Y para probar esa afirmación, su mano libre se deslizó bajo la almohada y buscó a tientas el cuchillo.
Pero el cuchillo ya no estaba allí. De alguna forma, había hallado el modo de abrirse camino hasta la mano del juguete. Y el juguete ya no era formal y educado; su rostro era como algo surgido de una pesadilla. Sólo un atisbo, antes de que el cegador destello de la hoja del cuchillo se abatiera sobre ella, una y otra y otra vez…
La habitación, naturalmente, era a prueba de ruidos, y había mucho tiempo. No descubrieron lo que quedaba del cuerpo de Juliette hasta pasados varios días.
Allá en Londres, tras el último y misterioso crimen cometido a primeras horas de la madrugada, jamás se encontró a Jack el Destripador…
* * *
Han pasado un cierto número de años desde que me senté ante la máquina de escribir un triste día de invierno y escribí
Yours Truly
:
Jack the Ripper
, para una revista. La revista en que apareció es hoy un fantasma, y no se interesa en fantasmas desde hace ya tiempo. Pero de algún modo mi pequeña historia parece haber sobrevivido. No ha dejado de perseguirme desde entonces, en nuevas ediciones, antologías, traducciones a otros idiomas, emisiones de radio y televisión.
Así que, cuando el recopilador de esta antología me propuso que colaborara con una historia y me sugirió: «¿por qué no algo acerca de Jack el Destripador en el futuro», sólo fui capaz de una respuesta.
Acaban de leerla.
Harlan Ellison
Aquí Robert Bloch, escribiendo acerca de Harlan Ellison. Y créanme, no es fácil.
Su contribución a esta antología resulta ser una secuela de la mía, de modo que me pidió que le escribiera una introducción, sólo como un asunto de injusticia poética.
No tengo la menor intención de redactar un perfil biográfico del hombre; seguro que no me necesita para ello. Ellison ha contado la historia de su vida tantas veces que uno pensaría que se la sabe de memoria.
Así que me veo obligado a dirigirme a la consideración de Ellison como fenómeno —el más fenomenal de los fenómenos— que ha marcado su huella en mí y en todos los escritores del género de la ciencia ficción durante los últimos quince años.
Cuando lo conocí, en la Convención Mundial de Ciencia Ficción de 1952, Harlan Ellison era un joven prometedor de dieciocho años. Hoy es un joven prometedor de treinta y tres. Esto no es una crítica, al contrario.
A los dieciocho años hizo la promesa de convertirse en un fan de primera línea. A los treinta y tres ha prometido convertirse en un escritor de primera línea. Y no se ha contentado con las promesas.
Como fan era fanático, ambicioso y agresivo. Como escritor profesional, esas cualidades siguen siendo obvias en toda su obra, y están acrecentadas con otra cualidad aliterada…, el talento.
Lean sus relatos cortos, sus novelas, sus artículos y sus críticas. Puede que no siempre estén de acuerdo con lo que dice o con la forma en que lo dice, pero el talento está ahí; la mezcla de emoción y excitación formulada con profunda convicción y compromiso. Cualquiera que sea la aparente forma gramatical con la que se presente, uno es consciente de que en realidad Ellison siempre está escribiendo en primera persona.
Menciono la emoción. Ellison opera a menudo de un extremo a otro, que van de la simpatía compasiva a la virtuosa indignación. Escribe lo que siente…, y ustedes sienten lo que escribe.
Menciono la excitación. Es un clima interior; un constante tornado en el cual una parte de Ellison permanece como el ojo…, un ojo tremendamente perceptivo. Puede descubrirse poca tranquilidad tanto en su vida como en su obra. Ellison, definitivamente, no es uno de esos autores que cultivan la serenidad de Buda mientras permanecen sentados contemplando el ombligo de su obra.
He mencionado la convicción. Puesto que no es un oscurantista, sus convicciones aparecen fuertes y claras…, en prosa y con un estilo personal. Esas convicciones crean a la vez admiradores y enemigos. Mitad aguijón, mitad orgullo, Ellison ha sido criticado por aquellos que insisten en considerar estas cualidades como admirables en un soldado, un político o un ejecutivo, pero algo degradante en un artista creativo. Ellison sobrevive a la contienda; es el único organismo vivo que conozco cuyo hábitat natural es el conflicto.
He mencionado el compromiso. Sus objetivos y su tenacidad lo han conducido a través de un amplio abanico de experiencias: un período en el ejército, una relación con bandas de adolescentes en busca de material de fondo, un trabajo de redactor, y la eterna lucha contra la crítica que cree que todo escritor debe adaptar su obra al gusto de otros árbitros.
Ellison ha tenido a menudo problemas con aquellos que han intentado dirigir sus escritos. En su avance de Cleveland a Nueva York y a Chicago ha dejado en su camino una estela de cabellos grises en directores de editoriales, algunos de ellos arrancados a mechones, de raíz. En Hollywood ha actuado como picador de productores, con su garrocha siempre blandida y lista para ser hincada a la primera aparición del toro.
Alguna gente admira su valor. Otros odian sus redaños. Pero él tiene su forma de probarse… y de mejorar.
Esta antología lo demuestra.
Durante los quince años en los cuales Ellison pasó de ser un fan al status profesional, literalmente cientos de lectores de ciencia ficción, escritores y editores han soñado en la publicación de una antología de este tipo.
Han soñado.
Ellison la ha convertido en realidad.
Soy consciente de que no he dicho nada sobre la inteligencia de Ellison, o la sensibilidad implicada en su trabajo, que le ha hecho ganar un Hugo de la Convención Mundial de Ciencia Ficción y un Nébula de la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de Norteamérica. Pueden descubrir esas cualidades por ustedes mismos leyendo la historia que sigue.
Es un tour de forcé, por supuesto, en la gran tradición del Gran Guiñol; una descendencia literaria lineal de figuras paternas tan temibles como el marqués de Sade y Louis-Ferdinand Céline. En su superficie salpicada de sangre constituye una obscenidad, una violación brutal de los sentidos y las sensibilidades.
Pero bajo las crudas e impresionantes alusiones a Eros y Thanatos se halla el significativo retrato del Hombre Obsesionado…, el Hombre Violento cuya transición del pasado al futuro nos deja con una profunda visión del Hombre Violento de hoy.
Porque Jack el Destripador está con nosotros ahora. Merodea de noche, huyendo del sol en una búsqueda de la deslumbrante incandescencia de una realidad interior…, y le vemos claramente en la historia de Ellison, hasta el punto de poder ver (y admitir) la violencia que se agazapa dentro de nuestras propias psiques. Aquí, todo lo que normalmente está prohibido se halla anormalmente liberado y realizado. ¿Divagaciones metafísicas? Antes de decidirse, lean la historia y dejen que el Destripador les destripe a ustedes, hasta la comprensión de los deseos y las fuerzas que la mayoría de nosotros nunca admitiremos, ni nos someteremos a ellas; fuerzas que, sin embargo, permanecen potencialmente vivas dentro de nosotros y de nuestra sociedad. Y ponderen, si lo desean, la parábola del dilema de Jack mientras busca —para utilizar una frase que todos nosotros usamos pero que raramente comprendemos— «labrarse un porvenir» por sí mismo.
Una obscenidad, sí. Pero una moralidad también; una terrible moralidad implícita en el conocimiento de que la víctima inevitable y definitiva del Destripador es siempre él mismo.
Al igual que usted y yo.
* * *
Ante todo estaba la ciudad; nunca de noche. Lisas paredes reflectantes de metal antiséptico, como un inmenso autoclave. Pura e inmaculada, dominada por un silencio jamás roto por el zumbido visceral de sus engranajes íntimos. La ciudad era autónoma. Los ruidos de pasos resonaban por todos lados, notas sordas y cadenciosas de un instrumento exótico con base de cuero. Los ruidos repercutían hacia su creador como una canción tirolesa lanzada de montaña en montaña. Ruido de invisibles ciudadanos cuya existencia era tan ordenada, higiénica, metálica, como la de la ciudad que habían concebido para que les protegiera en su seno de las embestidas del tiempo. La ciudad era una compleja arteria, sus habitantes eran la helada sangre que se deslizaba por ella. Ambos formaban un todo único Ciudad constantemente brillante, eterna en su concepto, edificada en un desafío de exaltantes formas; la más moderna de todas las estructuras modernas, concebida como una residencia archiperfecta por individuos perfectos. Último logro de todas las investigaciones sociológicas orientadas a la Utopía. Se la había llamado espacio vital, y estaban condenados a vivir en ella, país de ninguna parte, de estética implacable y aséptica.
Nunca de noche.
Nunca en sombras.
…una sombra. Una mancha moviéndose sobre la pureza del metal, arrastrando consigo fragmentos de tela y de tierra arrancados a tumbas cerradas desde hacía innumerables siglos. Una silueta.
Al pasar, tocó una pared gris como el acero de un cañón; sus dedos polvorientos quedaron impresos en ella. Una sombra furtiva avanzando a lo largo de calles antisépticas que se transformaban —a su paso— en oscuros callejones de otros tiempos.
Tenía una vaga conciencia de lo ocurrido. No de una forma precisa, no con muchos detalles; pero era fuerte; era capaz de salir de aquello sin que su mente de paredes frágiles como la cáscara de un huevo estallara. No veía ningún lugar, en la brillante estructura en que se hallaba, donde pudiera aislarse para pensar. Tan sólo necesitaba un poco de tiempo. Refrenó su paso, sin ver a nadie. Extrañamente, inexplicablemente, se sentía. ¿seguro? Sí, seguro. Por primera vez desde hacía mucho tiempo.
Hacía tan sólo unos instantes se hallaba ante el estrecho callejón frente al número 13 de Miller’s Court. Eran las seis de la madrugada. Londres estaba silencioso, y él se había detenido un instante en el callejón de los prostíbulos Mc Carthy, un corredor fétido de donde llegaban hedores de orina y donde las prostitutas de Spitalfields llevaban a sus clientes. Hacía tan sólo unos instantes, con su maletín negro conteniendo el feto en su frasco de formaldehído puesto a su lado en la opaca neblina, se había detenido para beber algo antes de regresar a Toynbee Hall dando un rodeo. Luego debían de haber transcurrido cinco minutos. Y de pronto se había hallado en otro lugar, y ya no eran las seis de la madrugada de un día glacial de noviembre de 1888.
Había levantado los ojos hacia la claridad que lo inundaba en aquel otro lugar. Un silencio de hollín reinaba en Spitalfields; y de pronto, sin la menor sensación de desplazarse o de haber sido desplazado, se halló, inundado de luz, en aquel otro lugar. Dándose un corto respiro, tan pocos minutos después del cambio, se apoyó en la pared de la ciudad y recordó aquella otra luz. La de los mil espejos. En las paredes, en el techo. Un dormitorio, con una mujer en su interior. Una mujer hermosa. No como Black Mary Kelly o Annie Chapman o Kate Eddowes o todas las demás basuras de las que había tenido que hacerse cargo.
Una mujer hermosa. Rubia, sana. hasta el momento en que le ofreció su cuerpo como cualquiera de aquellas vulgares rastreras que había tenido que utilizar en Whitechapel.
Una sibarita; una criatura para el placer; una Juliette, había dicho ella, antes de que él utilizara el cuchillo de larga hoja. Lo había encontrado bajo la almohada, en la misma cama hacia donde ella lo había atraído. Qué vergüenza, ni siquiera había sabido resistirse, desamparado, apretando su maletín negro como un niño que tiembla, él que se movía como un rey en la densa noche de Londres, él que ocho veces había cumplido impunemente su misión, para caer entre los brazos de una perdida, sí, una perdida como todas las demás, que se había aprovechado de él mientras él intentaba comprender lo que le ocurría y dónde se encontraba. Qué vergüenza. Y entonces había utilizado el cuchillo.
Habían pasado apenas unos minutos, y sin embargo había realizado un trabajo de artista.
El cuchillo era de un modelo extraño. La hoja parecía estar formada por dos finas piezas de metal, entre las cuales había algo que había adquirido intermitentemente una tonalidad rojiza, algo así como las chispas producidas por un generador Van de Graaff. Pero eso era perfectamente ridículo, ya que no estaba provisto de hilos ni de barra de contacto ni de nada que pudiera provocar ni siquiera la más pequeña descarga eléctrica. Lo había depositado en su maletín, donde estaba ahora junto con sus escalpelos, el ovillo de catgut, los frascos cuidadosamente alineados en sus fundas de piel y el bocal conteniendo el feto. El feto de Mary Jane Kelly.
Se había esmerado, pero sin perder tiempo. La había preparado casi exactamente igual que a Kate Eddowes: la garganta limpiamente incidida de oreja a oreja, el tronco hendido entre los senos y hasta la vagina, los intestinos extraídos y desplegados sobre el hombro derecho, a excepción de un trocito seccionado y colocado entre el brazo izquierdo y el cuerpo. El hígado había sido picado con la punta del cuchillo, y su lóbulo derecho escarificado verticalmente. (Se sorprendió al constatar que el hígado no ofrecía ningún signo de cirrosis, enfermedad tan común entre las prostitutas de Spitalfields, que bebían constantemente con la esperanza de escapar de la sórdida y grotesca existencia que se veían obligadas a llevar. Y de hecho, ésta parecía totalmente distinta a las otras, pese al carácter aún más desvergonzado de sus avances sexuales. Y el cuchillo oculto bajo su almohada.) Cortó la vena cava a la altura del corazón. Luego se ocupó del rostro.
Por un instante había pensado en retirar el riñón izquierdo, como había hecho con Kate Eddowes. Sonrió al imaginar la expresión que debió de mostrar el señor George Lusk, presidente del Comité de Vigilancia de Whitechapel, al recibir por correo la caja de cartón conteniendo el riñón de la señorita Eddowes, acompañado de aquellas palabras de alambicada ortografía:
Señor Lusk os embío desde el infierno este pequeño regalo la mitad de un riñón que la quité a una mujer de las bigiladas por usted. La otra mitad la ice a la plancha y me la comí y estaba mui buena. Si quereis el cuchiyo que la cortó puedo embiaroslo si esperais un poco. Cojedme cuando podais.
Había pensado firmar la nota: «Su seguro servidor, Jack el Destripador», o incluso Jack el Escurridizo, o El Carnicero, o cualquier otra cosa que se le ocurriera. Pero se había sentido frenado por una cuestión de estilo. Ir demasiado lejos en aquella dirección sería ir en contra de sus propias convicciones. Tal vez ya se había pasado de la raya al dar a entender al señor Lusk que se había comido la otra mitad del riñón.