Albert Speer (8 page)

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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: Albert Speer
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Después de decir esto, Hitler y yo pasábamos al local de trabajo, donde Troost, siempre seguro de sí mismo y reservado, mostraba sus planos y sus bocetos. Con todo, al primer arquitecto de Hitler no le fue mejor de lo que más tarde me iría a mí: Hitler pocas veces se dejaba llevar por el entusiasmo.

A continuación, la «señora del profesor» nos presentaba muestras del color de las telas y de la pintura de las paredes que habrían de decorar las estancias del
Führer
bau de Munich, combinados de una manera discreta y elegante; en realidad, demasiado discreta para el gusto de Hitler, de tendencia efectista. Pero le agradaban. Era evidente que lo atraía la equilibrada y discreta atmósfera burguesa que estaba de moda en la alta sociedad. Siempre transcurrían dos horas o más, y finalmente Hitler se despedía, de forma breve pero cordial, para dirigirse por fin a su propio domicilio. Antes de hacerlo me decía:

—A comer en el Osteria.

A la hora habitual, sobre las dos y media, me encaminaba al Osteria Bavaria, un pequeño restaurante de artistas que adquirió una fama inesperada al convertirse en el local que frecuentaba Hitler. Una tertulia de artistas de largas melenas y barbas imponentes rodeando a Lenbach o a Stuck parecía más propia de aquel lugar que Hitler con su séquito, siempre bien vestido o uniformado. Se sentía a gusto allí; estaba claro que, como «artista que no había podido llegar a serlo», le agradaba aquel ambiente al que un día quiso pertenecer y que ahora había perdido y superado a un tiempo.

No era raro que el limitado número de invitados tuviera que esperar a Hitler horas enteras: un asistente; el jefe regional de Baviera, Wagner, en caso de que ya hubiera dormido la mona; por supuesto, su sempiterno acompañante y fotógrafo oficial Hofmann, que a aquellas horas del día podía estar ya algo alcoholizado; muchas veces la simpática Miss Mitford y en ocasiones, aunque muy raramente, un pintor o un escultor. También asistía el doctor Dietrich, jefe de Prensa del Reich, y nunca faltaba Martin Bormann, el secretario de apariencia insignificante de Rudolf Hess. En la calle esperaban unos cientos de personas que sabían por nuestra presencia que iba a venir «él».

En cierto momento se producía un gran júbilo en el exterior, y Hitler se acercaba a nuestro rincón, protegido por un tabique de media altura. Cuando el tiempo era bueno, nos sentábamos en el patio, que era pequeño y semejaba una glorieta. El dueño del restaurante y las dos camareras recibían un saludo jovial:

—¿Qué hay de bueno hoy? ¿Ravioli? Si no estuvieran tan buenos… ¡Demasiado tentador! —Hitler chasqueaba los dedos.— Su restaurante estaría muy bien, señor Deutelmoser, si no fuera por mi línea. Se olvida usted de que el
Führer
no puede comer todo lo que le apetece.

A continuación examinaba la carta durante mucho rato y terminaba eligiendo los ravioli.

Cada cual pedía lo que le agradaba: filete,
gulasch
, y también el buen vino de Hungría; a pesar de las bromas ocasionales de Hitler sobre los «devoradores de carroña» y «tragavinos», allí se disfrutaba de todo sin empacho alguno. Se estaba entre amigos. Imperaba un acuerdo tácito: no hablar de política. La única que lo hacía era Miss Mitford, que en los años de tensión que siguieron luchó tenazmente en defensa de su patria y suplicó con frecuencia a Hitler que llegara a un acuerdo con Inglaterra. A pesar de la reserva y el rechazo de Hitler, la mujer no cejó nunca en su empeño. Más tarde, en septiembre de 1939, el día en que Inglaterra nos declaró la guerra, intentó suicidarse con una pistola demasiado pequeña en el Jardín Inglés de Munich. Hitler la puso en manos de los mejores especialistas de la ciudad y después la hizo trasladar a Inglaterra, a través de Suiza, en un coche especial.

El tema principal de las comidas era siempre la visita matutina al profesor. Hitler alababa exageradamente lo que había visto. Había retenido todos los detalles en la memoria sin esfuerzo alguno. En cierto modo, su relación con Troost era la de un discípulo respecto a su maestro. Me recordaba mi admiración incondicional por Tessenow.

Aquel rasgo del carácter de Hitler me agradaba mucho. Me asombraba que aquel hombre, tan adorado por quienes lo rodeaban, aún fuera capaz de sentir una especie de veneración por otra persona. Hitler, que se sentía arquitecto, respetaba en este campo la superioridad del especialista. En política nunca habría actuado así.

Nos contó con franqueza que había conocido a Troost gracias a los Bruckmann, una cultivada familia de editores de Munich. Según sus propias palabras, cuando vio los trabajos de Troost «era como si se le hubiese caído la venda de los ojos».

—Ya no podía soportar lo que había estado dibujando hasta entonces. ¡Qué suerte tuve al conocer a este hombre!

Desde luego, fue una suerte. Más vale no imaginar cuál habría sido el gusto arquitectónico de Hitler sin la influencia de Troost. En una ocasión me mostró su cuaderno de bocetos de los primeros años veinte. Vi borradores de obras monumentales que imitaban el estilo neobarroco de la Ringstrasse de Viena, propio de la década de los años noventa del siglo XIX. Resultaba singular que esos proyectos se alternaran con dibujos de armas y buques de guerra.

En comparación con aquello, la arquitectura de Troost resultaba incluso pobre. Su influencia sobre Hitler fue, de todos modos, episódica. Hitler alabó hasta el final a los arquitectos y las obras que le habían servido de modelo para sus antiguos bocetos, como la gran Ópera de París, de Charles Garnier (1816-1874), de la que decía:

—Su escalinata es la más hermosa del mundo. Cuando las damas bajan por ella con sus exquisitos tocados, flanqueadas por filas de hombres uniformados… ¡Señor Speer, tenemos que construir algo así!

También sentía un enorme entusiasmo por la Ópera de Viena:

—Es el teatro de ópera más maravilloso del mundo, con una acústica excelente. Cuando yo, de joven, me sentaba en el último piso…

Sobre uno de los dos arquitectos de esta obra, Van der Nüll, Hitler contaba lo siguiente:

—Creía que su Ópera le había salido mal. Mire usted, estaba tan desesperado que se disparó un balazo en la cabeza el día antes de la apertura. Sin embargo, la inauguración fue el mayor de sus éxitos: ¡todo el mundo alabó al arquitecto!

No era raro que en tales ocasiones acabara por comentar los difíciles momentos por los que había pasado, y cómo siempre lo había salvado un giro favorable de los acontecimientos.

—No hay que ceder nunca —terminaba diciendo.

Sus preferencias se inclinaban de manera especial por los numerosos teatros de Hermann Helmer (1849-1919) y Ferdinand Fellner (1847-1916), que a finales del siglo XIX no sólo proveyeron de teatros tardobarrocos Austria-Hungría, sino también Alemania, siguiendo siempre el mismo esquema. Hitler sabía en qué ciudades se hallaban sus obras, y más adelante hizo restaurar el descuidado teatro de Augsburgo.

Sin embargo, también apreciaba a los arquitectos más austeros del XIX, como Gottfried Semper (1803-1879), que construyo la Ópera y la Pinacoteca de Dresde y el Palacio Imperial y los museos de la Corte en Viena, y Theophil Hansen (1803-1883), que levantó en Atenas y en Viena notables edificios neoclásicos. En 1940, en cuanto las tropas alemanas tomaron Bruselas, tuve que dirigirme a esta capital para examinar el gigantesco Palacio de Justicia de Poelaert (1817-1879), que entusiasmaba a Hitler, aunque, como la Ópera de París, sólo lo conocía por los planos. A mi regreso me pidió toda clase de detalles sobre el edificio.

Ese era el mundo arquitectónico de Hitler. Con todo, el estilo que más lo atraía era el mismo neobarroco ostentoso que Guillermo II quiso que Ihne, su arquitecto de corte, cultivara. En el fondo sólo se trataba de un «barroco decadente» parecido al que acompañó al ocaso del Imperio Romano. Así, en arquitectura, al igual que en pintura y escultura, Hitler seguía atrapado en el ambiente de su juventud, situado entre 1880 y 1910, que prestó sus especiales características tanto a su gusto artístico como a sus ideas políticas.

Hitler era muy contradictorio. Por ejemplo, podía hablar con entusiasmo de sus modelos vieneses, que seguramente había conocido de joven, para explicar a continuación:

—No supe lo que era la arquitectura hasta que conocí a Troost. Cuando empecé a tener algo de dinero, me iba comprando, uno tras otro, muebles diseñados por él, examinaba sus obras, la decoración del Europa, y siempre me sentí agradecido al destino que, bajo la forma de la señora Bruckmann, me puso en contacto con este maestro. Cuando el Partido dispuso de más medios, le encargué reformar y amueblar la Braunes Haus. Ya ha visto usted el resultado. ¡Cuántas dificultades me causó! Esos pequeñoburgueses del Partido lo encontraban demasiado caro. ¡Y cuántas cosas no habré aprendido del profesor mientras hacía esa reforma!

Paul Ludwig Troost era un westfaliano alto y delgado. Reservado en el hablar, de sobrios ademanes, pertenecía a un grupo de arquitectos, entre los cuales se contaban también Peter Behrens, Joseph M. Olbrich, Bruno Paul y Walter Gropius, que antes de 1914 impulsaron un movimiento que, como reacción ante la profusión ornamental del Jugendstil, propugnaba la contención arquitectónica y la ausencia de ornamentación y defendía un tradicionalismo espartano unido a elementos de la arquitectura moderna. Aunque Troost había tenido éxitos ocasionales en algunos concursos, antes de 1933 nunca llegó a formar parte del grupo de los mejores.

En realidad no existía un «estilo del
Führer
», por mucho que la prensa del Partido hablara de él sin cesar. Lo que se constituyó como arquitectura oficial del Reich era únicamente el neoclasicismo transmitido por Troost, que más adelante, al multiplicarlo, transformarlo, exagerarlo o incluso desfigurarlo, sería deformado hasta el ridículo. Hitler creía haber encontrado en las tribus dóricas algunos puntos de conexión con su mundo germánico, lo que hacía que apreciara más el carácter supratemporal del estilo clasicista. Aun así, sería una equivocación buscar en Hitler un estilo arquitectónico con base ideológica. Eso no habría respondido a su pragmatismo.

• • •

No hay duda de que Hitler perseguía un fin determinado al llevarme con él regularmente a Munich para examinar las obras. Estaba claro que pretendía hacer también de mí un discípulo de Troost. Yo siempre estaba dispuesto a aprender y, desde luego, Troost me enseñó muchas cosas. La arquitectura de mi segundo maestro, rica aunque sobria a causa de su limitación a los elementos formales más simples, influyó en mí de una manera decisiva.

La prolongada conversación de sobremesa del Osteria había terminado ya.

—El profesor me ha dicho hoy que están desencofrando la escalera del
Führer
bau. Me muero de impaciencia. Brückner, haga traer el coche. Vamos a verlo ahora mismo. Usted vendrá conmigo, ¿verdad?

Se dirigió directamente a la caja de la escalera del edificio, la miró desde abajo, desde la galería, desde la escalera, volvió a subir y se mostró entusiasmado. Inspeccionamos la obra desde todos los ángulos y Hitler demostró una vez más su conocimiento exacto de todos los detalles y todas las medidas, lo que dejó estupefactos a los que estaban trabajando allí. Complacido por los progresos de la obra y satisfecho consigo mismo por ser la causa y el motor de aquella edificación, se dirigió al próximo objetivo: la villa de su fotógrafo en Munich-Bogenhausen.

Cuando hacía buen tiempo, el café se servía en el pequeño jardín de esta casa, que, rodeado por los jardines de los edificios colindantes, no tendría más de unos doscientos metros cuadrados. Hitler trataba de resistirse a los pasteles, pero siempre terminaba por aceptar una pequeña porción después de hacer muchos cumplidos a la señora de la casa. Cuando lucía el sol, podía ocurrir que el
Führer
y canciller del Reich se quitara la americana y se tendiera en el césped en mangas de camisa. Con los Hofmann se sentía como en su casa. En una ocasión pidió un volumen de Ludwig Thoma, eligió un fragmento y nos lo estuvo leyendo en voz alta.

Lo complacían especialmente los cuadros que el fotógrafo le enviaba para que eligiese alguno. Al principio me quedé asombrado al ver lo que Hofmann presentaba a Hitler y lo que merecía su aprobación. Con el tiempo me fui acostumbrando, aunque nadie logró disuadirme de seguir coleccionado paisajes del primer romanticismo, de Rottmann, Fries o Kobell, por ejemplo.

Uno de los pintores preferidos de Hitler y Hofmann era Eduard Grützner, que con sus monjes y bodegueros aficionados al vino cuadraba mejor con la forma de vivir del fotógrafo que con la del abstemio Hitler, quien contemplaba aquellas obras desde el punto de vista «artístico»:

—¿Cómo? ¿Sólo cuesta cinco mil marcos?

Lo más seguro es que el valor comercial del cuadro no superara los dos mil.

—¿Sabe usted, Hofmann? ¡Es una verdadera ganga! ¡Fíjese usted en estos detalles! A Grützner no se lo aprecia en absoluto como merece.

La siguiente obra de este pintor le costó bastante más.

—Es simplemente que aún no ha sido descubierto. Al fin y al cabo, tampoco Rembrandt valía nada hasta varios decenios después de su muerte. En su tiempo, sus cuadros eran casi regalados. Créame usted, algún día este Grützner valdrá tanto como un Rembrandt. Ni siquiera Rembrandt habría sabido pintar esto mejor.

Hitler consideraba que la última parte del siglo XIX había constituido una de las principales épocas culturales de la humanidad en todas las esferas artísticas; en su opinión, sólo la falta de perspectiva histórica impedía reconocerlo. Pero esta valoración positiva se detenía ante el impresionismo, mientras que el naturalismo de un Leibl o un Thoma casaba a la perfección con sus bienpensantes inclinaciones artísticas. Para él, Makart era el más grande, aunque también apreciaba mucho a Spitzweg. En este segundo caso yo podía comprender su preferencia, si bien lo que Hitler admiraba era menos la pincelada generosa y muchas veces impresionista de la obra de este pintor que su adscripción a un género pequeñoburgués y el humor benevolente con que ironizaba sobre la provinciana Munich de su tiempo.

El fotógrafo se sintió turbado y sorprendido cuando salió a la luz que un falsificador se había aprovechado de aquella afición a Spitzweg. Al principio a Hitler lo intranquilizó no saber cuáles de las pinturas que tenía de él eran auténticas, pero pronto se sobrepuso a la duda y dijo con malignidad:

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