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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (2 page)

BOOK: Albert Speer
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Aprendí las primeras letras en una elegante escuela privada en la que se enseñaba a leer y escribir a los hijos de las principales familias de la ciudad. Sobreprotegido como estaba, los primeros meses en la Escuela Real Superior, entre compañeros displicentes, me resultaron particularmente difíciles. Sin embargo, no tardé en hacer toda clase de travesuras con mi amigo Quenzer, quien me indujo a comprar un balón de fútbol con mi paga. Un capricho plebeyo que suscitó un terrible espanto en casa, sobre todo teniendo en cuenta que Quenzer provenía de un medio humilde. Fue en aquella época cuando se despertó en mí, quizá por primera vez, la tendencia a la recopilación estadística de datos: anotaba en mi «Calendario Fénix para escolares» todas las malas notas de conducta registradas en el libro de clase y cada mes contaba quién había merecido más anotaciones. Seguro que habría dejado de hacerlo de no haber tenido ninguna posibilidad de figurar alguna vez al principio de la lista.

El despacho de arquitectura de mi padre estaba al lado de nuestra casa. En él se dibujaban las grandes perspectivas para los contratistas. Dibujos de toda clase iban apareciendo sobre un papel vegetal azulado cuyo aroma me viene todavía a la memoria cuando pienso en aquel sitio. Las obras de mi padre estaban influidas por el neorrenacimiento y se habían saltado el período modernista del Jugendstil. Más tarde le sirvió de ejemplo el influyente concejal de urbanismo de Berlín Ludwig Hoffmann, al que guiaba un clasicismo más sereno.

Fue en ese despacho donde, más o menos a los doce años, hice mi primera «obra de arte» como regalo de cumpleaños para mi padre: el dibujo de una especie de reloj de la vida, dentro de un marco adornado con muchos arabescos, sostenido por columnas corintias y briosas volutas. Empleé para ello todas las acuarelas que pude conseguir. Los empleados del despacho me ayudaron a crear una figura que revelaba una tendencia clara hacia el estilo «segundo Imperio».

Además de un automóvil descapotable de verano, antes de 1914 mis padres tenían uno cerrado para ir por la ciudad en invierno. Los coches constituían el centro de mis delirios técnicos. Al estallar la guerra hubo que encerrarlos en el garaje para proteger los neumáticos, pero si le poníamos buena cara al chófer, permitía que nos sentáramos al volante. Tuve entonces las primeras sensaciones de embriaguez técnica en un mundo todavía muy poco tecnificado. Sólo cuando me las tuve que apañar durante veinte años en la prisión de Spandau como un hombre del siglo XIX, sin radio, televisión, teléfono o automóvil, sin poder accionar siquiera el interruptor de la luz, volví a sentir una felicidad parecida a la que conocí cuando a los diez años se me permitió utilizar una enceradora eléctrica.

En 1915 me vi frente a otro invento de la revolución técnica de la época. Uno de los dirigibles empleados en los ataques contra Londres había aterrizado en Mannheim. El comandante y sus oficiales no tardaron en frecuentar nuestra casa, y nos invitaron a mis dos hermanos y a mí a visitar la nave. Contemplé entonces de cerca, a los diez años, aquel gigante de la técnica, subí a la barquilla del motor, recorrí los misteriosos pasillos en penumbra del interior y estuve en la cabina del piloto. Cuando, un atardecer, el dirigible se elevó, el comandante describió un hermoso rizo sobre nuestra casa mientras los oficiales agitaban una sábana que habían pedido a mi madre. Noche tras noche me angustiaba la idea de que la nave se incendiara, lo que ocasionaría la muerte de todos aquellos amigos.
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Mi fantasía se entretenía con la guerra, con los avances y retrocesos del frente, con el sufrimiento y las penalidades de los soldados. Por las noches se oía a veces el lejano retumbar de la batalla de Verdún. Y yo, inflamado por el infantil deseo de participar de los sufrimientos de los combatientes, dormía con frecuencia en el duro suelo, al lado de mi blando lecho, pensando que aquello se adecuaba mejor a las privaciones que los soldados soportaban en el frente.

Tampoco nosotros nos libramos de la mala alimentación de las grandes ciudades ni del «invierno de los nabos». Aunque disponíamos de toda clase de bienes, no teníamos ningún pariente ni conocido en el campo, que estaba mejor abastecido. Nuestra madre imaginaba cientos de variaciones para preparar los nabos, pero aun así a veces estaba tan hambriento que poco a poco me fui comiendo, a escondidas y con gran apetito, un saco entero de duras galletas para perro que estaban en la despensa desde los tiempos de paz. También empezaron a sucederse los ataques aéreos contra Mannheim, completamente inofensivos desde el punto de vista actual. Una pequeña bomba cayó sobre una de las casas vecinas. Empezaba una nueva fase de mi juventud.

Desde 1905 poseíamos una casa de verano en las cercanías de Heidelberg, construida en la pendiente de una cantera que, según se dice, sirvió para abastecer la construcción del palacio de Heidelberg, emplazado no muy lejos. Tras ella se alza la cadena montañosa del Odenwald, en la que los senderos que serpentean por la ladera a través de los viejos bosques ofrecen a veces una vista sobre todo el valle del Neckar. En aquel lugar teníamos paz, un hermoso jardín, hortalizas y una vaca en casa del vecino. En verano de 1918 nos trasladamos allí.

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Pronto mejoró mi estado físico. Todos los días, aunque nevara, lloviera o hubiera tormenta, caminaba tres cuartos de hora para recorrer el largo camino que llevaba hasta la escuela; a menudo hacía el último trecho a la carrera. Con las dificultades económicas de la primera posguerra, no había bicicletas.

El camino pasaba ante la sede de una asociación de remeros. En 1919 me uní a ella, y durante dos años fui el timonel en las regatas de cuatro y de ocho. A pesar de que seguía siendo más bien débil, me convertí pronto en uno de los remeros más eficientes. A los dieciséis años conseguí el puesto de jefe de las canoas escolares de cuatro y de ocho, y participé en algunas regatas. La ambición se había adueñado de mí por primera vez. Me exigía a mí mismo un rendimiento del que antes no me habría creído capaz. Fue la primera pasión de mi vida. Hacer que el ritmo de los tripulantes se adaptara al mío me atraía más que ganarme la admiración y el respeto del mundo de los remeros, ciertamente muy reducido.

No obstante, normalmente nos ganaban. Pero como se trataba del rendimiento de un equipo, no era posible atribuir el mal resultado a uno solo. Al contrario: nos sentíamos unidos en la acción y en el fracaso. Además, como habíamos prestado un ceremonioso juramento de continencia, en aquella época despreciaba a los camaradas que hallaban sus primeras diversiones en el baile, el vino y los cigarrillos.

A los diecisiete años conocí, en la escuela, a la que habría de ser mi compañera durante toda la vida. Eso hizo que me aplicara en los estudios, pues hablamos de casarnos al año siguiente, cuando terminara el bachillerato. Yo ya era bueno en matemáticas desde hacía años, pero entonces también mejoraron mis notas en el resto de asignaturas y llegué a ser uno de los mejores de la clase.

Nuestro profesor de alemán, un demócrata entusiasta, nos leía con frecuencia artículos del diario liberal
Frankfurter Zeifung
. De no haber sido por aquel profesor, en la escuela me habría movido en un círculo completamente apolítico, pues se nos educaba de acuerdo con una visión del mundo conservadora y burguesa. A pesar de la revolución, se nos seguía enseñando que la autoridad tradicional formaba parte de un orden establecido por Dios. Las corrientes que en los primeros años veinte lo agitaban todo apenas nos afectaban. También se reprimía cualquier crítica a la escuela, a las asignaturas o a los superiores, y se nos exigía una fe absoluta en su incuestionable autoridad. En la escuela estábamos sometidos a un poder en cierto modo absolutista, y en ningún momento pusimos en duda el orden establecido. Además, no había asignaturas como las ciencias sociales, que habrían podido desarrollar nuestra capacidad crítica. En las clases de alemán, incluso en el último curso, las redacciones versaban únicamente sobre historia de la literatura, lo que nos impedía en la práctica cualquier reflexión sobre los problemas de la sociedad. Desde luego, aquel distanciamiento de la política en la escuela no nos ayudaba a adoptar otra postura en el patio o en la calle. La imposibilidad de salir al extranjero constituía otra clara diferencia entre aquellos tiempos y los actuales. No había ninguna organización que se ocupara de los jóvenes, incluso aunque estos dispusieran del dinero necesario para viajar fuera del país. Me parece necesario recalcar estas deficiencias, que llevaron a que toda una generación quedara indefensa ante el rápido progreso de los medios técnicos que permitirían influir sobre las masas.

Tampoco en casa hablábamos de política, lo que resulta más sorprendente si se tiene en cuenta que mi padre era un liberal convencido ya antes de 1914. Todas las mañanas esperaba con impaciencia la llegada del
Frankfurter Zeitung
; cada semana leía las revistas satíricas
Simplicissimus
y
Jugend
. Pertenecía al mundo espiritual de Friedrich Naumann, que abogó por las reformas sociales en una Alemania poderosa. A partir de 1923, mi padre se hizo partidario de Coudenhove-Kalergi y defendió con ardor sus ideas paneuropeas. Seguramente le habría gustado tratar de política conmigo, pero yo tendía más bien a evitar ese tipo de conversación y mi padre no insistía. Si bien es verdad que aquel desinterés era el propio de una juventud desengañada y exhausta por la pérdida de una guerra, por la revolución y la inflación, me impidió adquirir el criterio político y la escala de valores que me habrían permitido formarme una opinión. Me apetecía más ir hacia la escuela pasando por el parque del palacio de Heidelberg y quedarme encantado unos minutos contemplando desde el mirador de Scheffel la ciudad vieja y las ruinas del palacio. Conservé siempre la afición romántica por las fortalezas en ruinas y las callejuelas serpenteantes, que más adelante se manifestó en mi pasión por coleccionar paisajes, especialmente de los pintores románticos de Heidelberg. Camino de la escuela me encontraba a veces con Stefan George, que daba una impresión de dignidad y orgullo extremos e irradiaba un aura casi sagrada. Un aspecto semejante debieron de tener los grandes misioneros, pues poseía un algo que atraía con fuerza magnética. Mi hermano mayor estaba ya en el último curso cuando pudo acceder al círculo íntimo del maestro.

Lo que me atraía con más fuerza era la música. Antes de 1922, escuché en Mannheim al joven Furtwängler, y después a Erich Kleiber. En aquella época, Verdi me impresionaba más que Wagner; Puccini me parecía «espantoso». En cambio, me agradó mucho una sinfonía de Rimski-Kórsakov. La
Quinta sinfonía
de Mahler me pareció «bastante complicada, pero me ha gustado». Tras una visita al teatro, pensé que Georg Kaiser era «el más importante dramaturgo moderno, pues estudiaba en sus obras el concepto, el valor y el poder del dinero». Y al ver
El pato salvaje
de Ibsen, estimé que las cualidades de la capa social dirigente resultaban ridículas: sus personajes eran «cómicos». Con su novela
Jean Christophe
, Romain Rolland aumentó mi entusiasmo por Beethoven.
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Así pues, el hecho de que no me agradara la ostentosa vida social que se llevaba en mi casa no se debía únicamente a que me dominara la terquedad juvenil. Que prefiriera a los autores que criticaban la sociedad, o que hiciera amigos entre los camaradas de la asociación de remeros o en los refugios de la de alpinistas, tenía un indudable carácter de oposición. Por otro lado, que me gustara una sencilla familia de artesanos se oponía a la costumbre de hacer amigos y escoger novia en el cerrado círculo social en que se movían nuestros padres. Incluso sentía simpatía por la extrema izquierda, aunque esa inclinación jamás adoptara una forma concreta. Estaba en contra de todo compromiso que oliera a política; aunque ello no impedía que me sintiera nacionalista y que, como sucedió durante la ocupación del Ruhr (1923), me sublevaran las diversiones impropias o la amenazadora crisis del carbón.

Para mi propio asombro, compuse el mejor tema de reválida de mi promoción. No obstante, cuando el director de la escuela, en su discurso de despedida a los bachilleres, dijo que entonces «se abría ante nosotros el camino hacia las más altas empresas y los más altos honores», pensé para mis adentros: «Eso no va contigo».

Puesto que era el mejor matemático de la escuela, mi intención era estudiar esta especialidad. Mi padre me dio razones de peso para no hacerlo, y yo no habría sido un matemático familiarizado con la lógica si no hubiese cedido a sus argumentos. Lo que me quedaba más cerca era la profesión de arquitecto, de la que tantas cosas había absorbido desde mis primeros años. Para gran alegría de mi padre, decidí convertirme en arquitecto, como él y como su propio padre.

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Por motivos económicos, el primer semestre lo cursé en la Escuela Técnica Superior de la cercana ciudad de Karlsruhe, pues la inflación aumentaba de día en día. Ello me obligaba a cobrar semanalmente mi paga, una cantidad fabulosa que a finales de la misma semana se había convertido en nada. Por ejemplo, a mediados de septiembre de 1925 escribí, durante una excursión a la Selva Negra: «¡Aquí todo es muy barato! Pasar la noche cuesta 400.000 marcos, y una cena, 1.800.000 marcos. Medio litro de leche, 250.000 marcos». Seis semanas después, poco antes de que la inflación llegara a su fin, comer en un restaurante costaba hasta veinte mil millones de marcos, y hacerlo en el comedor universitario, más de mil millones, lo que equivalía a siete Pfennig oro. Por una entrada de teatro había que pagar de trescientos a cuatrocientos millones de marcos.

El desastre económico obligó a mi familia a vender el comercio y la fábrica de mi difunto abuelo a una sociedad. Aunque la venta se concertó por una cantidad inferior al valor real de los bienes, el pago se realizó en «bonos del tesoro en dólares». Mi paga mensual ascendió a dieciséis dólares, cantidad con la que, libre de toda preocupación, vivía espléndidamente.

Cuando acabó el período de inflación, en la primavera de 1924, me trasladé a la Escuela Técnica Superior de Munich. Permanecí hasta el verano de 1925 en esta ciudad, en la que Hitler, tras salir de la prisión militar, volvió a dar que hablar, aquella misma primavera, pero yo no tomé nota de ello. En las detalladas cartas que escribía a la que sería mi mujer me limitaba a hablar de mi trabajo, que se prolongaba hasta altas horas de la noche, y de nuestro deseo de casarnos al cabo de tres o cuatro años.

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