Sonríe. Si bien es cierto que la burocracia del Gobierno estaba tan enredada que él dejó de intentar adquirir una taberna legalmente, también lo es que el Gobierno le protegerá en este caso. La invasión de intimidad es un hueso muy duro de roer para la Policía.
O'Hara mira por la puerta a los dos cuerpos en el suelo, a los que se sujetan la cabeza y los costados y se limpian la sangre, y a Accipiter, sentado como un buitre que sueña en carroña. Uno de los cuerpos se levanta, poniéndose a cuatro patas, y gatea hasta la calle por entre las piernas de Gobrinus.
—¡Sargento, arreste a este hombre! —dice Gobrinus—. Lleva un fido ilegal. Le acuso de violación de intimidad.
La cara de O'Hara se ilumina. Al menos conseguirá un arresto para su hoja de servicios. Meten a Legrand en el coche celular, que llega precisamente detrás de la ambulancia. Halcón Rojo es llevado hasta el umbral por sus amigos. Abre los ojos en el momento en que le llevan en una camilla a la ambulancia, y balbucea.
O'Hara se inclina sobre él.
—¿Qué?
—Luché una vez contra un oso sólo con un cuchillo, y salí mejor librado que con estos parroquianos. Les acuso de asalto, agresión, asesinato y mutilación.
El intento de O'Hara de conseguir que Halcón Rojo firme una denuncia falla porque ahora está inconsciente. Maldice. Cuando Halcón Rojo empiece a sentirse mejor, se negará a firmar. No querrá que las chicas y sus amigos sean procesados por su causa, si tiene sentimientos.
A través de la ventanilla enrejada del coche celular, Legrand chilla:
—¡Soy un agente del Gomierdo! ¡No podéis arrestarme!
Los policías son llamados urgentemente para ir frente al Centro del Pueblo, donde una lucha entre jóvenes locales e invasores del Barrio Oeste amenaza convertirse en una masacre. Benedictine sale de la taberna. A pesar de varios golpes en los hombros y el estómago, una patada en las nalgas y un chichón en la cabeza, no da señales de perder el feto.
Chib, medio triste medio contento, la ve irse. Le causa una sorda pena el que le vayan a negar la vida al niño. Ahora ya se da cuenta de que parte de su repulsión por el aborto es identificación con el feto; sabe lo que el Abuelo cree que no sabe. Comprende que su nacimiento fue un accidente, afortunado o no. Si las cosas hubieran ocurrido de otro modo, no habría nacido. El pensamiento de su no existencia —no cuadros, no amigos, no risa, no esperanza, no amor— le aterroriza. Su madre, alcohólicamente negligente sobre la contracepción ha tenido muchos abortos, y él podría haber sido uno de ellos.
Viendo a Benedictine irse contoneando (a pesar de sus ropas desgarradas), se pregunta qué pudo ver en ella. Vivir con ella, incluso con un hijo, hubiera sido nauseabundo.
Al nido esperanzado de la boca vuela de nuevo el amor;
se acurruca, empolla flamea gloria emplumada, reluce,
y entonces alza el vuelo,
cagando, como es costumbre de las aves,
para ayudar con fuerza de reacción al despegue.
OMAR RUNIC
Chib regresa a su casa, pero aún no se siente con ánimos de volver a su habitación. Se va al cuarto trastero. El cuadro está completo en sus siete octavas partes, pero no ha sido terminado porque a él no le satisfacía. Ahora lo saca de la casa y lo lleva a la de Runic, que está en el mismo Nido. Runic está en el Centro, pero siempre deja abierta la puerta cuando sale. Tiene herramientas y materiales que Chib utiliza para terminar el cuadro, trabajando con una seguridad y concentración que le faltaban cuando lo empezó a crear. Después deja la casa de Runic, sosteniendo el gran lienzo oval sobre la cabeza.
Pasa más allá de los pedestales y bajo sus curvadas ramas, que terminan en ovoides. Bordea varios pequeños parques de hierba y árboles, camina bajo más casas y, en diez minutos, llega cerca del corazón de Beverly Hills. Allí el animado Chib ve
Tres tristes doncellas en el dorado atardecer,
navegando en una canoa sobre el lago Issus. Maryam Ben Yusuf, su madre y su tía sostienen negligentemente cañas de pescar y miran los alegres colores, la música y el gentío dicharachero que hay ante el Centro del Pueblo. Para entonces la policía ha disuelto la batalla juvenil y monta guardia a fin de asegurarse de que nadie más arme bulla.
Las tres mujeres están vestidas con las ropas oscuras de la secta fundamentalista de Mahoma Wahhabi, que ocultan completamente el cuerpo. No llevan velos; ni siquiera los Wahhabi siguen insistiendo en eso. Sus hermanos egipcios, en tierra, van vestidos con ropas modernas, vergonzosas y pecaminosas. A pesar de lo cual las doncellas los miran.
Sus hombres están en primera fila. Barbudos, vestidos como jeques en un documental del fido sobre alguna Legión Extrajera, murmuran juramentos guturales y silban ante la inicua exhibición de carne femenina. Pero miran.
Este pequeño grupo ha llegado de las reservas zoológicas de Abisinia, donde los pillaron cazando. Su gomierdo les dio a elegir entre tres alternativas: prisión en un centro de rehabilitación, en donde serían sometidos a tratamientos hasta hacerlos buenos ciudadanos, aunque tardaran el resto de sus vidas, emigración a la megápolis de Haifa, en Israel, o emigración a Beverly Hills, en LA.
¡Cómo! ¿Vivir entre los malditos judíos de Israel? Escupieron y eligieron Beverly Hills. ¡Ay! ¡Alá se había burlado de ellos! Ahora estaban rodeados de Pinkelsteins, Applebaums, Siegels, Weintraubs y otros de las infieles tribus de Isaac. Peor aún, Beverly Hills no tenía mezquita. O bien viajaban 40 kms. al día hasta el nivel 16 donde había una, o utilizaban una casa particular.
Chib corre hasta la orilla de plástico del lago, deja en el suelo su cuadro y hace una amplia reverencia, quitándose el sombrero algo aporreado. Maryam le sonríe, pero pierde la sonrisa cuando sus dos acompañantes la regañan.
—Ya kelb! Ya ibn kelb! —gritan las dos hacia él.
Chib les sonríe, agita el sombrero y dice:
—¡Encantado, desde luego, Mesdames! Oh, doncellas encantadoras, me recordáis a las Tres Gracias.
Entonces grita:
—¡Os amo, Maryam! ¡Os amo! ¡Sois para mí como la Rosa de Sharon! ¡Maravillosa, de ojos de gacela, virginal! ¡Os amo, sois la única luz en un negro firmamento de estrellas muertas! ¡Os llamo a través del vacío!
Maryam comprende el Inglés Mundial, pero el viento impide que le lleguen las palabras. Sonríe tontamente y Chib no puede evitar sentir una repulsión momentánea, un destello de ira, como si ella lo hubiera traicionado de algún modo. Sin embargo, se recupera y grita:
—¡Os invito a venir conmigo a la exposición! Vos, vuestra madre y vuestra tía seréis mis invitadas. ¡Podéis ver mis cuadros, mi alma, y saber qué clase de hombre va a raptaros en su Pegaso, paloma mía!
No hay nada tan ridículo como las efusiones verbales de un poeta enamorado. Libremente exageradas. Me río. Pero también me conmuevo. Viejo como soy, recuerdo mis primeros amores, los fuegos, los torrentes de palabras enfundados en luz, alentados de dolor. Queridas doncellas, la mayoría de vosotras estáis muertas; las demás, marchitas. Os envío un beso.
ABUELO
La madre de Maryam se pone en pie en la canoa. Durante un segundo muestra su perfil a Chib, y él ve atisbos del halcón que será Maryam cuando tenga la edad de su madre. Maryam tiene ahora unos rasgos gentilmente aguileños «el sablazo de la espada del amor», ha llamado Chib a esa nariz—. Insolente pero maravillosa. Sin embargo, su madre parece una sucia águila vieja. Y su tía…, con algo no de águila, sino de camello en esos rasgos.
Chib hace a un lado las desfavorables comparaciones, incluso traicioneras. Pero no puede hacer lo mismo con los tres barbudos y sucios hombres con chilabas que se reúnen a su alrededor.
Chib sonríe, pero dice:
—No recuerdo haberles invitado.
No muestran ninguna expresión, ya que el inglés rápidamente hablado de LA es como camelo para ellos. Abu —nombre genérico de cualquier egipcio de Beverly Hills— gruñe un juramento tan antiguo que ya los habitantes premahometanos de la Meca lo conocían. Cierra un puño. Otro árabe da un paso hacia el cuadro y echa un pie atrás como para darle una patada.
En ese momento la madre de Maryam descubre que es tan peligroso ponerse en pie en una barca como en un camello. Es peor, porque las tres mujeres no saben nadar.
Tampoco sabe el árabe de edad mediana que ataca a Chib sólo para ver a su víctima echarse a un lado y después empujarlo al lago de una patada en las nalgas. Uno de los jóvenes se lanza sobre Chib; el otro inicia una patada hacia el cuadro. Ambos se detienen al oír gritar a las tres mujeres y verlas caer al agua.
Entonces los dos corren al borde del lago, donde también caen al agua empujados por las manos de Chib en sus espaldas. Un policía oye gritar y chapotear a los seis y corre hacia Chib. Chib empieza a preocuparse porque Maryam apenas consigue permanecer a flote. Su terror no es fingido.
Lo que Chib no comprende es por qué todos siguen comportándose así. Sus pies deben de hacer fondo; el agua no les llega a la barbilla. A pesar de lo cual parece como si Maryam se fuera a ahogar. Lo mismo les pasa a los otros, pero ésos no le interesan. El debería ir a por Maryam. Sin embargo, si lo hace tendrá que cambiarse de ropa antes de ir a la exposición.
Al pensar eso se ríe en voz alta y después incluso más fuerte, cuando el policía se mete en el agua a por las mujeres. Coge el cuadro y se va, riendo. Antes de llegar al Centro, se pone serio.
—Vaya, ¿cómo es posible que el Abuelo tuviera tanta razón? ¿Cómo me lee tan bien? ¿Soy inconstante, demasiado superficial? No, me he enamorado demasiado profundamente demasiadas veces. ¿Qué puedo hacer si amo la Belleza, y las bellezas a las que amo no tienen bastante Belleza? Mis ojos son demasiado exigentes; anulan los impulsos de mi corazón.
La masacre del sentido común
El recibidor (uno de los doce del Centro) en que entra Chib fue diseñado por el Abuelo Winnegan. El visitante llega a un largo túnel curvo revestido de espejos en diversos ángulos. Ve una puerta triangular al final del pasillo. La puerta parece demasiado pequeña para que pase por ella nadie de más de nueve años. La ilusión hace al visitante sentirse como si fuera subiendo por las paredes según avanza hacia la puerta. Al final del corredor, el visitante está convencido de que anda por el techo.
Pero la puerta crece al acercarse hasta que se hace inmensa. Ciertos comentaristas han opinado que esta entrada es para el arquitecto la representación simbólica de la puerta al mundo del arte. Uno debería ponerse cabeza abajo antes de entrar en el país de las maravillas de la estética.
Al entrar, el visitante piensa en un principio que la inmensa sala está vuelta hacia fuera como un guante. Se desconcierta aún más. La pared más lejana parece realmente la más próxima hasta que el visitante se reorienta. Algunos no pueden adaptarse y tienen que salir antes de desmayarse o vomitar.
A la derecha hay un sombrero con un cartel: EMPALE LA CABEZA AQUÍ. Un doble juego de palabras del Abuelo, que siempre lleva las bromas demasiado lejos para el gusto de la mayoría. Si el Abuelo sobrepasa los límites del buen gusto verbal, su tataranieto ha sobrepasado la Luna en sus cuadros. Treinta de los más recientes han sido expuestos, incluyendo los tres últimos de su Serie del Perro: La estrella del perro, El deseo del perro y El perro en fila india. Ruskinson y sus discípulos amenazan con destrozarlos en su crítica. Luscus y su manada los alaban, pero se contienen. Luscus les ha dicho que esperen a que hable con el joven Winnegan antes de deshacerse en elogios. Los hombres del fido están ocupados en fotografiar y entrevistar a ambos críticos y en tratar de provocar una discusión.
La sala principal del edificio es una gran semiesfera con un techo brillante cuyo color recorre el arco iris cada nueve minutos. El suelo es un tablero de ajedrez gigantesco, y en el centro de cada cuadro se ve el rostro de una gran figura de las artes. Miguel Angel, Mozart, Balzac, Zeuxis, Beethoven, Li Po, Twain, Dostoievsky, Farmisto, Mbuzi, Cupel, Krishnagurti, etc. Se han dejado diez cuadros sin rostro para que las generaciones futuras puedan añadir sus propios elegidos para la inmortalidad.
La parte baja de la pared está cubierta de murales que representan acontecimientos importantes en la vida de los artistas. Junto a la curva pared hay nueve tarimas, una para cada una de las Musas. En un pedestal sobre cada tarima hay una estatua gigante de la diosa que inspira el arte correspondiente. Están desnudas y tienen formas demasiado maduras: grandes pechos, anchas caderas, piernas gruesas, como si el escultor pensara en ellas como en diosas de la Tierra, no como en tipos intelectuales refinados.
Las caras tienen la estructura básica de los suaves rostros plácidos de las estatuas de la Grecia clásica, pero tienen una expresión de indecisión alrededor de la boca y los ojos. Los labios sonríen, pero parecen dispuestos a estallar en una regañina. Los ojos son profundos y amenazadores. NO ME VENDAS, dicen. SI LO HACES…
Una cúpula de plástico se extiende sobre cada tarima; tiene propiedades acústicas que impiden a quien no está bajo ella oír los sonidos procedentes de la tarima y viceversa.
Chib se abre camino por entre la ruidosa multitud hacia la tarima de Polimnia, la musa que inspira al pintor. Bordea la tarima en que Benedictine, de pie, está declamando su corazón de plomo en una alquimia de notas áureas. Ella lo ve y, de algún modo, se las arregla para dirigirle una mirada asesina y al mismo tiempo seguir sonriendo a su auditorio. Chib la ignora, pero observa que se ha cambiado el vestido desgarrado en la taberna. Ve también a los muchos policías estacionados en el edificio. La gente no parece estar de un humor explosivo. En realidad, parece feliz, si bien agitada. Pero la policía sabe cuán engañoso puede ser eso. Una chispa y…
Chib pasa junto a la tarima de Canope, donde Omar Runic está improvisando. Llega a la de Polimnia, saluda con la cabeza a Rex Luscus, que le contesta con la mano, y coloca su cuadro en la tarima. Se titula La masacre de los inocentes (subtítulo: El perro en el pesebre).
El cuadro representa un establo.
El establo es una cueva con estalactitas de curiosas formas. La luz que rompe —o se rompe— a través de la cueva es del rojo de Chib. Penetra en cada objeto, duplica su intensidad y después se expande desigualmente. El observador, al moverse de un lado a otro para obtener una vista completa, puede realmente ver los muchos niveles de luz según se mueve, y así capta atisbos de las figuras que hay bajo las exteriores.