Las vacas, ovejas y caballos están ante comederos, al fondo de la cueva. Algunos miran con horror a María y al niño. Otros tienen la boca abierta, evidentemente intentando dar calor a María. Chib ha tenido en cuenta la leyenda según la cual los animales del pesebre podían hablar entre sí la noche en que nació Cristo.
José, un anciano cansado, tan encorvado que no parece tener columna vertebral, está en un rincón. Lleva dos cuernos, pero cada uno tiene un halo, así que todo está bien.
María da la espalda al lecho de paja en que se supone que está el niño. Por una trampilla del suelo de la cueva se asoma un hombre para colocar un gran huevo en el lecho de paja. Está en una cueva inferior, va vestido con ropas modernas, tiene una expresión alcohólica y, como José, se encorva como si estuviera invertebrado. Tras él una mujer muy gorda, notablemente parecida a la madre de Chib, sostiene al niño, que le ha pasado el hombre antes de poner el huevo bastardo en la cuna de paja.
El niño tiene una cara exquisitamente hermosa y es bañado por una luz blanca que emana de su halo. La mujer le ha quitado el halo de la cabeza y está usando el agudo borde para destriparlo.
Chib tiene profundos conocimientos de anatomía, ya que diseccionó muchos cadáveres cuando estudiaba para doctorarse en Arte, en la Universidad de Beverly Hills. El cuerpo del niño no es innaturalmente alargado, como tantas de las figuras de Chib. Es más que fotográfico: parece un niño de verdad. Sus intestinos se desbordan por un gran hueco sangrante.
Los espectadores reciben un impacto en sus entrañas como si aquello no fuera un cuadro sino un niño real, rajado y destripado, encontrado en el umbral al salir de casa.
El huevo tiene una cáscara semitransparente. En su oscura yema flota un repugnante pequeño demonio con cuernos, pezuñas y cola. Sus borrosas facciones parecen una combinación de las de Henry Ford y las del Tío Sam. Cuando los espectadores se mueven a uno y otro lado, aparecen los rostros de otros: personalidades en el desarrollo de la sociedad moderna.
La ventana está llena de animales salvajes que han venido para adorar pero se han quedado para gritar en silencio, horrorizados. Las bestias en primera fila son las que han sido exterminadas por el hombre o sobreviven sólo en zoológicos y reservas naturales. El dodo, la ballena azul, la paloma mensajera, la cebra, el gorila, el orangután, el oso polar, el puma, el león, el tigre, el oso pardo, el cóndor de California, el canguro, el murciélago, el rinoceronte, el águila calva.
Tras ellos hay otros animales y, en una colina, las oscuras formas acuclilladas del aborigen de Tasmania y del indio haitiano.
—¿Cuál es su apreciada opinión de este verdaderamente notable cuadro, doctor Luscus? —pregunta un reportero del fido.
Luscus sonríe y dice:
—Tendré un juicio serio dentro de pocos minutos. Quizá sería mejor que hablase usted primero con el doctor Ruskinson. Parece haber decidido inmediatamente. Tontos y ángeles, ya sabe usted.
La roja cara y el grito de furia de Ruskinson se transmiten por el fido.
—¡El pedo oído en todo el mundo! —dice Chib en voz alta.
—¡INSULTO! ¡ESCUPITAJO! ¡MIERDA PLASTICA! ¡UN GOLPE EN LA CARA DEL ARTE Y UNA PATADA EN EL CULO DE LA HUMANIDAD! ¡INSULTO! ¡INSULTO!
—¿Por qué es un insulto, doctor Ruskinson? —pregunta el reportero del fido—. ¿Porque se burla de la fe cristiana y también de la fe panamorita? A mí no me lo parece. Me parece que Winnegan intenta decir que los hombres han pervertido al cristianismo. Quizás a todas las religiones, a todos los ideales, por sus propios ávidos propósitos de autodestrucción; que el hombre es básicamente un asesino y un pervertidor. Al menos eso es lo que yo saco del cuadro, aunque desde luego sólo soy un simple profano y…
—¡Deje a los críticos hacer la crítica, joven! —se desgañita Ruskinson—. ¿Tiene usted un doble doctorado en Filosofía, especialidades de Psiquiatría y Arte? ¿Ha sido usted reconocido como crítico por el Gobierno?
»Winnegan, esa abominación de Beverly Hills, que en cualquier caso no tiene ningún talento, aparte de ese genio sobre el que varios mamones autoengañados parlotean, presenta su chatarra, en realidad un revoltijo que sólo ha llamado la atención a causa de una nueva técnica que cualquier operario electrónico podría inventar; me pone negro que un simple truquillo, una tonta novedad, pueda engañar no sólo a ciertos sectores del público sino también a críticos muy educados y reconocidos oficialmente, tales como el doctor Luscus… Aunque siempre habrá burros académicos que rebuznen tan fuerte, pomposa y oscuramente que…
—¿No es cierto que muchos pintores a quienes ahora llamamos grandes —pregunta el reportero del fido—, como Van Gogh, fueron condenados o ignorados por sus críticos contemporáneos? Y…
El reportero, hábil en provocar la ira para beneficio de sus espectadores, hace una pausa. Ruskinson se hincha, su cabeza como una vena un segundo antes del aneurisma.
—¡No soy un profano ignorante! —chilla—. ¡No puedo evitar que haya habido otros Luscus en el pasado! ¡Sé de lo que estoy hablando! Winnegan es sólo un micrometeorito en el firmamento del Arte, indigno de lustrar los zapatos de las grandes luminarias de la pintura. Su reputación ha sido creada por cierta pandilla para poder brillar reflejada en la gloria; hienas que muerden la mano que las alimenta, como perros locos…
—¿No está mezclando usted un poco las metáforas? —pregunta el reportero del fido.
Luscus toma tiernamente la mano de Chib y lo aparta a un lado, fuera del campo visual del fido.
—Querido Chib —cloquea—, ahora es el momento de decidirte. Sabes cuán vastamente te amo, no sólo como artista sino también por ti mismo. Debe de ser imposible para ti resistir más tiempo las profundas vibraciones de simpatía que saltan sin trabas entre nosotros. Dios, si al menos supieras cómo he soñado contigo, mi glorioso, mi divino Chib.
—Si crees que voy a declr «sí» porque tienes el poder de hacer o romper mi reputación, de negarme el premio, estás equivocado —dice Chib.
Se suelta la mano de un tirón.
El ojo sano de Luscus brilla de ira. Dice:
—¿Me encuentras repulsivo? Seguramente no puede ser por motivos morales…
—Es una cuestión de principios —dice Chib—. Aun cuando estuviera enamorado de ti, que no lo estoy, no te dejaría hacerme el amor. Quiero ser juzgado sólo por mis méritos, simplemente. Puesto a pensarlo, me importa un comino la opinión de cualquiera. No quiero oír alabanzas o condenaciones de ti ni de nadie. Mirad mis cuadros y hablad entre vosotros, chacales. Pero no intentéis hacerme estar de acuerdo con vuestras pequeñas imágenes de mí.
El único buen crítico es el crítico muerto.
Omar Runic ha dejado su estrado y ahora está de pie ante los cuadros de Chib. Coloca una mano sobre la parte izquierda de su desnudo pecho, donde está tatuada la cara de Herman Melville Homero ocupa el otro lugar de honor, en la parte derecha. Grita con fuerza, con los negros ojos semejantes a las puertas de un horno arrancadas por su explosión. Como ha ocurrido otras veces, es presa de inspiración surgida de los cuadros de Chib:
Llámame Ahab, No Ishmael,
porque he arponeado al Leviatán.
Soy el retoño
del asno salvaje hecho hombre.
¡Mis ojos lo han visto todo!
Mi pecho es como el vino en cuba hermética;
soy un mar con puertas, pero están cerradas.
¡Mira! La piel estallará; la puertas se romperán.
Tú eres Nimrod, digo a mi amigo Chib.
Y ahora es cuando Dios dice a sus ángeles:
Si esto es lo que puede hacer nada más empezar,
nada es imposible para él.
Tocará su cuerno de caza ante las murallas del Cielo,
y exigirá la Luna como rehén,
a la Virgen por esposa,
y pedirá una parte en los beneficios
de la Gran Puta de Babilonia.
—¡Haced callar a ese hijo de puta! —grita el director del Festival—. ¡Va a provocar un tumulto como el año pasado!
Los policías empiezan a entrar. Chib ve a Luscus, que está hablando al reportero del fido. No puede oírle, pero está seguro de que Luscus no está elogiándolo.
Melville escribió sobre mí mucho antes de que yo naciera.
Soy el hombre que quiere comprender el Universo,
pero comprenderlo en mis propios términos.
Soy Ahab, cuyo odio debe taladrar, romper
todo obstáculo de Tiempo, Espacio o Mortalidad del Ser,
y lanzar su feroz incandescencia a la Matriz de la Creación,
perturbando en su cubil
a quién sabe qué Fuerza o Cosa Desconocida que allí se agazapa,
remota, molesta, no revelada.
El director hace gestos a la policía de que se lleve a Runic. Ruskinson aún está gritando, aunque las cámaras enfocan a Runic o a Luscus. Uno de los Jóvenes Rábanos, Huga Wells-Erb Heinsturbury, la autora de ciencia ficción, tiembla de histeria causada por la voz de Runic, y de sed de venganza. Está acercándose a un reportero del fido, de Time. Time dejó hace mucho de ser una revista, pues ya no hay revistas, pero se convirtió en una agencia de noticias subvencionada por el Gobiemo. Time es un ejemplo del doble juego del Tío Sam: el de la política de proporcionar a las agencias de noticias todo lo que necesitan y al mismo tiempo permitir a los ejecutivos de cada agencia determinar las directrices de la misma. Así, los planes del Gobierno y la libre expresión van unidos. Eso es estupendo, al menos en teoría.
Time ha conservado algunas de sus líneas de conducta originales, a saber: la verdad y la objetividad deben ser sacrificadas en aras de la ingeniosidad, y la ciencia ficción debe ser aplastada. Time se ha burlado de todos y cada uno de los trabajos de Heinsturbury, y así, ella está decidida a conseguir alguna satisfacción personal del daño causado por las innobles críticas.
Quid nuno
?
Cui bono
?
¿Tiempo? ¿Espacio? ¿Substancia? ¿Accidente?
Tras la muerte… ¿Infierno? ¿Nirvana?
La nada no es nada en que pensar.
Truenan los cañones de la filosofía,
sus proyectiles son trapos.
Las pilas de municiones de la teología saltan,
dispersas por la Razón saboteadora.
Llámame Efraím,
pues fui detenido en el Vado de Dios
y no pude pronunciar la contraseña sibilante.
Bueno, no puedo vocalizar shi-bboleth,
¡pero puedo decir «mierda»!
Huga Wells-Erb Heinsturbury le da una patada en los testículos al reportero de Time. Él levanta los brazos, y la cámara, de la forma y tamaño de un balón de fútbol, sale disparada de sus manos y golpea a un joven en la cabeza. El joven es un Joven Rábano, Ludwig Euterpo Mahlzart. Está consumiéndose de rabia a causa de la crítica adversa a su poema musical Paleando el carbón de los infiernos del futuro, y la cámara es el combustible extra necesario para hacerle inflamarse incontrolablemente. Le da un puñetazo al principal crítico musical en el grueso vientre.
Huga, que no el reportero del Time, chilla de dolor. Ha golpeado con los dedos desnudos del pie la coraza de plástico duro con que el reportero, receptor de muchas patadas semejantes, se protege los genitales. Huga brinca sobre un pie, sujetándose el otro con las manos. Tropieza con una chica, y se produce una reacción en cadena. Un hombre cae contra el reportero de Time, que se ha agachado para recoger la cámara.
—¡Aaaah! —grita Huga, y le arranca el casco al reportero, lo derriba y le golpea en la cabeza con el objetivo de la cámara. Como ésta, transistorizada, aún funciona, envía a miles de millones de espectadores algunas escenas muy interesantes, si bien aturdidoras. La sangre oscurece un lado de la imagen, pero no tanto como para que los espectadores se desorienten completamente. Y entonces ven otro cambio de escena al saltar de nuevo la cámara por el aire, girando y girando.
Un policía ha empujado su estoque eléctrico contra la espalda de Huga, haciéndola atiesarse y lanzar la cámara en un alto arco tras ella. El amante de turno de Huga se agarra al policía; ruedan por el suelo; un joven del Barrio Oeste coge el estoque eléctrico y se divierte apaleando a los adultos a su alrededor hasta que un joven local salta sobre él.
—Los follones son el opio del pueblo —gruñe el jefe de policía.
Llama a todas las unidades y al jefe de policía del Barrio Oeste, que ya tiene sus propios problemas.
Runic se golpe el pecho y aúlla:
¡Señor, existo!
Y no me digas, como a Crane,
que eso no te crea obligaciones respecto a mí.
Soy un hombre; soy único.
He lanzado el Pan por la ventana, me he meado en el Vino,
he sacado el tapón del fondo del Arca,
he cortado el Arbol para hacer leña y,
si hubiera un Espíritu Santo,
lo conduciría como a un ganso, con una vara.
Pero sé que todo esto no significa una mierda maldita de Dios,
que nada significa nada,
que es es es y no es no es no es,
que una rosa es una rosa es una,
que estamos aquí y no estaremos,
¡y eso es todo lo que podemos saber!
Ruskinson ve a Chib venir hacia él; chilla e intenta escapar. Chib coge el lienzo Dogmas de un perro y le golpea en la cabeza con él. Luscus protesta con horror, no por el daño causado a Ruskinson, sino porque el cuadro podría sufrir desperfectos. Chib se vuelve y golpea a Luscus en el estómago con el borde ovalado.
La Tierra da bandazos como un barco que se hunde,
con la popa casi arrancada por la riada de excrementos
de los cielos y las profundidades,
que Dios, en Su terrible generosidad,
ha concedido al oír gritar a Ahab:
«¡Mierda! ¡Mierda!».
Lloro al pensar que éste es el Hombre
y éste su fin.
Pero, ¡mira!,
en la cresta de la riada,
un buque de tres palos de antigua forma.
¡El Holandés Errante!
Y Ahab está en pie sobre la cubierta de un barco, una vez más.
¡Reíd, Hados, y burlaos, Norns!
Pues soy Ahab y soy el Hombre,
y aunque no puedo abrir un agujero en el muro de Lo Que Parece
para coger un puñado de Lo Que Es
pese a todo seguiré golpeándolo.
Y mi tripulación y yo no cejaremos,
aunque las cuadernas se rompan bajo nuestros pies
y nos hundamos hasta hacernos indistinguibles
del excremento general.
Durante un momento que arderá en el Ojo de Dios para siempre,
Ahab se yergue,
silueteado contra la llamada de Orión puño cerrado —falo sangriento—,
como Zeus exhibiendo el trofeo de la castración de su Cronos.
Y entonces él, su tripulación y su barco
se hunden y chocan de frente con el borde del mundo.
Y según se dice, todavía están
c
a
y
e
n
d
o.
Chib es convertido en una masa temblorosa por la sacudida del estoque eléctrico de un policía. Mientras se recupera, Oye la voz del Abuelo salir del transceptor de su sombrero.