Visiones Peligrosas I (28 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas I
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* * *

A menudo los caminos por los que nos arrastra nuestra mente no son aquellos que creemos estar tomando. Y los destinos dejan frecuentemente que desear en el área de la hospitalidad. Éste es el caso de la historia que acaban de leer.

Me tomó quince meses —tomándolo y dejándolo— escribir El merodeador en la ciudad al borde del mundo. Como indiqué en mi introducción a la historia de Bob Bloch, al principio fue una imagen visual sin un argumento…, la criatura inmunda en la ciudad de esterilizada pureza. Parecía una espléndida ilustración, pero muy poco más que eso, me temo. Como máximo pensé que proporcionaría un breve momento de horror en un libro donde el realismo (aunque arropado de fantasía) estaba omnipresente.

Sugerí la ilustración a Bloch, y él dio su versión de ella. Pero la locura de intentar meter la visión de un hombre en la cabeza de otro hombre (aunque la visión estuviera originada directamente por la visión del primer hombre) era obvia.

Así que decidí colorear mi propia ilustración. Con permiso de Bloch. Pero ¿qué era mi historia? Estaba intrigado por el concepto mismo de un Destripador, un asesino obviamente loco que pese a todo actuaba con tanta habilidad que jamás fue aprehendido.

Y las cartas jactanciosas que enviaba a los periódicos, a la policía, a George Lusk, de los vigilantes del Este de Londres. ¡Qué audacia la de aquel hombre! ¡Qué eterno horror! Me sentía prendido por el tema.

Pero aún no había historia.

Sin embargo, intenté escribirla. La empecé dos docenas de veces —fácilmente— en los quince meses durante los cuales preparé esta antología. La empecé, y me vi frenado tras una o dos páginas, abrumado por mi propia pomposidad. No tenía nada en mi cabeza excepto un simple dibujo. Jack en el autoclave. La historia languideció mientras escribía un film y media docena de guiones para televisión, dos docenas de relatos, incontables artículos, reseñas, críticas e introducciones, y preparaba este libro. (Para aquellos que piensan que un escritor es alguien que pone su nombre en un libro, déjenme decirles que eso es un «autor». Un «escritor» es el pobre diablo que no puede impedir el poner sobre el papel incluso sus más delirantes pensamientos. Yo soy un escritor. Yo escribo. Eso es lo que hago. Y lo hago incesantemente.) La historia iba acumulando polvo.

Pero un escritor al que en un tiempo admiré mucho me dijo que por lo general una «depresión de escritor» no era una depresión propiamente dicha, sino un período de transición. Un período meseta en el cual su estilo, sus puntos de vista y sus intereses pueden estar transformándose. He descubierto que tenía razón. Cuando tengo ideas para historias que no consigo trasladar al papel, las dejo incubar. Durante años. Y entonces, un día, casi mágicamente, salto sobre el esbozo de la idea y la empiezo, y ahí está, escrita en unas horas. Inconscientemente, estuve dándole vueltas y más vueltas a esa historia en mi cabeza durante el tiempo en que otras cosas reclamaban a nivel consciente mi atención. En mi Cerebro de Escritor sabía que no poseía el talento o la agudeza necesarios para llevar a término la historia que deseaba hacer, y que si me empeñaba en escribirla (como hacía cuando era más joven y necesitaba decirlo todo), produciría una historia medio lograda.

Éste era precisamente el caso con El merodeador. A medida que pasaban los meses, me daba cuenta de que lo que estaba intentando hacer era decir algo acerca de los límites y dimensiones del mal en una sociedad total. No era simplemente la historia de Jack; era la historia de los efectos del mal, per se, en una cultura maléfica.

Aquello empezaba a ser algo embriagador. Me di cuenta de que no podía escribirla a partir de la escasa información sobre Jack que podía obtener del Yours Truly, Jack the Ripper de Bloch, o del Little Blue Book (Pequeño libro azul) de E. Haldeman-Julius, que había leído en la escuela secundaria, o incluso de las referencias de pasada de The Lodger (El huésped) de Alan Hynd y la señora Belloc Lowndes, que había encontrado. De pronto tuve un proyecto en mis manos. La integridad de la historia exigía que me documentara profundamente.

De modo que leí todo lo que pude encontrar. Recorrí las librerías y las bibliotecas en busca de libros de referencia sobre Jack. Y a este respecto debo expresar mi gratitud y mi placer a los libros de Tom A. Cullen, Donald McCormick, Leonard P. Matter y The Harlot Killer (El asesino de prostitutas), recopilado por Allan Barnard, que encendieron aún más mi curiosidad acerca de esa increíble criatura conocida como Jack.

Estaba atrapado. Leí incesantemente acerca de los acuchillamientos. Y sin siquiera darme cuenta de ello, empecé a formarme mis propias conclusiones acerca de cómo debía de haber sido Jack.

La idea del «asesino invisible» —un asesino que podía ser visto cerca de la escena del crimen y no ser considerado un sospechoso— ya no me abandonó. La audacia de los crímenes y su naturaleza relativamente abierta —en calles, patios y callejones— parecía insistir en que mi hombre era un «asesino invisible». ¿Invisible? Veamos, consideremos: en el Londres Victoriano un policía sería invisible, una comadrona sería invisible, y… un sacerdote sería invisible.

La forma en que las pobres prostitutas habían sido asesinadas me indicaba dos cosas: un hombre obviamente familiarizado con las técnicas quirúrgicas, y un hombre adicto al concepto de feminidad que prevalecía en aquella época.

Pero por encima de todo, el esquema y la forma de los crímenes me sugerían —además y por encima de la obvia perturbación mental del asesino— que el sacerdote/asesino estaba intentando formular una declaración. Una declaración alocada y absolutamente atroz, por supuesto, pero una declaración pese a todo.

De modo que continué mis lecturas con todos estos hechos relacionados en mi mente.

Y en todo lo que leía el nombre del reverendo Samuel Barnett aparecía con regularidad. Era un hombre socialmente consciente que vivía en aquella zona, en Toynbee Hall. Y su esposa había hecho circular la petición dirigida a la reina Victoria. Su educación y sus aptitudes coincidían completamente, y por supuesto poseía el fervor religioso necesario para desear ver limpio de podredumbre su barrio a toda costa.

Mi mente saltó el abismo. Si no era Barnett —afirmación que, aun en una obra de ficción, con respecto a un hombre muerto hacía mucho tiempo, podía acarrear los peligros del libelo y la difamación—, entonces alguien cercano a Barnett. Un hombre más joven, quizás. Y de un concepto a otro la teoría fue formándose por sí misma, hasta que tuve en mi Cerebro de Escritor un retrato exacto de lo que era Jack el Destripador, y de cuáles habían sido sus motivaciones.

(Me alegré personalmente al leer en el libro de Tom Cullen sobre el Destripador, después de que mi teoría se hubiera establecido con firmeza en mi mente, que en muchos aspectos —aunque él apuntara a otro sospechoso— él había atribuido los mismos motivos a su Destripador que yo al mío.)

Entonces se inició un período de escritura que se prolongó durante varias semanas. Ésta es una de las historias que más me ha costado escribir. Me sentía furioso ante las limitaciones de la página impresa; deseaba librarme de ello, y lo mejor que pude hacer fue utilizar trucos tipográficos, que en un análisis final no son más que meros trucos. ¡Tiene que existir alguna forma en que un escritor pueda escribir un libro con un impacto tan visual y sensorial como un film!

En cualquier caso, mi historia ha sido contada.

El Jack que presento es el Jack que hay en todos nosotros, por supuesto. El Jack que nos dice que nos paremos y miremos cómo una Catherine Genovese es degollada, el Jack que tolera Vietnam porque no nos importa vernos envueltos en ello, el Jack que necesitamos. Somos una cultura que necesita sus monstruos.

Tenemos que desafiar a nuestros Al Capone, nuestros Billy el Niño, nuestros Jesse James, y todos los demás, incluidos Jack Ruby, el general Walker, Adolf Hitler e incluso Richard Speck, cuya carnicería al estilo Destripador de las enfermeras de Chicago ha empezado a ser considerada como una leyenda moderna.

Somos una cultura que crea a sus asesinos y sus monstruos y luego les proporciona lo único que Jack nunca fue capaz de conseguir: realidad. Él era un hombre condenado que deseaba desesperadamente ser reconocido por lo que había hecho (como lo demuestran las notas que escribió), pero que no pudo salir a la luz pública por miedo a ser capturado. La sensación de desgarro de un hombre que siente que la multitud lo venerará, aunque lo linche.

Éste es el mensaje de la historia. Ustedes son los monstruos.

La noche en que todo el tiempo escapó

Brian W. Aldiss

Brian Aldiss es un colega inglés que ganó un premio Hugo por su serie
Hot
-
house
(
Invernáculo
) hace algunos años, y un Nébula el año pasado por
The Saliva Tree
(
El árbol de saliva
), en un empate con otro relato, como mejor novela corta. Produjo también la novela
Los oscuros años luz
, en la que sólo hablaba de mierda. Eso es lo que yo llamo una visión peligrosa.

Vive en Oxford, Inglaterra. Nació el 18 de agosto de 1925 en East Dereham, Norfolk. Confiesa no tener religión, y está divorciado y casado de nuevo con Margaret (me han dicho), una muchacha deliciosa y encantadora.

Los libros de Aldiss incluyen
Starship
(
Nave estelar
),
Hot
-
house
(
Invernáculo
),
Greybeard
(
Anciano
),
Who Can Replace a Man! (¡
Quién puede reemplazar a un hombre!),
Earthworks
(
Un mundo devastado
), y es coantologista (con Harry Harrison) de
Nébula Awards Two
(
Premios Nébula dos
). Es también, incidentalmente, director literario del Mail de Oxford. Fue Huésped de Honor en la XXIII Convención Mundial de Ciencia Ficción, que se celebró en Londres en agosto de 1965.

Como recopilador de esta antología, yo sabía muy poco de Aldiss, excepto que admiraba su obra y deseaba obtener alguna historia suya. Habiendo recibido, leído y aceptado el singular relato que sigue, considero que mi responsabilidad en el asunto termina ahí. Cedo pues la palabra al propio señor Aldiss (pronuncíese Oldiss):

Nacido en 1925, puedo recordar haber sido llevado a la escuela —al jardín de infancia— cruzando las filas de gente sin empleo que aguardaba el auxilio social, mientras mi niñera se mostraba terriblemente asustada ante ellos. Eso debió de ser la gran depresión.

Empecé a escribir casi al mismo tiempo que aprendí a leer, y desde entonces nunca he parado realmente. Escribía ciencia ficción a la edad de seis años, antes de saber qué era aquello exactamente; escribí pornografía en el internado antes de saber de qué se trataba. Pasé cuatro años en las fuerzas armadas (1943-1947), con la edad justa para ser enviado a Birmania al servicio activo y ver algo de la guerra contra el Japón. Esos años adolescentes me produjeron una gran impresión… Vi la India, Birmania, Assam, Ceilán, Sumatra, Malaya, Hong Kong.

Después de todo eso, ya no deseaba hacer nada; nunca lo deseé, de hecho, excepto vivir y escribir. Probé a trabajar en una librería, pensando que al menos eso me daría la oportunidad de leer. Tras un tiempo dejé de escribir para mí y probé a escribir para el público. La cosa funcionó. Abandoné la librería. Mi carrera de escritor ha sido feliz y ha ampliado mis horizontes, permitiéndome entrar en contacto con mucha gente agradable e interesante. En ese aspecto he sido tremendamente afortunado. Mi mala fortuna llegó con mi matrimonio, una batalla que duró unos quince años…; sin embargo, todo eso ha terminado ya, y ahora estoy felizmente casado de nuevo.

En Inglaterra soy muy conocido; la edición de bolsillo de mi último libro me proclama «El mejor autor británico de ciencia ficción»… Puede que no sea totalmente cierto, ¡pero seguro que hace morderse las uñas a la oposición! Dentro de este pequeño campo soy muy versátil: escribo novelas y relatos cortos de diversa clase, produzco antologías (las tres que hice para
Penguin Books
siguen vendiéndose como rosquillas), aparezco en convenciones y en debates literarios, así como en la televisión y la radio. También dirijo junto con Harry Harrison una revista dedicada exclusivamente a la crítica literaria de ciencia ficción:
SF Horizons
.

En 1964, con mi matrimonio en un punto muerto, me compré un Land Rover de segunda mano y me fui a pasar seis meses a Yugoslavia, viajando un poco al azar, principalmente por el sur, Macedonia y todo eso. De la experiencia surgió un libro. A su debido tiempo, espero cubrir el resto de los antiguos estados bizantinos. Y me encanta viajar por los países comunistas…; el hecho de que en caso de que las cosas se líen ellos estarán al otro lado de las alambradas le da un cierto sabor a la vida. Aunque no quiero decir que los yugoslavos no sean agradables.

Sigo siendo un hombre sin ambiciones…, excepto una; sé que soy el mejor autor de ciencia ficción del mundo; ¡desearía que los demás lo supieran también!

* * *

El dentista le indicó con una sonrisa la puerta, mientras le pedía un taxi. Se estaba posando en el balcón cuando ella salió.

Era del tipo no automático, lo suficientemente pasado de moda como para ser considerado chic. Fifi Fevertrees sonrió de modo deslumbrante al conductor y subió.

—Servicio extraurbano —dijo—. A la ciudad de Rouseville, fuera de la Ruta Z4.

—Así que vive en el campo, ¿eh? —dijo el taxista, alzándose hacia el seudo azul y conduciendo como un loco con un solo pie.

—Me gusta el campo —dijo Fifi a la defensiva. Vaciló, y luego decidió que podía permitirse un poco de vanagloria—. Además, es mucho mejor ahora que han conseguido que las cañerías del tiempo lleguen hasta allí. Precisamente nuestra casa va a ser conectada a la canalización ahora…; todo estará listo cuando yo llegue.

El taxista se alzó de hombros.

—Apostaría a que eso debe de costar un montón, en el campo.

—Tres payts cada unidad básica.

El otro silbó significativamente.

Ella sintió deseos de decirle más, de contarle lo excitada que estaba, cuánto hubiera deseado que papá estuviera vivo para gozar de la experiencia de estar conectado a las canalizaciones temporales. Pero era difícil hablar con el pulgar en la boca, de modo que se miró en su espejo de muñeca y palpó para ver lo que el dentista le había hecho.

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