No hizo falta preguntarle quién había encargado aquello y pagado la factura, pero por si quedaban dudas quisieron ver la firma a pie de página.
De nuevo a solas se sentaron en el salón.
—Vaya veranito… —comenzó Julia—. Nos ha pasado de todo.
—Ajá —murmuró Olivia distraída.
—Yo me he enamorado por primera vez —reflexionó—, y me han dado calabazas. Por lo que debo sacar una lección positiva de esto: no volver a enamorarme jamás. Ser yo la que utilice a los hombres y, si no me sale bien, me hago lesbiana.
Olivia sonrió tristemente. Qué bonito sería que la teoría de su sobrina pudiera llevarse a la práctica con tanta facilidad.
—Y yo te apoyaré siempre.
—Gracias. También he conocido a un hermano que pasa de mí. A partir de ahora pasaremos a llamarlo el innombrable, si tú quieres.
—Se agradece.
—Así que… ¿Qué nos ha faltado? —Miró el suculento cheque y lo cogió. Empezó a juguetear con él entre los dedos—. Lo hemos pasado bien y mal. Hemos reído, llorado, tropezado, pero somos fuertes y seguimos juntas. —Hizo una pausa—. Ya lo sé —murmuró sonriendo—, sólo nos ha faltado quedarnos embarazadas.
Julia se giró al escuchar un llanto estrangulado. Sólo había bromeado. Una forma de hacer más llevadero el momento. Un simple chiste.
El llanto fue en aumento y se volvió para ver a su tía llorar en silencio, como si quisiera ocultarlo.
—¿Nos hemos quedado embarazadas? —preguntó sólo por asegurarse.
Olivia asintió y empezó a llorar de forma más sonora.
Se tapó la cara con las manos y se dobló sobre sí misma.
—Ven aquí —dijo Julia abriendo los brazos para acogerla en ellos y darle todo su apoyo.
Tras sufrir la fase más lacrimógena, la llorina fue remitiendo y, al no tener un pañuelo a mano, agarró el dobladillo de la camiseta y se limpió.
—Deduzco que Juanjo no tiene nada que ver. —Olivia negó con la cabeza—. Vale. Entonces supongo que voy a tener una prima. Porque estoy segura de que va a ser una niña.
—O una sobrina —apuntó Olivia volviendo a llorar.
—No, de ninguna manera, eres mi tía, por lo tanto será mi prima —aseveró, con convicción.
Continuó abrazando a su tía, consolándola y entregándole su apoyo incondicional. Debía hacer todo lo posible para que ella se sintiera bien, y llorar no era precisamente un buen comienzo.
—¿Sabes qué? Tenemos este cheque para hacer las reparaciones más urgentes, ¿no?
—Eso ha dicho el señor López —dijo Olivia, suspirando.
—Pues lo vamos a hacer. En primer lugar, mañana nos vamos al banco y lo cobramos; después nos presentamos en una agencia de viajes y…
—Espera, espera… ¿Una agencia de viajes?
—Sí. Necesitamos arreglar todo, ¿no? Pues empezaremos por nosotras mismas. Nos vamos de crucero. Diez días. No, quince, que hace mucho que no tenemos vacaciones.
—Pero yo trabajo, no puedo dejar tirada a Martina.
—Te debe mil días libres, así que no puede negártelos. Necesitamos ese viaje, salir de aquí, despejarnos, relajarnos. —Al ver que no convencía con el plural pasó al singular—. Sobre todo tú. Así descansas, dejas de llorar y nos ponemos morenas.
—Las embarazadas no toman el sol.
—Bueno, pues te pones diez capas de crema solar y te sientas bajo la sombrilla, pero nos vamos de crucero —arguyó Julia decidida.
—No sé, no estoy de humor…
—No se hable más. —Se puso en pie, cogió el cheque y se lo guardó en el sujetador, como había visto hacer toda su vida a las mujeres en el pueblo—. De esto, me encargo yo. Ve haciendo la maleta. —Pensó esto último y añadió—: No, también iremos de compras. Necesitamos vestuario nuevo, especialmente tú.
Olivia se quedó pensativa en el salón. Era una suerte contar con una chica como Julia a su lado. En aquel instante su sobrina estaba siendo la adulta, la madura y la razonable, porque ella no tenía la cabeza despejada.
Irse de vacaciones, vaya locura…
Después de soñar con ese momento durante el último mes, no entendía cómo había pasado la noche en blanco si su cama, una de las mejores y más caras del mercado, garantizaba un descanso total.
Y no sólo eso, también creía que se podría relajar en su hidromasaje, y, en realidad, no había sido así.
Vestido y arreglado se encaminó hacia su despacho. La noche anterior, nada más llegar a casa contactó con Helen para comunicarle su regreso y pedirle que tuviera todo dispuesto.
Estaba en su ambiente, rodeado de sus comodidades y amargado, como siempre.
Decidió que refugiarse en el trabajo, hacer más horas que nunca y agotarse era la mejor política para olvidarse de ella (de ellas) y recuperar su estilo de vida.
Los días fueron pasando pero…
Pero por más que lo intentaba había pequeños detalles que le torpedeaban su férrea decisión. Una mañana, sin ir más lejos, al caminar hacia su despacho vio a una mujer con un vestido (o muestrario de colores, según se mire) que inmediatamente le hizo recordar a cierta mujer obstinada con el mal gusto en el vestir.
En otra ocasión, había sido un grupo de tres adolescentes gritonas dispuestas a dar la nota en una cafetería cuando su ídolo aparecía en la televisión del local.
Lo curioso de todo es que él había obrado bien. Nadie podía cuestionar su generosidad y seguramente muchos de sus conocidos, que no amigos, le dirían que se había dejado llevar por su lado sentimental al renunciar a su herencia. Al fin y al cabo, podía considerarse como justo pago por una infancia y adolescencia de mierda.
Como era de esperar, la única alegre esa mañana en el despacho era su secretaria, que le hizo la pelota más de lo habitual. Cosa que, si antes le molestaba, pero toleraba, ahora detestaba y estaba dispuesto a frenar en seco. Helen debía darse cuenta de que ésa no era la forma de tratarlo. ¡Joder, si hasta se disculpaba cuando era él quien cometía el error!
Tanta eficiencia no podía ser buena. Puede que antes ese pensamiento nunca se le hubiera pasado por la cabeza, pero ahora entendía que de vez en cuando hay que equivocarse.
Y Helen debía aprender que estar enamorada del jefe no es lo que se dice idóneo para mantener una buena relación laboral. Necesitaba a alguien que de vez en cuando le dijera las cosas tal y como son, u ofreciera otro punto de vista. No era bueno tener a su lado a una persona que le da el beneplácito a todo cuanto hacía.
Otra cosa que tenía pendiente en la agenda era llamar a su ex prometida y ex socia y solucionar, de una vez por todas, la situación actual.
Ella se acercaba de vez en cuando a la oficina, pero ya no trabajaba directamente. Se limitaba a coger algún documento o cualquier otra cosa que le hiciera falta.
Tenía que plantear la situación con mucha mano izquierda. Al fin y al cabo, el fundador del bufete era el padre de Nicole y eso no podía pasarse por alto.
Claro que solucionar ese asunto implicaría hablar también con él, que además había sido su mentor y quien le ayudó a consolidarse como abogado.
Pero esa situación tan extraña no podía alargarse en el tiempo, pues ante sus clientes ofrecían una imagen de desunión y de poca profesionalidad, y en ese negocio la imagen se tiene muy en cuenta.
Algunos de sus clientes, especialmente los más antiguos, que se creían con derecho a saber tanto o más que él, dejaban caer insinuaciones (algunas bastante malintencionadas) sobre si iba a ser capaz de llevar sus asuntos de manera correcta, del mismo modo que aprovechaban para criticar, de forma solapada, el cambio radical que había dado Nicole.
Hacía más de un mes que había vuelto y el engranaje rechinaba. Debía empezar a solucionar las cosas.
—¿Quería hablar conmigo? —preguntó Helen, entrando en el despacho.
—Sí. Siéntate, por favor. —La observó un instante. Era guapa, vestía con discreción y elegancia. Jamás levantaba la voz y lo tenía en palmitas, pero le dejaba frío, indiferente—. En primer lugar necesito que te pongas en contacto con Nicole y fijes una cita lo antes posible.
—¿Con la señorita Sanders?
—¿Conoces a otra Nicole? —No era ningún secreto que Helen no soportaba a su socia—. También necesito que te pongas en contacto con este abogado. —Le entregó la tarjeta de Manuel López.
Esperaba que el otro abogado accediera a hablar con él después de cómo lo había tratado. Pero había intentado hablar con su hermana un par de veces, en un estado que podría calificarse de debilidad o de locura transitoria, y sólo había escuchado la mecánica voz del contestador automático. Desde luego también probó llamando al móvil, pero éste se encontraba en perpetuo estado de apagado o fuera de cobertura. Hecho que lo había preocupado. Conociéndolas, le extrañaba que un día laborable estuvieran fuera de casa a la hora de la cena.
Hubiera podido llamar a la jefa de Olivia, pero pagaría un alto precio por obtener la información deseada. Implicaría soltar más información que la que él requería, ya que esa mujer no tenía rival como cotilla.
—Ajá. —Helen continuó tomando nota de todo.
—Y también necesito que redactes una carta de despido.
Eso hizo que ella levantara la cabeza bruscamente, abandonando su abnegada disposición como secretaria.
—¿Carta de despido? ¿No comprendo? —preguntó verdaderamente confusa.
—Eso he dicho.
—¿Para quién? —insistió sin comprender. Allí no había ningún trabajador. El mantenimiento se llevaba a través de empresas externas.
Helen pensó que sería para alguno de los clientes y recuperó la calma.
—Para ti —anunció Thomas. Se levantó de su sillón. Era una decisión difícil y no quería parapetarse detrás de un escritorio. Se sentó en una esquina antes de seguir. Quizá adoptando una postura más cercana resultaría menos doloroso—. No será inmediato. Quiero que tengas tiempo para buscarte otro empleo. Confío que para finales de año pueda hacerse efectivo. Te daré referencias inmejorables y hablaré con algunos colegas.
—Pe… pero ¿por qué? —preguntó, limpiándose una lágrima. Era la primera, pero estaba segura de que iban a venir muchas más—. ¿He hecho algo mal? ¿Le ha disgustado algo?
—No, eres la mejor secretaria que he tenido —arguyó él, algo molesto. Estaba acostumbrado a dar malas noticias de forma aséptica, sin salpicarse, pero en este caso quería mostrarse más humano—. Pero tú y yo sabemos que es lo mejor.
—¿Por qué? —insistió ella—. Si hay alguna cosa que lo moleste puedo cambiarla. Si me dice qué, no tengo ningún reparo en aceptarlo.
Tanta jodida sumisión lo estaba desquiciando. Hubiera preferido un «¡Cabrón!» bien dicho. Entendería mejor su histeria que su maldita autoinculpación.
—Ésa no es la cuestión. —Pensó en la forma de abordar la verdadera cuestión sin dar tantos rodeos—. ¿Qué opinarías si te dijese que me caso el mes que viene?
Helen abrió los ojos como platos y, como era de esperar, su cara evidenció el disgusto que le producía tal noticia. Inmediatamente intentó disimular su sorpresa, pero ya era demasiado tarde.
Thomas había sido testigo de algo que ya sabía.
—Yo… bueno, es su vida privada, señor Lewis —murmuró con su tono servil.
Joder, no había manera. Quizá no estaba siendo todo lo convincente que debería y ella se había dado cuenta.
—Helen, seamos francos. —Se acabó la diplomacia—. Tú no me ves como a un jefe. Lo sé. Y no lo niegues. Además he observado tu actitud con Nicole desde el primer día. No te esforzabas con ella ni la décima parte que conmigo.
—¡Eso no es cierto! —se defendió ella—. Siempre acato sus órdenes.
—Las acatas, pero no las respetas —argumentó Thomas presionándola para que aceptara de una vez la verdad.
—Al final sí que se casa con ella, ¿verdad? —preguntó molesta.
Thomas tardó unos preciosos segundos en responder.
¿Cómo podía ella saber…?
Maldita sea, se refería a Nicole. Aunque seguramente estaría al corriente de su nueva relación, ¿no?
Entonces, ¿cómo podía seguir pensando en que él y Nicole estaban juntos?
Hasta a él le pareció raro, pues si hasta no hace mucho la idea de casarse con su socia era más una obligación que otra cosa, y, por tanto, emoción, lo que se dice emoción, había más bien poca. En esos instantes la sola mención de tal posibilidad hasta le resultaba impensable e inoportuna.
Pero era una excusa perfecta.
—Estoy en ello —respondió sin comprometerse. Cualquiera se acercaba a ella y la separaba de su famoso novio.
Ahora es cuando debería aparecer la mujer histérica y despechada. La que insulta y le echa en cara todo cuanto ha hecho por él. Estaba preparado para ello.
Pero la mujer mantuvo la dignidad hasta el último segundo. Sin dramas, sin espectáculos, sin escándalos.
—Comprendo. —Helen se levantó y se encaminó hacia la puerta—. Me ocuparé de hacer esas llamadas y de mi despido. En cuanto concierte las citas lo avisaré. —Dicho esto cerró la puerta tras de sí con suavidad, como si no hubiera pasado nada.
—Joder… —se quejó él.
Después de las malas noticias, esperaba que Helen se vengase haciendo mal su trabajo, pero no. Una semana después estaba sentado en su despacho esperando a Nicole para solucionar de una vez por todas la situación en el bufete.
Pero, si bien ese tema era importante, tenía otra preocupación que le robaba el sueño. Había hablado con el señor López y, en vez de salir de dudas, ahora estaba mucho más preocupado. ¿Dónde narices estaban metidas esas dos insensatas?
Julia tenía que estar a punto de empezar las clases y sabía que a responsable no la ganaba nadie, así que no le venía a la cabeza ninguna razón por la que no estuviera en casa.
Y Olivia… Bueno, ésa era otra historia. Por lo poco que le había sacado al abogado, había pedido unos días de vacaciones a su jefa y desde hacía una semana se habían ido del pueblo sin decir adónde.
En un principio pensó que quizá habían decidido visitar a los padres de Olivia, pero, para dejar a un lado sus dudas, había levantado el teléfono, llamado a Martina y averiguado el teléfono. Así que, como un gilipollas, terminó por hablar con los abuelos de su hermana. En un principio pensó en ocultar su identidad, pero después llegó a la conclusión de que no merecía la pena.
Descuido que pagó bien caro, pues la mujer no paró de preguntarle, de interrogarlo más bien para luego insistir una y otra vez que tenía que ir a visitarlos, que eran familia y que se alegraban muchísimo de que por fin los dos hermanos estuvieran juntos.