Albert Speer (4 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Entonces apareció Hitler, que fue acogido con una gran ovación por los numerosos partidarios que tenía entre los estudiantes. Aquel entusiasmo me impresionó, y también me sorprendió su forma de presentarse. Los carteles y caricaturas me lo habían mostrado en camisa de uniforme con bandolera, con la banda con la cruz gamada en el brazo y la melena cayéndole desordenada sobre la frente. Pero aquel día se presentó vestido con un traje azul de buen corte que reflejaba una corrección burguesa y le daba un aire sensato y discreto. Más adelante me di cuenta de que Hitler, consciente o intuitivamente, sabía adaptarse a la perfección a cualquier ambiente que lo rodeara.

Después de poner fin a la larga ovación afectando rechazo, me gustó que comenzara a hablar en voz baja, vacilante y con cierta timidez, sin pronunciar un discurso, sino una especie de conferencia histórica; me atrajo precisamente porque me pareció que estaba en el polo opuesto de lo que la propaganda de sus rivales me había llevado a esperar: un demagogo frenético, un fanático vociferador y gesticulante vestido de uniforme. Ni siquiera los estruendosos aplausos consiguieron hacerle abandonar el tono profesoral.

Parecía exponer de forma franca y abierta sus preocupaciones por el futuro. Su ironía estaba atenuada por un humor que revelaba su confianza en sí mismo. Me atrajo su encanto de alemán del sur: no puedo imaginar que un frío prusiano hubiese podido cautivarme. La timidez inicial de Hitler no tardó en desaparecer; a veces alzaba la voz y hablaba con una energía muy convincente. Esta impresión fue mucho más profunda que el discurso en sí, del que no retuve gran cosa.

Además, me sentí arrastrado por el entusiasmo que, tras cada una de sus frases, apoyaba al orador de una manera casi físicamente perceptible, aniquilando toda objeción escéptica. Sus rivales no lograban hacerse con la palabra. Y de ello nació, al menos de momento, una falsa impresión de unanimidad. Al final Hitler ya no parecía hablar para convencernos; más bien parecía estar obligado a expresar lo que el público en masa esperaba de él: como si fuera lo más natural del mundo llevar de las riendas a los estudiantes y a una parte del profesorado de las dos universidades más importantes de Alemania. Y eso que aquella noche no era todavía el soberano absoluto, blindado contra toda crítica, sino que se encontraba expuesto a los ataques que le llegaban de todas partes.

Quizá otros discutieron después, frente a un vaso de cerveza, los excitantes acontecimientos de la velada, y seguro que también mis estudiantes me instaron a hacerlo. Sin embargo, yo tenía que aclarar mis ideas y dominar mi confusión; necesitaba estar solo. Desconcertado, conduje en plena noche, detuve el coche en un bosque de pinos cerca del Havel y paseé durante mucho tiempo.

Me pareció que se abría una esperanza, un nuevo ideal, una nueva comprensión de las cosas, nuevas misiones. También las sombrías predicciones de Spengler me parecían ahora rebatidas, a la vez que se cumplía su vaticinio respecto al advenimiento de un nuevo emperador. Hitler nos había convencido de que debíamos desterrar el peligro del comunismo, que parecía acercarse al poder de un modo incontenible, y de que al final, en lugar del desolador desempleo, incluso podría producirse un florecimiento económico. El problema judío sólo lo mencionó muy de pasada. Aunque yo no era antisemita, pues, como casi todo el mundo, en la escuela y en la universidad había hecho amigos judíos, sus observaciones a ese respecto no me molestaron.

Algunas semanas después de aquel discurso, que resultó tan importante para mí, mis amigos me llevaron a un mitin en el Palacio de Deportes en el que habló Goebbels, jefe regional del Partido en Berlín. Me produjo una impresión muy distinta que Hitler: muchas frases bien colocadas, dichas de una manera categórica; una multitud rugiente que era inducida a explosiones de entusiasmo y odio cada vez más frenéticas; un aquelarre de pasiones desenfrenadas que hasta entonces sólo había presenciado durante las carreras ciclistas. Sentí repugnancia; el efecto positivo de Hitler perdió fuerza, aunque no se extinguió por completo.

El Palacio de Deportes se vació y los asistentes a la reunión bajaron por la Potsdamer Strasse. Llena de confianza en sí misma tras el discurso de Goebbels, la gente ocupó provocativamente toda la anchura de la calzada, bloqueando el tráfico. Al principio la policía no intervino; quizá no deseara irritar a la multitud. Sin embargo, en las bocacalles había destacamentos de policía montada y camiones con tropas antidisturbios, y finalmente, enarbolando las porras de caucho, cargaron contra la multitud para despejar la calzada. Asistí excitado al desarrollo de los acontecimientos; nunca había visto un acto de violencia parecido. Al mismo tiempo sentí que se apoderaba de mí un sentimiento, mezcla de simpatía y de insubordinación, que probablemente no tenía nada que ver con motivaciones políticas. En realidad no ocurrió nada extraordinario. Ni siquiera hubo heridos. No obstante, al cabo de unos días me afilié al Partido, y en enero de 1931 me convertí en el miembro número 474.481 del NSDAP.

Fue una decisión completamente desprovista de dramatismo. Ni entonces ni nunca me sentí miembro de un partido político: yo no había elegido al NSDAP, sino que me había convertido en adepto de Hitler, cuya personalidad me impresionó desde el primer momento y de quien desde entonces ya no iba a liberarme. Su poder de convicción, la magia peculiar de su nada agradable voz, lo insólito de su actitud más bien banal, la seductora sencillez con que enfocaba la complejidad de nuestros problemas… Todo aquello me confundía y fascinaba. Yo no sabía prácticamente nada de su programa. Hitler me había capturado antes de que pudiera comprenderlo.

Tampoco me sentí incómodo en un acto popular organizado por la Liga para la Defensa de la Cultura Alemana, aunque en él se condenaron muchos de los objetivos del profesor Tessenow. Uno de los oradores exigió la vuelta a las formas y concepciones artísticas tradicionales, atacó la modernidad y terminó arremetiendo contra la agrupación de arquitectos Der Ring, a la que pertenecían Gropius, Mies van der Rohe, Scharoun, Mendelssohn, Taut, Behrens y Pölzig, además de Tessenow. Uno de los estudiantes envió un escrito a Hitler para protestar contra este discurso y defender con juvenil entusiasmo a nuestro admirado maestro. Poco después recibió una respuesta entre familiar y rutinaria, procedente de la Jefatura del Partido y escrita en papel oficial, en la que se afirmaba que la obra del profesor Tessenow gozaba de la mayor estima. A nosotros nos pareció muy significativo. Con todo, es verdad que en aquel tiempo no le mencioné a Tessenow mi pertenencia al Partido.
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Creo que fue durante esos meses cuando mi madre presenció una marcha de las SA en las calles de Heidelberg: la contemplación de aquel orden en una época de caos, aquella impresión de energía en una atmósfera de desesperanza generalizada, debió de ganarla también a ella: en cualquier caso, se afilió al Partido sin haber oído ningún discurso ni haber leído ningún escrito. Es probable que ambos sintiéramos que aquella decisión significaba una ruptura con la tradición liberal familiar, pues nos la ocultamos mutuamente y la escondimos asimismo a los ojos de mi padre. Sólo varios años después, cuando ya llevaba un tiempo en el círculo de Hitler, descubrimos por casualidad nuestra temprana afiliación común.

CAPÍTULO III

CAMBIO DE AGUJAS

Sería más acertado que, al hablar de aquellos años, lo hiciera principalmente de mi vida profesional, de mi familia y de mis inclinaciones, pues las nuevas experiencias quedaron relegadas a un segundo término: por encima de todo, yo era arquitecto.

Puesto que disponía de automóvil, me convertí en miembro de la asociación de conductores del Partido (NSKK) fundada hacía poco y, por tratarse de una organización nueva, adquirí automáticamente la categoría de jefe de la sección de Wannsee, donde vivíamos. Sin embargo, al principio me hallaba muy lejos de pensar en una actividad partidaria seria. Por lo demás, era el único que tenía coche en Wannsee y, por consiguiente, en mi sección; los otros miembros abrigaban el deseo de conseguir uno cuando se produjera la «revolución» con la que soñaban. Para irse preparando, se informaron de los lugares de aquel rico suburbio en los que podrían encontrar coches adecuados cuando llegara el día x.

Mi cargo me llevó varias veces a la Jefatura de la Circunscripción Oeste, que dirigía un joven sencillo pero inteligente y enérgico: un oficial de molinero llamado Karl Hanke. Acababa de alquilar como futuro cuartel de su organización una elegante villa en el distinguido barrio de Grunewald, pues tras el éxito electoral del 14 de septiembre de 1930 el Partido, ahora poderoso, se estaba esforzando por adquirir categoría social, y me propuso decorar la villa; por supuesto, sin cobrar.

Hablamos sobre papeles pintados, cortinas y colores. Por indicación mía, el joven jefe de circunscripción eligió papeles pintados de la Bauhaus, aunque le advertí que eran «comunistas». Sin embargo, el joven liquidó mi advertencia diciendo:

—Nosotros cogemos lo mejor de todos, incluso de los comunistas.

Con estas palabras expresó lo que Hitler y sus colaboradores llevaban años haciendo: reunir todo lo aprovechable sin tener en cuenta las ideologías, e incluso decidir las cuestiones ideológicas en función de su efecto sobre los electores.

Hice pintar la antesala de un rojo brillante y las salas de trabajo de un color amarillo intenso en el que las cortinas rojas destacaban de manera más que llamativa. Aquella liberación de una necesidad de acción arquitectónica largo tiempo reprimida, con la que probablemente quise expresar un espíritu revolucionario, obtuvo una acogida bastante desigual.

A comienzos del año 1932 se recortaron los sueldos de los ayudantes; era una pequeña aportación para nivelar el ajustadísimo presupuesto de Prusia. No había grandes edificios en perspectiva y la situación económica era desesperanzados. Para nosotros, tres años como ayudante habían sido más que suficientes; mi esposa y yo decidimos renunciar a mi empleo junto a Tessenow y trasladarnos a Mannheim. Cubierto económicamente con la administración de las casas que poseía mi familia, quería iniciar en serio mi actividad como arquitecto, que hasta entonces había transcurrido sin pena ni gloria. Así pues, envié incontables cartas a las empresas de la zona y a los contactos profesionales de mi padre para ofrecerme como «arquitecto independiente», y esperé en vano encontrar a un contratista dispuesto a emplear a un arquitecto de veintiséis años: en aquel momento, ni siquiera los arquitectos establecidos desde hacía tiempo en Mannheim obtenían ningún encargo. Traté de llamar un poco la atención participando en concursos, pero nunca pasé de los terceros premios. La reforma de una tienda en una de las fincas que mi familia alquilaba fue la única actividad constructiva que realicé en aquella desolada época.

Mi posición en el Partido era de una cómoda complacencia. Tras la excitante actividad del Partido en Berlín, en la que me había visto atrapado poco a poco, en Mannheim me sentía como en una reunión del club de bolos. Como no había ninguna NSKK, desde Berlín se me adscribió a la Motor-SS. Aunque yo pensé que era en calidad de miembro, al parecer fui allí sólo como invitado, pues cuando en 1942 quise renovar mi afiliación, resultó que jamás había pertenecido a la Motor-SS.

Al iniciarse los preparativos para las elecciones del 31 de julio de 1932, mi esposa y yo fuimos a Berlín para participar de la excitante atmósfera electoral y ayudar en lo que pudiéramos. La persistente falta de perspectivas profesionales había intensificado mucho mi interés político, o lo que yo llamaba así. Quería contribuir a la victoria electoral de Hitler. Sin embargo, aquello sólo iba a ser un breve paréntesis, pues queríamos dirigirnos desde Berlín hacia los lagos de la Prusia Oriental, para hacer una excursión con los botes plegables que teníamos planeada desde hacía tiempo.

Me presenté con mi coche al jefe de la NSKK de la Circunscripción Oeste de Berlín, Will Nagel, que me empleó como correo entre los distintos locales del Partido. Cuando se trataba de internarme en los barrios dominados por los «rojos» no era extraño que me sintiera sumamente incómodo. En aquellos sectores, las tropas nacionalsocialistas habitaban en sótanos que más bien parecían agujeros y llevaban una existencia de perseguidos. Lo mismo les ocurría a las avanzadillas de los comunistas en las zonas dominadas por los nazis. No puedo olvidar el rostro angustiado y exhausto de un jefe de tropa al que vi en pleno barrio de Moabit, una de las zonas más peligrosas del momento. Aquellos hombres arriesgaban sus vidas y sacrificaban su salud por una idea, sin saber que estaban siendo utilizados por la imaginación delirante de un hombre ávido de poder.

Hitler debía llegar el 27 de julio de 1932 al aeródromo berlinés de Staaken después de celebrar, por la mañana, un mitin en Eberswalde. Me habían encargado llevar a un mensajero desde Staaken al lugar donde se celebraría el siguiente mitin: el estadio de Brandenburgo. Cuando el trimotor terminó de rodar por la pista, Hitler y algunos de sus colaboradores y asistentes descendieron del aparato. En el aeródromo no había casi nadie, aparte de nosotros. Aunque me mantuve a respetuosa distancia, vi que Hitler, nervioso, hacía reproches a sus acompañantes porque aún no habían llegado los automóviles. Caminaba furioso arriba y abajo, golpeándose la vuelta de sus botas altas con una fusta, y daba la impresión de ser una persona malhumorada e incapaz de dominarse que trataba con desprecio a sus colaboradores.

Aquel Hitler era muy distinto al hombre tranquilo y civilizado al que había visto en la reunión estudiantil. Sin que eso me inquietara demasiado de momento, aquel día topé por primera vez con la singular multiplicidad de Hitler: con gran intuición histriónica, en público sabía adaptar su comportamiento a las más diversas situaciones, mientras que en su entorno inmediato y en presencia de criados o asistentes, se dejaba llevar.

Llegaron los coches. Subí con el mensajero a mi rugiente coche deportivo y, conduciendo a toda velocidad, me adelanté a la columna motorizada de Hitler. En Brandenburgo, los bordes de la carretera próxima al estadio estaban ocupados por socialdemócratas y comunistas, de modo que —mi acompañante llevaba el uniforme del Partido— tuvimos que atravesar una excitada barrera humana. Cuando, unos minutos después, llegó Hitler con su séquito, la multitud se transformó en una masa vociferante y furiosa que pugnaba por salir a la carretera. El automóvil tuvo que abrirse paso muy despacio; Hitler iba en pie al lado del conductor. Aquel día sentí un respeto por su valor que aún conservo hoy. La impresión negativa que me había causado en el aeródromo quedó borrada por aquella imagen.

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