Treinta noches con Olivia (32 page)

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Authors: Noe Casado

Tags: #Erótico, Romántico

BOOK: Treinta noches con Olivia
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Como a esas alturas nada que viniera de él podía decepcionarla, se encogió de hombros y se deshizo de los guantes de fregar.

A la par, Thomas se encargó del nudo trasero del delantal, con el mismo arte que si fuera la cremallera de un vestido de diseño. Después, se inclinó para besarla en la nuca, uno, dos, tres besos. Suaves pero intensos.

—Vamos —le dijo ella, dejando claro que sabía a lo que iban, ¿para qué negar la evidencia? Levantó los brazos para sacarse por la cabeza la parte superior del mandil. Después lo arrugó y lo dejó de cualquier manera sobre la encimera—. Aunque… si lo prefieres, nos lo llevamos. Estoy segura que no conoces todas las aplicaciones de un delantal… Apuesto que en tu vida te has puesto uno.

Puede que un delantal con pechera no, pero sí un mandil de camarero para ganarse el jornal sirviendo mesas. Claro que no le convenía recordar esa época de su vida. Y menos aún cuando la calurosa tarde se ponía interesante.

Subió tras ella por la escalera, apelando a todo para no babear como un adolescente hipersexuado. Cuando ella abrió la puerta de su cuarto, tuvo una especie de revelación divina.

Ni que decir tiene que incluía a Olivia desnuda.

—Espera un segundo. Voy al baño, ahora vuelvo.

Ella se quedó pasmada, esperaba, después de varios días de inactividad, un aquí te pillo aquí te mato. Tenía que decir algo…

—A estas cosas, como decía mi madre, se viene «cagao y meao».

Thomas sonrió, estaba más que preparado, pero su «revelación» no podía llevarse a cabo sin ciertos útiles, a los cuales ya había echado el ojo.

Así pues, se metió en el aseo y cogió lo que consideró oportuno.

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Cuando lo vio aparecer medio minuto más tarde quedó claro que estaba más que preparado. Lo que no le cuadraba era el pequeño frasco que llevaba en la mano.

Thomas lo movió delante de sus narices y, con un gesto de la mano, indicó que pasaran al interior de la habitación.

—¿Alguna perversión que incluya el aceite de romero? —quiso saber ella, cerrando la puerta con un sutil empujoncito de su trasero.

—Quiero averiguar cómo te ganas la vida. Desnúdate.

—¡¿Qué?! —exclamó sin saber si echarse a reír o a llorar—. Estás de guasa —aseveró sin dejar de mirarlo.

—No. Venga, quítate la ropa, túmbate en la cama y empecemos. —Destapó el pequeño frasco y lo olió.

Olivia hizo una mueca, exigirle que se dejara de tonterías era perder el tiempo. Además… ¿qué podía perder?

—Como quieras.

Apoyando una mano en la pared se inclinó para descalzarse y luego se sacó la camiseta por la cabeza. Después dejó caer su falda y esperó.

—¿Podrías colaborar un poquito? —preguntó él con cinismo.

—No pretenderás darme un masaje en la cama sin poner una toalla debajo —dijo como si fuera tonto, que lo era.

Thomas resopló y salió en busca de la maldita toalla. En medio minuto estaba de vuelta. La extendió sobre la cama y dijo:

—Ese tanga, fuera.

—No es profesional. Y por si no lo sabes te has olvidado de algo para taparme el trasero.

—Creo que a estas alturas no voy a ver nada que no haya visto, tocado y disfrutado antes —respondió con arrogancia.

—La toalla…. o no me dejo —lo amenazó, intentando no reírse.

—Te ibas a dejar de todas formas… Pero me has pillado benévolo, ahora vuelvo.

Demostrando mucha más paciencia de lo que suele ser habitual en él hizo de nuevo un viaje al aseo.

Su obediencia se vio recompensada al entrar y encontrársela tumbada, boca abajo, esperándolo sin un solo centímetro de tela sobre su cuerpo.

Excelente, fue el pensamiento que prefirió no expresar en voz alta para no delatarlo.

—Seré sincero. No sé por dónde empezar —murmuró mientras se desabrochaba la camisa.

—No hace falta que te quites nada —dijo con tonito de guasa.

—Ni loco me voy a arriesgar a mancharme.

Oh, pero qué hombre.

—Nos van a dar las uvas —lo apremió ella con choteo.

Thomas le puso la toalla en el culo de cualquier manera.

Ella se recogió el pelo con una pinza.

Él leyó la composición del aceite.

Ella pensó en echarse una siesta.

Él se sentó en un lado dispuesto a meterse en faena.

—Pero ¡qué coño haces! —chilló ella incorporándose sobre los codos.

Tenía la espalda empapada y, si no se andaba con cuidado, iba a acabar pringada por más sitios.

—Pues echarte el aceite —respondió como si fuera tonta.

Resopló antes de responderle.

—Nunca, repito, nunca se echa directamente sobre la piel. Primero lo pones en tus manos, por dos razones, principalmente: porque calientas el producto y porque suavizas tu piel y así evitas rozar la del cliente.

—Pues haberlo dicho antes —refunfuñó recriminándola por obviar tal cuestión.

Vale, podía hacerlo. Así que se embadurnó convenientemente y puso las manos sobre su espalda. Frotándosela enérgicamente.

Tan enérgicamente que ella protestó.

—¡Eh, cuidado! Que me despellejas viva.

—Cállate y déjame hacer.

Olivia resopló, vaya masajista que estaba hecho. Sus manos subían y bajaban por la espalda en sucesivos y rápidos golpes dados con el canto. Cuando se cansaba empezaba otro sufrimiento pues apretaba con los pulgares de una forma que terminaría por causarle alguna lesión.

Así no había modo de relajarse ni de disfrutar ni de nada.

—Vale ya. —Se apartó para evitar así un más que posible dolor permanente de espalda.

—Así no hay manera. —Negó con la cabeza.

Ella se levantó, se puso una camiseta de ésas tan deformadas que sólo sirven para dormir y lo miró antes de decidir qué hacer…

—Quítate los pantalones.

—¡Joder, qué ímpetu!

—Y túmbate antes de que me arrepienta.

Thomas hizo lo que le pedía y se colocó sobre la toalla, boca abajo. Al minuto le llegó el olor de algo extraño y miró a su alrededor para identificarlo.

—¿Esa mierda?

—No seas obtuso. —Sopló levemente para que se apagara la llama de la barrita de incienso y dejar que se fuera consumiendo poco a poco—. Hay que crear ambiente.

—Como se te ocurra poner un disco de sonidos del mar o similar…

—Tú te lo pierdes. Ahora calladito, estira los brazos, cierra los ojos y relájate.

—¿Por qué no te quitas esa camiseta? Aparte de horrenda tiene más gracia si me masajeas con las tetas bailando.

Ella le dio un cachete en la nalga, por gilipollas.

—Empecemos.

Colocó la toalla, tal y como hacía con todos sus clientes, y después se puso de forma que pudiera abarcar toda su espalda. Al no tenerlo sobre la camilla no le quedó otra opción que subirse encima, sobre su trasero.

—Esto me gusta, aunque mejoraría sin la camiseta, claro.

Ella puso los ojos en blanco, era de esperar tal reacción, los hombres son tan previsibles…

Pasando por alto ese y los demás comentarios que estaban por venir, se puso a trabajar. Inclinándose hacia adelante comenzó en los hombros, presionando lo justo, extendiendo los dedos para rozar en cada pasada el máximo de piel, impregnando de aceite y suavizando la zona, al tiempo que los músculos se relajaban.

Eran pasadas lentas, medidas, justas, certeras, para lograr su propósito.

Repitió el proceso varias veces desde el exterior al interior, hasta juntar sus pulgares sobre la nuca y acariciar el nacimiento del pelo.

—Hum.

Ella, que conocía sus cualidades como masajista, no se sorprendió ante su reacción. Iba por buen camino, lo sabía.

—Al final te quedarás dormido —murmuró ella en voz baja. Parecía como si ése fuera el objetivo.

—Hum. Intentaré no hacerlo.

Y ella continuó con el masaje. Abandonó los hombros para concentrarse ahora en la columna, vértebra por vértebra. Eliminando todo rastro de tensión y sumiéndolo aún más en una especie de trance.

Thomas estaba tan sumamente relajado… no recordaba haber alcanzado ese punto nunca antes. Acudía periódicamente a un fisioterapeuta, pero no había punto de comparación. Aquello era aséptico, esto era sublime.

Olivia tenía unas manos prodigiosas. Sabía dónde y cómo tocar y esa mierda del incienso… ¡Joder, si hasta le estaba gustando! A partir de entonces, cada vez que oliera a lavanda, iba a empalmarse.

—Qué gusto…

Ella no respondió a lo obvio y siguió a lo suyo.

Bajó las manos hasta la zona lumbar y presionó con los dedos. Él se deshizo de nuevo bajo su toque maestro.

Ahora podía entender por qué tenía una buena clientela: era la mejor, sin duda alguna. Sus manos estaban dejándolo fuera de combate. Era realmente un privilegio. Quizá tendría que replantarse su opinión sobre volver al pueblucho. Sólo por esas manos, podría merecer la pena. Bueno, las manos y el resto, porque había que reconocerlo, Olivia era, con mucho, la mujer más interesante que había llegado a conocer. Y, teniendo en cuenta los hechos, conocerla, lo que se dice conocerla, la conocía muy bien.

Pero, a ese pensamiento inicial basado únicamente en el sexo, le seguía otro más importante. Ella no sólo era buena en la cama, era buena en general. Puede que con un gusto peculiar en el vestir, pero en todo lo demás su forma de ser era irreprochable.

Cuando dejó de sentir esas manos sobre su espalda abrió lentamente los ojos y giró la cabeza para comprobar si estaba sumido en un sueño.

Se volvió para mirarla. Allí estaba, limpiándose las manos en la toalla, ajena a lo que acababa de hacer.

Se incorporó hasta quedar sentado y a su altura. Estiró un brazo para acariciarle la nuca y atraerla hacia sí.

Notó su sorpresa por ese gesto tan inusual como tierno en él, e incluso él mismo se quedó sorprendido. Pero hay veces en que los gestos instintivos delatan todo cuanto uno quiere esconder.

Y Thomas, en ese instante, no deseaba esconder nada.

Acercó sus labios a los de ella con la intención de saborearla pero, y sin saber por qué, sintió la necesidad de mostrarse diferente, así que primero se los acarició con el pulgar, dibujando su contorno para después, sin más dilación, besarla.

No lo hizo como ella esperaba, de forma expeditiva y agresiva, sino suave, delicadamente, como si ella fuera lo más importante del mundo para él.

Olivia se dejó llevar, sintiendo cómo su odio crecía cada vez más, sintiendo cómo ese odio iba a traerle problemas, porque se conocía muy bien. Y él había logrado hacerle creer que era posible, que podía sentir y experimentar lo que tanto anhelaba para después, con toda posibilidad, hacerla despertar bruscamente de su sueño.

Thomas se dejó caer hacia atrás, arrastrándola consigo, hasta que ella quedó tumbada sobre él.

45

Lo mejor era no pensarlo más, dejarlo estar, ya que, de no ser así terminaría por amargarse. Seguir con la teoría de Scarlata O’Hara era lo mejor.

Se acomodó sobre él, siendo en todo momento consciente de su erección, que él insistía en hacer más evidente con sus descarados movimientos pélvicos.

Podía hacerse la tonta. Podía sí, pero… ¿para qué?

Él continuaba besándola, sin dejar de sujetarla por la nuca. Cosa que en el fondo no la disgustaba. Tenía en ese instante la sartén por el mango, estaba en una situación privilegiada y debía aprovecharse.

Ahora fue ella quien se restregó con esa polla que pedía paso y, como era lógico, él gruñó o protestó, no estaba segura. Pero, como la asió con más fuerza, lo dio por bueno.

Dejó de besarlo y se movió hasta poder acceder a su oreja. Ese tipo iba a saber lo que es bueno. Cuando alcanzó el lóbulo lo mordisqueó, lo lamió y lo atrapó entre sus dientes hasta que él no pudo más.

—Joder… dime que tienes los condones a mano.

—La duda ofende —le respondió con sorna susurrándoselo al oído.

Algo que no hizo otra cosa que incrementar su excitación. Y ella sonrió al ver los resultados.

Siguiendo con su papel de seductora agresiva, se dedicó a besuquearlo, de forma sonora, en el cuello, la garganta y en cada centímetro de piel que tenía a su alcance.

Las manos de él se posaron en su culo con el evidente propósito de deshacerse del tanga, tarea que ella le facilitó.

—Pónmelo con la boca.

Ella se apartó un instante para coger el pequeño envoltorio metálico y dejarlo a un lado, estratégicamente a mano y negó con la cabeza.

—¿Cómo que no? —preguntó él arrugando el entrecejo.

—No se me da bien. —¿Para qué omitir la verdad?

Él la miró esperando que ampliara esa afirmación.

Ella se encogió de hombros.

Él dejó de magrear su culo.

Ella le bajó los bóxers, liberando su erección.

Él inmediatamente se olvidó de todo lo demás.

Olivia se deslizó lentamente hacia abajo y, cuando estaba a sus pies, se deshizo de la cuestionable camiseta con un movimiento seductor y coqueto.

—Suéltate el pelo —gimió él, mirándola intensamente—. ¡Hazlo!

—Uy, qué exigente estamos hoy, ¿no? —se guaseó ella.

Pero no lo hizo esperar. Mientras se colocaba de nuevo encima de él, aprovechó para contonearse contemplándolo y sin apartar la mirada.

Aquello hacía tiempo que había dejado de ser sólo sexo.

Pero no era el momento idóneo para averiguarlo.

Thomas, impaciente como siempre o como nunca, tanteó con la mano hasta encontrar el preservativo, no quería apartar la mirada de la mujer que tenía encima. Joder, lo estaba volviendo loco, en más de un sentido, aunque, si tenía que concretar, estaba volviendo loca a su libido.

Se las apañó para enfundárselo sin quitarle ojo.

—Dime que va a ser memorable —murmuró él cuando la tenía a tiro. Un empujoncito y estaría en la gloria.

—Mejor que eso: inolvidable —aseveró con voz sugerente.

Él no puso en duda tal afirmación.

Thomas colocó ambas manos en su cintura para guiarla, pero sobre todo para no demorarlo más. Ella, hábil como siempre, agarró su erección y, sin pestañear, se colocó de forma precisa para ir bajando jodidamente despacio, según él; deliciosamente lento, según ella.

—Esto no ha hecho más que empezar. Aguanta un poco —dijo ella al ver su expresión de absoluta felicidad.

—Lo intentaré —prometió él dispuesto a ello—. Salvo que empieces a apretarme y a exprimirme. —Parecía una protesta pero de ningún modo lo era, estaba encantado.

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