta es otra de las razones de la violencia vengativa de los resentidos cuando alcanzan el poder; y de la enorme importancia que, en consecuencia, ha tenido esta pasión en la Historia. Nada lo demuestra como la biografía de Tiberio.

PRIMERA PARTE - LAS RAICES DEL RESENTIMIENTO
CAPÍTULO III - LA INFANCIA EN EL DESTIERRO
La fecha crítica

Tiberio nació en Roma el año 42 a.C. Murió, cumplidos los 78 años, el 36 d.C. Está, por lo tanto, su existencia dividida en dos por el hecho más memorable de la historia humana: el espacio que media entre el nacimiento y la muerte de Cristo. Y es un motivo grave de meditación el considerar que este hecho ocurría sin que Roma, la capital entonces de todo el mundo civilizado, se diese cuenta de que todas aquellas guerras, triunfos, sucesiones, orgías y suplicios que parecían llenar las crónicas con su horror o con su grandeza, no eran más que anécdotas transitorias frente a los humildes sucesos de la Judea lejana, en los que se gestaba la nueva humanidad.

Además de los afanes innumerables de su gobierno y de sus pasiones que le colmaron la vida, Tiberio cumplió, sin enterarse —tal vez presintiéndolo angustiosamente— su destino verdaderamente trascendental: presidir el mundo que daba los últimos pasos en la antigüedad y comenzaba a hollar la vida de nuestra Era. Le vemos, como hombre representativo de sus contemporáneos, transponer la cumbre más alta de la Historia, un día, el del drama del Calvario, que pareció como todos los demás días; pero que había de ser el núcleo de su historia y de su leyenda. Los astros que tantas cosas le anunciaban, éstas no se las supieron predecir.

Los padres de Tiberio

Su padre fue Tiberio Claudio Nerón, cuya nobleza, cuya inteligencia y cuyos altos quilates morales encarecen los historiadores. Era, según parece, un «romano ejemplar». Pero en este modelo entraban, sin duda, algunas posibilidades éticas que hoy nos parecerían de simple galopín. Suetonio nos recuerda que tuvo algunos antecesores, de pura sangre claudia, que se hartaron de cometer fechorías; y acaso, si esto es cierto, llegaron hasta sus venas gotas de la sangre irregular. Lo cierto es que a nosotros no nos parece su conducta tan irreprochable como a los antiguos y modernos apologistas de los Césares. Baste recordar que habiendo servido a Julio César como general de su flota y habiendo recibido de él cargos y honores importantes, se apresuró a unirse al partido de sus asesinos, y con inusitado fervor. Combatió luego a Octavio (el futuro Augusto) y pocos años después le cedía mansamente su propia mujer, embarazada de seis meses, y convivía con el usurpador de su tálamo, tal vez infinitamente dolorido, pero bajo la apariencia de la más cordial intimidad. La moral en aquellos tiempos dorados era muy circunstancial: aun la moral romana. Faltaban unos años todavía para que fueran dictadas las reglas eternas del bien y del mal que la humanidad, veinte siglos después, todavía, es cierto, se complace en olvidar.

La madre de Tiberio, Livia, perteneció también a la orgullosa estirpe de los claudios. Era hija «del ilustre y noble Druso Claudio; y por su nacimiento, su virtud y su belleza, fue entre los romanos eminentísima». De su virtud, se hablará después. Su belleza, juzgándola por la estatua de Pompeya que la representa en plena juventud, era, desde luego, admirable de corrección y de gracia. Llama sobre todo la atención en esta escultura la indecisa expresión sonriente de los perfectos labios y los extáticos y grandes ojos de mujer prematura. En otras imágenes posteriores, como la estatua del Museo del Louvre, en la que aparece vestida de diosa Ceres, la gracia se ha perdido ya y queda un rostro de matrona con perfecciones solemnes, sin duda acentuadas por el cincel adulador; y el rostro y toda la figura impregnados de la energía flexible, pero inquebrantable, que caracterizó a toda la madurez de la emperatriz.

Tiberio Claudio Nerón era de mucha más edad que ella, que sólo tenía 15 años cuando se desposó. Es muy probable que el matrimonio, celebrado el año 43 a.C. fuera maquinado por la ambición de la novia adolescente, pasión que demostró cumplidamente a lo largo de toda su vida y de la que fueron instrumentos su belleza y su virtud puritana. Tiberio Claudio Nerón era primo suyo y hombre de gran influencia en Roma; esto último compensaba sobradamente, para los cálculos de Livia, la falta de juventud en él, y en ella, de amor.

El presagio

Poco después de la boda quedó embarazada. A los designios de su ambición convenía que el hijo fuese varón; e impaciente por saberlo, calentó un huevo de gallina en su seno y en el de su nodriza
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durante muchos días hasta que, de la cáscara rota entre los blancos senos, apareció un pollito provisto de una cresta soberbia y un rudimento de espolones; con lo que tuvo por cierto que su afán se vería cumplido. El presagio se cumplió. Apenas nació el niño, que era, en efecto, un varón —el Tiberio de nuestra historia— se apresuró a consultar al famoso astrólogo Escribonio sobre el porvenir del infante.

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