Visiones Peligrosas I (22 page)

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Authors: Harlan Ellison

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Visiones Peligrosas I
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Poul Anderson me escribió una nota hace unos meses, explicándome que acababa de terminar una historia que estaba a punto de enviar a un editor, cuando se dio cuenta de que era muy semejante al tema de una historia que yo había leído en una conferencia de escritores a la que ambos habíamos asistido hacía apenas un mes o dos. Añadía que su historia era tan sólo vagamente similar a la mía, pero deseaba avisarme de este parecido a fin de que luego no surgiese ningún problema. Era una carta retórica; soy arrogante, pero no tan arrogante como para pensar que Poul Anderson necesita copiarme. Del mismo modo, en la Convención Mundial de Ciencia Ficción que se celebró el año pasado en Cleveland, el conocido fan alemán Tom Schlück y yo fuimos presentados. (Tom estaba invitado allí como Fan de Honor, una tradición de intercambio entre países perpetuada por el TransAtlantic Fan Fund). Lo primero que hizo después de que nos estrecháramos las manos fue darme un libro de bolsillo de ciencia ficción en alemán. Tuve alguna dificultad en comprender por qué me lo daba. Tom abrió el libro, una recopilación de relatos escritos con seudónimo por Walter Ernsting. La dedicatoria decía: «A Harlan Ellison, con mis saludos y mi agradecimiento». Seguía sin comprender. Entonces Tom pasó a la primera historia, cuyo título era Die Sonnenbombe. Bajo el título decía: Nach einer Idee von Harlan Ellison. Fruncí el ceño. Seguía sin comprender. Reconocí mi propio nombre, que suena igual en todos los idiomas excepto el ruso, el chino, el hebreo o el sánscrito, pero yo no leo alemán, y me temo que me quedé allí como un tonto. Tom explicó que la idea básica de la historia que yo había escrito en 1957 —
Run for the Stars
(
El último hombre
)— había inspirado a Ernsting a escribir Die Sonnenbombe. Era el feedback literario, la realimentación, venida del otro lado del mundo. Me sentí profundamente emocionado, y más aún, era un sentimiento de justificación. Todo escritor, excepto los más mercenarios, espera que sus palabras vivan después de que él sea metido en el agujero, que sus pensamientos influyan en la gente. Esta no es la finalidad primordial de escribir, por supuesto, pero es el tipo de deseo secreto comparable al del Hombre Medio con respecto a tener hijos, a que su nombre no muera con él. Y allí, en mis manos, estaba la prueba visible de que algo que mi mente había evocado había alcanzado su finalidad y había activado la imaginación de otro hombre. Era obviamente la forma más sincera de homenaje, y en absoluto un «plagio». Era el feedback literario. Los casos de realimentación como éste entre escritores son innumerables, y algunos de ellos, legendarios. Ésa es la razón de los seminarios entre escritores, los talleres de escritura, las conferencias, y el interminable intercambio de cartas entre escritores. ¿Qué tiene que ver todo esto con Robert Bloch, el autor de la historia que sigue? Todo.

En 1943 Robert Bloch había publicado una historia titulada
Yours Truly
:
Jack the Ripper
(
Sinceramente suyo
,
Jack el Destripador
). El número de veces que ha sido reeditada, incluida en antologías, transmitida por radio y televisión, y sobre todo plagiada, es sorprendente. Yo la leí en 1953, y nunca he podido olvidarla. Cuando oí su dramatización en el Molle Mystery Theater, se convirtió en uno de mis recuerdos recurrentes preferidos. La idea original de la historia era simplemente que Jack el Destripador, matando en momentos específicos, había hecho las paces con los dioses de las tinieblas y gracias a ello se le había concedido la vida eterna. Jack era inmortal, y Bloch trazaba con fría y metódica lógica el rastro de una serie de asesinatos similares a los del Destripador en casi todas las grandes ciudades del mundo a lo largo de un período de cincuenta o sesenta años. La idea de Jack —que nunca fue detenido— viviendo de era en era cautivó mi imaginación. Cuando llegó el momento de reunir esta antología, llamé a Robert Bloch y le sugerí que dado que Jack era inmortal, podía seguir cometiendo sus crímenes en el futuro. La imagen de una criatura de la niebla y la suciedad de Whitechapel, la oscura silueta de Mandil de Cuero, errando por una estéril y automatizada ciudad del futuro era un anacronismo que me fascinaba. Bob aceptó, y dijo que se pondría inmediatamente al trabajo. Cuando su historia llegó, era (perdón por la palabra) una delicia, y la adquirí inmediatamente. Pero la idea de Jack en el futuro no abandonaba mis pensamientos. Le daba vueltas y más vueltas con una fascinación casi mórbida. Finalmente le pregunté a Bob si le importaría que mi historia para este libro prosiguiera allí donde él había dejado la suya. Dijo que le parecía estupendo. Se trataba, como he dicho, de un acto de feedback literario, en su más puro sentido. Y de nuevo la forma más sincera de halago: Bloch había desencadenado, literalmente, el proceso creativo de otro autor.

La historia que sigue a la historia de Robert Bloch es el producto de ese feedback. El propio Bloch aceptó amable y graciosamente escribir la introducción de mi historia, en un esfuerzo por vengarse de esta introducción a su historia. Formando un nudo, las dos introducciones, las dos historias y los dos epílogos parecen haberse mezclado en una unidad que demuestra más admirablemente que un millón de palabras de críticas literarias lo que un escritor puede obtener de otro.

Lo que este recopilador en particular obtuvo de ese escritor en particular llamado Robert Bloch es mucho más que la historia de una idea. Vi por primera vez a Bloch —alto, jovial, de rasgos enérgicos, con gafas, fumando a través de una larga boquilla al estilo de Eric von Stroheim— en la Convención del Medio Oeste de Ciencia Ficción, celebrada en el hotel Beatley's-on-the-Lake en Bellefontaine, Ohio, en 1951. Yo tenía unos dieciocho años. Era odioso, ávido, hambriento por conocerlo todo respecto a la ciencia ficción. Bloch era por aquel entonces, y desde hacía varios años, una leyenda viviente. Aun siendo un reconocido profesional con bastantes libros e historias en su haber, siempre estaba disponible incluso para los más insoportables fans ansiosos de conseguir una historia o artículo para cualquier semilegible revista de aficionados. Gratis, por supuesto. Era el eterno maestro de ceremonias, y sus brindis eran una combinación de frases banales con comentarios incisivos. Conocía a todo el mundo, y todo el mundo lo conocía a él. Y el mocoso Ellison se lanzó a trepar por aquel pilar de fantasía.

No recuerdo lo que ocurrió en aquella ocasión, pues las brumas del tiempo y los estragos de la senilidad me han alcanzado ya a la edad de treinta y tres años, pero debió de ser algo memorable, porque alguien tomó nuestra fotografía, y aún conservo una copia: allí estoy yo, con aspecto más presumido que un escarabajo de la patata, y Bloch mirándome con una peculiar expresión que habla de benevolencia, tolerancia, divertida confusión y completo terror. Desde entonces tengo el privilegio de llamarme amigo de Robert Bloch.

Todavía otra pequeña anécdota, y luego dejaré a Bloch hablar por sí mismo de su carrera, su infancia y la naturaleza de la violencia. Cuando llegué a Hollywood en 1962, literalmente sin un dólar en el bolsillo (tenía diez centavos, una esposa, un hijo, y estábamos tan arruinados que durante todo el camino cruzando el país sólo habíamos comido en los últimos quinientos kilómetros de recorrido el contenido de una lata de caramelos de avellana), al volante de un destartalado Ford de 1951, Robert Bloch —que no nadaba en oro precisamente— me prestó el dinero suficiente para encontrar un lugar donde meternos y comer algo. Aguardó tres años hasta que le devolví el dinero, y ni una sola vez me reclamó la considerable suma que me había prestado. Es una de esas Buenas Personas de Dios, como puede atestiguar cualquiera que lo haya conocido un poco de cerca. Es una de las grandes dicotomías de nuestro tiempo el que un hombre tan gentil, divertido, simpático y pacífico como Bloch pueda escribir las perversas y horribles historias que produce con tan alarmante regularidad. Uno sólo puede ofrecerse a título de consuelo la queja de Sturgeon de que después de haber escrito una —y sólo una— historia sobre homosexualidad, todo el mundo lo acusó de ser marica. Bloch es una entidad completamente aparte y diametralmente opuesta a los horrores que plasma sobre el papel. (Sugiero al lector que recuerde los lamentos de este escritor cuando llegue a la historia que sigue a la de Bloch.)

Y ahora, resplandeciendo con cosas memorables y bonhomie, he aquí a Bloch:

Cuando era chico me salté varios grados en la escuela elemental, con lo que me encontré en compañía de otros alumnos mayores y más grandes que yo que me introdujeron en la salvaje jungla del patio de recreo, con sus secretas jerarquías y el incesante martirio del débil a manos del fuerte. Afortunadamente para mí, nunca me convertí en una víctima física, como tampoco en un martirizador para compensar; de alguna extraña forma descubrí que era capaz de conducir a mis compañeros a través de varios e intrincados juegos imaginativos como actividad sustitutiva. Cavábamos trincheras en el patio trasero y jugábamos a la guerra; el abierto porche delantero se convirtió en la cubierta de un barco pirata, y las víctimas capturadas eran pasadas por la plancha (un ala extensible de la mesa del comedor) hasta saltar al océano de césped. Pero comprendí vagamente que mis actuaciones, mis circos y todo lo que imaginaba no captaban tanto el interés de mis compañeros como los juegos que eran sustitutivos de la violencia. Y más tarde, mientras ellos eran inevitablemente atraídos hacia las veneradas violencias del boxeo, la lucha, el fútbol y otras válvulas de escape aprobadas por los adultos con las que ultrajar a la persona humana, yo me retiré a la lectura, al dibujo, al drama y a gozar del teatro y de las películas.

La versión muda de El fantasma de la Ópera me aterrorizó cuando tenía ocho años, pero una parte de mí era lo suficientemente objetiva como para descubrir una fascinación en esta demostración del poder de la simulación. Empecé a leer ávidamente relatos de violencia imaginaria. Cuando, a la edad de quince años, empecé a cartearme con el escritor de fantasía H. P. Lovecraft, él me animó a intentar escribir yo mismo. Como actor en la escuela había descubierto que podía hacer reír al público; entonces empecé a darme cuenta de que podía empujarlos emocionalmente en otras direcciones.

A los diecisiete años vendí mi primera historia a la revista Weird Tales, y así hallé mi vocación. Desde entonces mi firma ha aparecido en las revistas al pie de cuatrocientos relatos, artículos y novelas cortas. He dirigido secciones fijas en revistas, he visto algunas de mis historias reeditadas en cerca de un centenar de antologías, aquí y en otros países; veinticinco libros, novelas y recopilaciones de relatos han sido ya publicados. Además, he trabajado como colaborador anónimo para políticos, y pasé un tiempo escribiendo casi todo lo que puede concebirse escribir en publicidad. Adapté treinta y nueve de mis propias historias para una serie de radio, y en los últimos años me he concentrado ampliamente en guiones para la televisión y el cine.

Al principio mi trabajo estaba casi por entero centrado en el campo de la fantasía, donde el elemento violento era abierta y obviamente un producto de la imaginación. La violencia masiva de la segunda guerra mundial me condujo a examinar la violencia y sus fuentes… a nivel individual. Poco deseoso o incapaz de afrontar su presente realidad, retrocedí en la historia y recreé, como un prototipo de la violencia aparentemente sin sentido, al infame y famoso criminal que se presentaba a sí mismo como «Sinceramente suyo, Jack el Destripador». Este relato corto iba a verse constantemente reeditado e incluido en todo tipo de antologías, dramatizado frecuentemente para la radio, y finalmente apareció por televisión; según recientes informes, ha sido dramatizado también en Israel. Por alguna razón, la idea de Jack el Destripador sobreviviendo en la época actual toca un punto sensible en la psique del público.

Yo mismo estaba muy lejos de ser insensible a esta encarnación de la violencia entre nosotros, y me batí rápidamente en retirada para evitar ulteriores consideraciones. Mientras la guerra continuaba y la violencia de la vida real se acercaba peligrosamente, me concentré durante un tiempo en el humor y la ciencia ficción. No fue hasta 1945, cuando apareció mi primera recopilación de relatos cortos, The Opener of the Way (El que abre el camino), que rematé su contenido con un nuevo esfuerzo, One Way to Mars (Viaje de ida a Marte), en el cual es utilizada una forma seudocienciaficcionística para describir la fuga psicótica de la violencia de un hombre contemporáneo.

Un año más tarde escribí mi primera novela, The Scarf…, el relato en primera persona de un terrible asesino. Desde entonces, aunque sigo utilizando la fantasía y la ciencia ficción para la sátira y la crítica social, he dedicado muchos de mis posteriores relatos cortos y casi todas mis novelas Spiderweb (Tela de araña), Shooting Star (Estrella fugaz), The Kidnaper (El secuestrador), The Will to KM (El deseo de matar), Psycho (Psicópata), The Dead Beat (El gorrón), Firebug (Pirómano), The Couch (El diván), Terror a un examen directo de la violencia en nuestra sociedad.

Psycho fue inspirada por el reportaje periodístico en cierto modo suavizado de una masacre en una pequeña ciudad cercana a donde yo residía; desconocía todos los detalles precisos de los crímenes, pero me pregunté qué tipo de individuo podía ser capaz de perpetrarlos mientras vivía una vida de ciudadano aparentemente normal en un ambiente convencional dominado por los chismorrees. Creé mi esquizofrénico personaje de una forma que pensé era por completo personal, sólo para descubrir, algunos años más tarde, que la parte racional que había concebido para él estaba estremecedoramente cerca de la aberrante realidad.

Algunos de mis otros personajes demostraron ser también un poco demasiado reales para mi tranquilidad. Cuando escribí The Scarf, por ejemplo, los editores insistieron en eliminar una breve escena en la cual el protagonista se dedica a una especie de fantasía sádica; imagina lo que sentiría tomando un rifle de largo alcance, subiendo al tejado de un alto edificio y empezando a disparar al azar contra la gente de abajo. Era algo inverosímil, dijeron los editores. Hoy, yo soy quien ha reído el último…, aunque mi risa no es precisamente de alegría.

The Scarf, incidentalmente, acaba de ser reeditada en libro de bolsillo. Tras veinte años, he revisado naturalmente el libro para poner al día algunas expresiones y referencias. Pero mi protagonista no ha necesitado ningún cambio; el paso del tiempo ha hecho el trabajo por mí. Hace veinte años lo describí como un monstruo…; hoy surge como un antihéroe.

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