Cayó de bruces contra la calzada de liso y pulido metal, pero nunca llegó a entrar en contacto con ella. Algo detuvo su caída, y permaneció grotescamente suspendido, doblado en dos a la altura de la cintura, como una marioneta privada de sus hilos. Un soplo de algo desconocido, y estaba de nuevo en posesión de sus sentidos, como si no hubiera ocurrido nada. Su mente se vio obligada a examinar el pensamiento:
¡Quiere poseer a la mujer del reverendo Barnett!
Henrietta y su piadosa petición dirigida a la reina Victoria:
«Majestad, en nombre de las mujeres de Londres, horrorizadas por los abominables pecados que se cometen últimamente en el seno de nuestra comunidad.». Pedía su captura, la de él, Jack, del que nunca sabría, del que nunca podría llegar a sospechar que vivía en Toynbee Hall, en su propia casa, con ella y con el reverendo Barnett. El pensamiento se encajó en su mente tan desnudo como el cuerpo que secretamente había soñado cada noche, y del que ningún recuerdo había subsistido nunca a su despertar. Habían dejado las puertas de su mente completamente abiertas, y ahora veía con claridad todo aquello, sin más obstrucciones; se veía tal como era en realidad.
Un psicópata, un carnicero, un libertino, un hipócrita y un payaso.
—¡Vosotros me habéis hecho esto! ¿Por qué?
La rabia ahogaba sus palabras. Las cabezas-flores adoptaron la forma concreta de los hedonistas responsables de la loca y sangrienta aventura en la noche de 1888.
Van Cleef, la mujer-gardenia, se mofó:
—¿Y qué creías, pedazo de paleto? (Es paleto, ¿no, Hernon? Con los dialectos antiguos siempre me pierdo.) Después de haberte hecho liquidar a su Juliette, Hernon quería dejarte ir. ¿Pero por qué no aprovechar la ocasión? Nos debía al menos tres formz, y para empezar tú servías tan bien como cualquier otro.
Jack se puso a gritar hasta que sus cuerdas vocales se hincharon en el interior de su garganta.
—¿Era necesario esta vez? Respondedme. ¿Era indispensable para hacer llegar las reformas?
Hernon se echó a reír.
—Por supuesto que no.
Jack cayó de rodillas. La ciudad le dejó hacer.
—Oh, Dios mío, oh, Dios todopoderoso, he hecho lo que he hecho, me he cubierto de sangre. y todo ello para nada, absolutamente para nada.
Cashio, que había sido uno de los phlox, parecía perplejo.
—Diría que se preocupa tan sólo por esta última vez y no por todas las demás. ¿Cómo explicáis eso?
Nosy Verlag, que había sido una celidonia silvestre, respondió vivamente:
—No es cierto. No se trata tan sólo de esta última vez. Todas lo atormentan. Sondéalo y verás.
Los ojos de Cashio giraron unos instantes hacia arriba, luego hacia abajo, y finalmente se concentraron en Jack. Éste sintió como un estremecimiento de mercurio en su mente, luego nada. Y Cashio concluyó, con una afectada mueca:
—Mmm. sí.
Jack manipuló rabiosamente el cierre de su maletín. Lo abrió y sacó el bocal conteniendo el feto. Aquel que había retirado el 9 de noviembre de 1888 del cuerpo de Mary Jane Kelly. Lo mantuvo unos instantes a la altura de su rostro, luego lo lanzó con todas sus fuerzas contra el suelo de metal. No llegó a tocarlo. Al llegar a menos de un centímetro del limpio y aséptico revestimiento de la ciudad, desapareció sin dejar ninguna huella.
—¡Qué maravillosa sensación de repugnancia! —exultó Rose, que había sido una rosa.
—Hernon —advirtió Van Cleef—, está concentrándose en ti. Te está haciendo responsable de todo lo que le ocurre.
En el momento en que Jack sacaba del maletín el escalpelo eléctrico de Juliette y se lanzaba hacia él, Hernon estaba riéndose, sin mover los labios. Las palabras de Jack eran ininteligibles, pero mientras golpeaba estaba diciendo:
—¡Basura! Os mostraré lo que sois; os mostraré que no podéis hacerme esto, ¡os lo mostraré! ¡Vais a reventar todos, todos vosotros, todos!
Eso era lo que decía, pero las palabras no surgieron de su boca más que como un prolongado rugido de venganza, de frustración, de odio y de impetuoso furor.
Hernon seguía riendo cuando Jack le hundió en el pecho la hoja zumbante de electricidad, delgada como un ingrávido suspiro. Casi sin ninguna manipulación por parte de Jack, delimitó una abertura de 360°, de abiertos y carbonizados labios, que puso al descubierto el palpitante corazón de Hernon y el húmedo interior de su caja torácica. Aún tuvo tiempo de lanzar un desconcertado aullido antes de recibir el segundo golpe, que seccionó limpiamente las ataduras del corazón. Vena cava superior. Aorta. Arteria pulmonalis. Bronchus principalis.
El corazón saltó hacia delante como un tapón, y un terrible chorro de sangre a presión roció a Jack con tal fuerza que lo cegó. Su rostro ya no era más que una masa sangrante que chorreaba un espeso líquido rojo y negruzco.
Hernon siguió el camino de su corazón y cayó en brazos de Jack. Como un solo hombre, las cabezas-flores lanzaron un penetrante grito y desaparecieron, mientras el cuerpo de Hernon se deslizaba entre las manos de Jack para volatilizarse un segundo antes de tocar el suelo, a sus pies. Alrededor de Jack, las paredes eran lisas, limpias, estériles, metálicas e indiferentes.
Con el sangrante cuchillo en la mano, Jack se plantó en mitad de la calle.
—¡Ahora! —gritó blandiendo el cuchillo—. ¡Ahora vais a ver!
Si la ciudad entendió no lo aparentó en absoluto, pero
La presión aumentó en los variadores temporales.
En un edificio situado a ciento veinte kilómetros de allí, una sección de plateada pared se convirtió en metal oxidado.
En las cámaras frigoríficas, doscientas cápsulas de gelatina se vaciaron automáticamente en un recipiente.
La máquina de regular el tiempo se habló a sí misma muy suavemente, registró los datos y se construyó al instante un circuito mnemónico intangible.
y en la ciudad eterna y brillante, donde la noche caía tan sólo cuando sus habitantes lo deseaban y solicitaban específicamente que cayera.
La noche cayó. Sin otra advertencia que:
—¡Ahora!
Una inmunda criatura de carne putrefacta merodeaba por la estética y aséptica ciudad. En la última ciudad del mundo, la ciudad al borde del mundo, donde los hombres se habían construido un paraíso a la medida, el merodeador acosaba las tinieblas familiares. Deslizándose de sombra en sombra, insensible a todo lo que no se moviera, vagaba en busca de una pareja para iniciar su danza macabra.
Descubrió a la primera mujer en el momento en que se materializaba al pie de un vibrante y cristalino chorro de agua, surgido de la nada y que terminaba en una fuente azulina de forma cúbica y material indefinible. La descubrió y le hundió la vibrante hoja en la nuca. Luego procedió a la enucleación de los ojos, que depositó en la palma abierta de cada una de sus manos.
Descubrió a la segunda mujer en una torre, a caballo de un viejo de silbante y entrecortada respiración, que se apretaba el corazón con una mano mientras ella lo empujaba a la pasión. Jack terminó con ella al mismo tiempo que con el viejo. Le hundió la vibrante hoja en la redondez del bajo vientre, seccionando sus órganos genitales, mutilando y matando con el mismo golpe al viejo introducido en el cuerpo de la joven. Ella cayó sobre el viejo, y Jack los dejó así, unidos en un último abrazo.
Descubrió a un hombre y lo estranguló con sus manos desnudas antes de que tuviera tiempo de desmaterializarse. Luego, dándose cuenta de que era uno de los phlox, le cortó el rostro con precisión e insertó en los cortes las partes sexuales del hombre.
Descubrió a una tercera mujer que canturreaba a un grupo de niños una encantadora canción que hablaba de un huevo. Le abrió la garganta y seccionó las cuerdas en su interior. Extendió las cuerdas vocales sobre su pecho, pero no tocó a los niños, que seguían con ojos ávidos la operación. Amaba a los niños.
Merodeó por la noche sin fin, recogiendo corazones a su paso, formando una grotesca colección arrancada de una, luego dos, luego nueve personas. Y cuando alcanzó la docena, jalonó con ellos una de las amplias calles donde jamás circulaba ningún vehículo, ya que los habitantes de aquella ciudad no necesitaban vehículos.
Contra todo lo previsto, la ciudad no absorbió las vísceras. Y las gentes ya no se volatilizaban. Gozaba de una cierta impunidad, y sólo se sentía en la obligación de ponerse a cubierto cuando veía a un grupo que creía lanzado en su búsqueda. Algo estaba pasando en la ciudad. (En un momento determinado, percibió el chirrido característico del metal rozando contra el metal, el scrrric del plástico mordiendo el plástico —aunque ignoraba si era plástico—, e instintivamente comprendió que algo en la oculta maquinaria se estaba agarrotando.)
Descubrió a una mujer en su baño y la ató con jirones de sus propias ropas; le cortó las piernas a la altura de las rodillas y la dejó, aullante y pataleante, vaciarse de su sangre y de su vida en un agua escarlata. Se llevó las piernas.
Cuando descubrió a un hombre que corría para salir de la noche, saltó sobre él, lo degolló y le seccionó los brazos. Los reemplazó por las piernas de la mujer del baño.
Y continuó así sin descanso, fuera del tiempo. Quería mostrarles lo que el mal podía engendrar; quería mostrarles hasta qué punto era risible su inmortalidad al lado de la suya.
Finalmente, algo le dijo que estaba ganando la partida. Acurrucado entre dos cubos de aluminio en un rincón de metal antiséptico, oyó una voz sobre él, alrededor de él, e incluso dentro de él. Era un mensaje público difundido por algún proceso de comunicación mental del que se servían los habitantes de la ciudad al borde del mundo.
NUESTRA CIUDAD FORMA PARTE DE NOSOTROS AL IGUAL QUE NOSOTROS FORMAMOS PARTE DE NUESTRA CIUDAD. ELLA ES UNA PROLONGACIÓN DE NUESTRO CEREBRO Y OBEDECE NUESTRAS ÓRDENES. LA ENTIDAD QUE CONSTITUIMOS SE VE AMENAZADA POR UNA PRESENCIA EXTRANJERA QUE ESTAMOS INTENTANDO LOCALIZAR. PERO LA FUERZA MENTAL DE ESE HOMBRE ES GRANDE. PERTURBA LAS FUNCIONES VITALES DE LA CIUDAD. LA NOCHE INTERMINABLE ES UN EJEMPLO DE ELLO. TODOS DEBEMOS CONCENTRARNOS. TODOS DEBEMOS UNIR NUESTROS PENSAMIENTOS PARA LA SALVAGUARDA DE NUESTRA CIUDAD. LA AMENAZA ES GRAVE. SI LA CIUDAD MUERE, NOSOTROS MORIREMOS TAMBIÉN.
Ésos no fueron exactamente los términos del comunicado, pero así fue como los interpretó Jack. En realidad, el mensaje era mucho más largo y complejo, pero Jack supo interpretar correctamente y comprendió que estaba ganando la partida. Los estaba destruyendo poco a poco. Las reformas sociales eran risibles, habían dicho. Bien, iba a mostrárselo.
Prosiguió con su alucinante programa. Exterminó, mutiló, destrozó a los habitantes de la ciudad por cualquier lado donde pudo hallarlos. Y ya no podían desaparecer, no podían huir, no podían detenerlo. La colección alcanzó los cincuenta, luego los setenta, luego los cien corazones.
Se cansó de los corazones y comenzó a extirpar cerebros. Su colección aumentó.
Y eso continuó durante días y más días. De tanto en tanto, un aullido se elevaba de la perfumada y aséptica limpieza de la ciudad. Las manos de Jack estaban constantemente pegajosas y chorreantes.
Luego descubrió a Van Cleef. Desde la oscuridad donde estaba agazapado, saltó sobre ella y levantó la larga hoja vibrante para hundírsela en el pecho.
Pero ella de sa pa re ció.
Recuperando su equilibrio, Jack miró a su alrededor. Van Cleef se materializó a tres metros de él. Se lanzó contra ella, con la cabeza baja, y de nuevo se volatilizó. para reaparecer tres metros más allá. Finalmente, cuando él hubo hendido en vano el aire en diez ocasiones, se inmovilizó, con los brazos colgando, jadeante, y la miró.
Ella le devolvió una mirada cargada de indiferencia.
—Eso ya no nos divierte —dijo, moviendo los labios.
¿Divertir? Los pensamientos de Jack, girando en un alocado vórtice, se refugiaron en un rincón aún más negro que todos los que hasta entonces había conocido. A través del velo empapado en sangre de su frenético desenfreno, comenzó a entrever la verdad. Se habían servido de él para sus diversiones. Le habían dejado hacer. Lo habían soltado por las calles de su ciudad y habían gozado con el espectáculo, un espectáculo gran guiñolesco y bufo.
¿El mal? Nunca hasta entonces había sospechado los verdaderos horizontes de la palabra. Se lanzó hacia Van Cleef. pero ella se volatilizó para no volver a aparecer.
Permaneció allí, abandonado, mientras la luz regresaba; mientras la ciudad limpiaba los restos de la carnicería, recuperaba los cuerpos mutilados y hacía con ellos lo que debía hacer. Y en las cámaras frigoríficas, las cápsulas de gelatina reintegraron sus alvéolos y los cuerpos congelados fueron puestos en reserva, ya que Jack el Destripador ya no necesitaría más materia prima para diversión de los sibaritas. Su trabajo había terminado para siempre.
Permaneció allí, abandonado en medio de las calles desiertas. Calles que para él estarían siempre vacías. Para él, los habitantes de la ciudad ya no serían más que las sombras inalcanzables que en realidad siempre habían sido. Se había considerado una encarnación del mal, y ellos lo habían reducido al estado de patético bufón.
Intentó girar hacia sí mismo la zumbante hoja, pero se disolvió en una infinidad de partículas luminosas que se alejaron arrastradas por una brisa que no tenía ninguna otra razón de existir.
Abandonado, contempló la victoriosa ciudad utópica, donde la limpieza recuperaba sus derechos. Iban a mantenerlo en vida con sus técnicas, eternamente quizá, sólo por si algún día sentían de nuevo deseos de divertirse con él. Había sido reducido a la más simple expresión de su personalidad; su cerebro ya no era más que una masa de materia gelatinosa. Hundirse en la locura, en lo más profundo de la locura. No conocer jamás ni la paz ni el sueño ni el fin.
Permaneció allí, abandonado, en un mundo tan puro como el primer aliento de un niño; él, que había acechado en las más sórdidas callejuelas.
—No me llamo Jack —dijo suavemente. Pero no conocerían jamás su verdadero nombre. Tampoco les importaría—. ¡No me llamo Jack! —repitió más fuerte.
Nadie le oyó.
—¡NO ME LLAMO JACK, Y HE ACTUADO MAL, HE ACTUADO MUY MAL; SOY UN SER ABYECTO, PERO NO ME LLAMO JACK! —gritó otra vez.
Y gritó, y gritó una vez más, recorriendo sin destino las calles desiertas, sin ocultarse, sin verse obligado a merodear nunca más en la sombra, un extranjero para siempre en la ciudad.