Aquella rubia, aquella Juliette con su cuchillo oculto bajo la almohada, era la novena. Se apoyó contra la pared de acero perfectamente lisa, sin ninguna junta ni remache, y se pasó la mano por los ojos. ¿Cuándo iba a poder detenerse? ¿Cuándo terminarían comprendiendo, cuándo captarían su mensaje, un mensaje tan claro, escrito en sangre, que sólo la ceguera de su propia codicia les forzaba a ignorar? ¿Debería diezmar los innumerables regimientos de mujerzuelas de Spitalfields para quitar la venda de sus ojos? ¿Tendrían que acarrear los vertederos chorros de sangre negra antes de que se decidieran por fin a escuchar lo que intentaba decirles y emprendieran las necesarias reformas?
Sin embargo, cuando apartó sus manos manchadas de sangre de delante de los ojos, se dio cuenta de lo que tendría que haberle parecido evidente desde un principio: ya no estaba en Whitechapel. No estaba en Miller’s Court, ni en ningún otro lugar de Spitalfields. Quizá ni siquiera estuviera en Londres. Pero, ¿cómo podía ser así?
¿Le había llamado Dios a Su seno?
¿Estaba muerto sin darse cuenta de ello, en algún lugar entre la lección de anatomía de Mary Jane Kelly (la muy sucia, ¡se había atrevido a besarle!) y el destripamiento en la habitación de aquella Juliette? ¿Por fin había decidido el Cielo recompensarle por el trabajo que había efectuado?
¡Oh, si el reverendo Barnett pudiera verlo! ¡Si hubiera podido saberlo todo! Pero «el Carnicero» no estaba dispuesto a hablar. Que las reformas se hicieran tal como el reverendo y su mujer las deseaban; que aplicaran los beneficios a sus sermones y sus peticiones, en lugar de a los escalpelos de Jack.
Pero si él estaba muerto, ¿su trabajo había llegado a buen fin? Aquel pensamiento le hizo sonreír. Si el Cielo le había llamado, eso tenía que significar que su trabajo había llegado a buen puerto. Definitivamente. Sí, pero en esas condiciones, ¿quién era la Juliette cuyo cuerpo se enfriaba, abierto y húmedo, en la habitación de los mil espejos?
En aquel momento conoció el miedo.
¿Y si el propio Dios hubiera interpretado mal lo que había hecho?
Al igual que lo había interpretado mal el buen pueblo de la reina Victoria. Al igual que lo había interpretado mal sir Charles Warren. ¿Y si Dios había visto tan sólo lo superficial e ignorado la verdadera razón? ¡No! ¡Ese pensamiento era ridículo! Si alguien estaba en situación de comprender, ese alguien era Aquel que le había dictado lo que había que hacer para enderezar la situación.
Dios le amaba tal como él amaba a Dios, y Dios le comprendía.
Pero en aquel instante conoció el miedo.
Porque, ¿quién era la mujer que acababa de degollar?
—Era mi nieta Juliette —dijo una voz en su oído.
Su cabeza se negó a moverse, a volverse aunque fuera tan sólo unos centímetros para ver a quien había hablado. El maletín se hallaba en el liso y reflectante suelo, a su lado. No tenía tiempo de sacar el cuchillo antes de ser alcanzado. Al final habían conseguido atrapar a Jack. Empezó a temblar incontroladamente.
—No tema nada —dijo la voz.
Era una voz cálida y tranquilizadora. La de un hombre más viejo que él. Temblaba como si tuviera fiebre. Pero se volvió para mirar. Era un anciano sonriente, amable y comprensivo. Que habló de nuevo, sin mover los labios:
—Nadie puede hacerle daño. ¿Cómo se encuentra?
El hombre de 1888 se dejó caer lentamente de rodillas.
—Perdón, Dios mío. No lo sabía —murmuró.
El estallido de la risa del viejo resonó en la cabeza del hombre que estaba de rodillas. Se elevó límpido como un rayo de sol recorriendo una de las callejuelas de Whitechapel entre el mediodía y la una de la tarde, iluminando los grises ladrillos de las paredes cubiertas de hollín. Resonó límpido y purificador en su mente.
—Yo no soy Dios —dijo el viejo—. La idea es espléndida, pero no soy Dios. ¿Le gustaría encontrar a Dios? Seguramente uno de nuestros artistas podrá modelar uno para usted. ¿Es muy importante? No, ya veo que no es muy importante. Qué extraña mente tiene usted. No es ni creyente ni no creyente. ¿Cómo puede contener los dos conceptos a la vez? ¿Quiere que rectifique algunas de sus configuraciones cerebrales? No, ya veo. Tiene miedo. Dejémoslo por ahora. Ya lo haremos en otra ocasión.
Tomó por el cuello al hombre arrodillado y lo obligó a levantarse.
—Está usted cubierto de sangre. Habrá que limpiar todo eso. Hay un ablutorio no lejos de aquí. A propósito, he quedado muy impresionado por la forma en que se ha ocupado usted de Juliette. Es la primera vez, ¿sabe? No, claro, no puede saberlo, por supuesto. Pero es el primero que le ha administrado un tratamiento digno de ella. Le hubiera gustado ver lo que le hizo a Caspar Hauser. Le trituró una punta de su cerebro y lo envió a su casa para que viera un poco de su vida, y entonces la muy sinvergüenza me lo hizo traer otra vez y terminó su trabajo con el cuchillo. Ese mismo que ha tomado usted, supongo. Y luego lo envió de nuevo a su época. Oh, sublime misterio. Figura en todos los anales de enigmas no resueltos. Pero era una chapucera. No como usted. Ponía mucha labia a sus diversiones, pero ningún estilo. Excepto con el juez Crater. Allí sí que. —Se interrumpió, riendo con aire lascivo—. Pero estoy chocheando. Supongo que querrá usted adecentarse un poco y visitar algo el lugar, ¿no? Luego podremos charlar. Lo único que quería era que supiera que estoy contento de la forma como la ha liquidado. Pero, en cierto sentido, voy a echarla de menos. Fornicaba con tanto arte.
El viejo tomó el maletín y arrastró al hombre sucio de sangre a través de las claras y espejeantes calles.
—¿Usted quería que la mataran? —preguntó el hombre de 1888, incrédulo.
—Naturalmente —asintió el viejo, sin que sus labios se movieran ni una sola vez—. De otro modo, ¿para qué le habría traído a Jack el Destripador?
«¡Oh, Dios mío!», pensó él. «¡Estoy en el Infierno, e inscrito con el nombre de Jack!»
—No, no muchacho. No está en el infierno, en absoluto. Está en el futuro. El futuro para usted, el presente para mí. Viene usted de 1888 y está ahora en el. —Se interrumpió unos instantes, contando silenciosamente, como si tuviera que convertir manzanas en dólares, y luego prosiguió—. En el 3077. Es un mundo hermoso, no faltan las diversiones y nos sentimos felices de recibirle entre nosotros. Ahora venga. Vamos a limpiar un poco todo eso.
En el ablutorio, el abuelo de la difunta Juliette cambió de cabeza.
—En realidad tengo horror a hacerlo —explicó al hombre de 1888, agarrando sus mejillas con todos los dedos y tirando de la fláccida piel como si fuera goma—, pero Juliette insistía siempre. Yo ya quería darle ese gusto, si con ello hubiera conseguido enderezarla. Pero luego había todos esos juguetes que tenía que traerle del pasado, y luego verme obligado a cambiar de cabeza cada vez que quería acostarme con ella. Era horrible, realmente horrible.
Penetró en una de las numerosas cabinas, todas idénticas, empotradas en la pared. La puerta pivotó con un ligero chac blando, casi quitinoso. Luego pivotó otra vez, y el abuelo de la difunta Juliette, ahora seis años más joven que el hombre de 1888, salió de nuevo, completamente desnudo y con una nueva cabeza.
—El cuerpo está en buen estado —dijo, examinando las partes genitales y una peca en su hombro derecho—. Lo cambié el año pasado.
El hombre de 1888 desvió la mirada. Estaba en el Infierno, y Dios lo odiaba.
—Vamos, no se quede ahí, Jack. —El abuelo de Juliette sonrió—. Métase en una de esas cabinas y haga sus abluciones.
—No me llamo así —dijo el hombre de 1888 muy suavemente, como si acabara de ser golpeado por la correa de un látigo.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero no importa. Ande, vaya ahora a lavarse.
Jack se acercó a una cabina. Era de color verde pálido, que se transformó en malva cuando él se detuvo ante ella.
—¿Qué es lo qué…?
—Va a limpiarle, eso es todo. ¿De qué tiene miedo?
—No quiero ser cambiado.
El abuelo de Juliette se rió.
—Es un error —dijo sibilinamente.
Hizo un gesto imperioso con la mano, y el hombre de 1888 penetró en la cabina que pivotó rápidamente en su nicho y se hundió en el suelo emitiendo un triunfal sisss. Cuando volvió a ascender, pivotó y se abrió. Jack salió titubeando, con aspecto de terrible desorientación. Sus largas patillas habían sido escuadradas cuidadosamente, su barba de tres días había desaparecido, sus cabellos eran más claros y ya no llevaba la raya en medio, sino a un lado. Seguía llevando el mismo abrigo negro con cuello y puños de astracán, el mismo traje oscuro con una camisa blanca y una corbata negra, sujeta con una aguja en forma de herradura, pero todo parecía nuevo ahora, inmaculado, quizás incluso sintético y fabricado a la imagen de sus antiguas ropas.
—¡Ajá! —exclamó el abuelo de Juliette—. ¿No es mejor así? No hay nada como una buena sesión de limpieza para ponerle a uno las ideas en su sitio.
Penetró en otra cabina de donde salió unos segundos más tarde vestido con un traje de papel que le cubría ajustadamente desde el cuello hasta los pies. Avanzó hacia la salida.
—¿Dónde vamos ahora? —preguntó el hombre de 1888 al rejuvenecido abuelo, que avanzaba a su lado.
—Quiero presentarle a alguien —respondió el abuelo de Juliette, y Jack se dio cuenta de que ahora sí movía los labios. Pero decidió no hacer ningún comentario. Debía haber alguna razón para ello—. Iremos a pie, si me promete no lanzar exclamaciones de admiración acerca de la ciudad. Es una hermosa ciudad, por supuesto, pero yo vivo en ella y, francamente, encuentro el turismo tan aburrido.
Jack no respondió. El viejo tomó aquello como una aceptación a sus condiciones.
Así pues, caminaron. El peso de la ciudad impresionaba terriblemente a Jack. Era extensa, maciza, extraordinariamente limpia. Lo que había soñado para Whitechapel se había realizado aquí. Preguntó acerca de los barrios bajos, de los antros de vicio. El viejo agitó la cabeza.
—Desaparecieron hace mucho tiempo.
Así pues, había ocurrido. Las reformas por las cuales había expuesto su alma inmortal habían llegado. Haciendo balancear su maletín, anduvo con un paso más ligero. Pero al cabo de unos minutos su paso se hizo de nuevo más lento: no había nadie por las calles.
Nada más que edificios limpios y brillantes, calles que partían en todos sentidos y se cortaban bruscamente, como si el arquitecto hubiera decidido que, puesto que la gente podía desaparecer en un punto y reaparecer en otro distinto, ¿para qué romperse la cabeza haciendo calles que fueran de un lugar a otro?
El suelo era de metal, el cielo parecía metálico; los edificios se alzaban por todas partes, monótonas prolongaciones de metal insensible explorando un espacio plano. El hombre de 1888 se sintió terriblemente solo, como si cada uno de los actos que había realizado hubiera alienado un poco más a aquellos a quienes había intentado ayudar.
A su llegada a Toynbee Hall, cuando el reverendo Barnett le abrió los ojos acerca de la horrible realidad de los antros de Spitalfields, había hecho votos de poner remedio a la situación por todos los medios a su alcance. Tras algunos meses en los bajos fondos de Whitechapel, lo que tenía que hacer le había parecido tan simple como su fe en Dios. ¿Cuál era la utilidad de las rameras? No mayor que la de los microbios que las infestaban.
Así pues, había dejado hablar a Jack, para cumplir la voluntad del Señor y liberar los miserables desechos que habitaban al este de Londres. Que lord Warren, el comisario de la Policía Metropolitana, la reina y todos los demás le tomaran por un médico loco, por un carnicero sanguinario o por una bestia con apariencia humana no le importaba en lo más mínimo. Sabía que él permanecería anónimo hasta el fin de los tiempos, pero que el generoso proceso que había puesto en marcha alcanzaría un día sus maravillosos resultados: la destrucción de la más horrible de las lacras que Inglaterra hubiera conocido nunca.
Sin embargo, ahora el tiempo había pasado; y se encontraba en un mundo aparentemente sin lacras, una Utopía esterilizada que era la concreción de todos los sueños del reverendo Barnett. Y sin embargo, pese a todo ello. algo sonaba a falso.
El abuelo, con su joven cabeza.
El silencio en las desiertas calles.
La mujer, Juliette, y su extraño pasatiempo.
El poco caso que se había hecho a su muerte.
La certeza del abuelo de que él, Jack, iba a matarla. Y la amistad que le testimoniaba ahora.
¿Adónde iban?
A su alrededor, la ciudad. El abuelo andaba sin prestar atención; Jack miraba pero no comprendía nada. Pero esto es lo que vieron mientras andaban:
Mil trescientos rayos de luz de treinta centímetros de largo por siete moléculas de espesor surgieron a las calles de metal por unos intersticios casi invisibles, se desplegaron en abanico e inundaron las paredes de los edificios; tomaron un vago tono azulado, recorrieron el contorno de las superficies, se doblaron en ángulo recto y volvieron a doblarse, una y otra vez, como un papel en un ejercicio de papiroflexia; cambiaron de nuevo de tonalidades, ahora eran dorados, penetraron a través de la superficie de los edificios, se dilataron y se contrajeron en ondas compactas, se extendieron sobre todas las superficies interiores, luego se replegaron rápidamente y desaparecieron. El proceso completo había durado doce segundos.
La noche cayó sobre un cuadrado de la ciudad que comprendía doce edificios. Descendió como un macizo pilar de duras aristas que coincidían con el ángulo de las calles. Del interior de la zona oscura llegaron ruidos indistintos, cantos de grillos, eructar de sapos, pájaros nocturnos, rumor del viento entre los árboles, y una música lejana de instrumentos imposibles de identificar.
Aparecieron paneles de escarchada luz, suspendidos en el aire. Una presencia ondulante e indefinible se lanzó al asalto de los niveles superiores de un gran edificio situado en la prolongación de esos paneles. Cuando éstos descendieron lentamente, el edificio se volvió fluido y se diluyó en corpúsculos de luz que flotaron en el aire. Cuando los paneles alcanzaron el suelo, el edificio se había desmaterializado por completo. Los paneles se tiñeron con una fuerte coloración anaranjada y comenzaron una nueva ascensión en dirección al cielo. A medida que subían, una masa se creaba en lugar del antiguo edificio, extrayendo al parecer del aire que lo rodeaba corpúsculos de luz, y fundiéndolos en una entidad que se transformó en el momento en que los paneles cesaron su ascensión, en un nuevo edificio. Los paneles de luz escarchada desaparecieron.