Durante las vacaciones, mi futura esposa y yo nos reuníamos con frecuencia con otros estudiantes para ir de refugio en refugio por los Alpes austríacos. Las fatigosas ascensiones nos daban la sensación de realizar auténticas proezas. En ocasiones, con mi terquedad habitual, convencía a mis compañeros para no interrumpir una excursión aunque hiciera muy mal tiempo, con tormentas, lluvia helada y frío, y por más que la niebla nos impidiera distinguir las cumbres.
Muchas veces veíamos una densa capa de nubes extenderse sobre la lejana llanura que contemplábamos desde la cima de una montaña. Para nosotros, bajo aquellas nubes vivían personas atormentadas. Creíamos estar muy por encima de esa gente. Jóvenes y arrogantes, estábamos convencidos de que sólo iban por las montañas las personas honradas. Cuando teníamos que regresar a la vida normal de la llanura después de nuestros ascensos, no era raro que al principio me sintiera más bien aturdido por la febril actividad urbana.
Otro modo que teníamos de buscar la «comunión con la naturaleza» era saliendo con las canoas plegables. En aquel entonces, ese tipo de expedición todavía era nuevo y las aguas no estaban, como ahora, plagadas de toda clase de embarcaciones. Bajábamos los ríos en silencio y al caer la noche plantábamos nuestra tienda en los lugares más hermosos. Esas apacibles excursiones nos procuraban una porción de aquella felicidad que había sido completamente natural para nuestros antepasados. En 1885, mi padre hizo una excursión de Munich a Nápoles, ida y vuelta, a pie y en coche tirado por caballos. Más tarde, cuando ya podía cruzar Europa entera con su automóvil, calificó precisamente aquella excursión como su viaje más hermoso.
Muchos miembros de nuestra generación buscaban el contacto con la naturaleza. No se trataba sólo de una protesta romántica contra la estrechez burguesa; también huíamos de las exigencias de un mundo cada día más complejo. Nos dominaba el sentimiento de que nuestro entorno había perdido el equilibrio, mientras que en la naturaleza, en las montañas y en los valles fluviales, todavía podía percibirse la armonía de la Creación. Cuanto más vírgenes eran las montañas, cuanto más solitarios resultaban los valles de los ríos, tanto más nos atraían. Naturalmente, yo no pertenecía a ningún movimiento juvenil, cuya masificación habría sido un obstáculo para mis ansias de aislamiento, pues era de tendencia más bien solitaria.
En otoño de 1925 me trasladé con un grupo de estudiantes de arquitectura de Munich a la Escuela Técnica Superior de Berlín-Charlottenburg. Quería estudiar con el profesor Pölzig; sin embargo, el número de plazas de su seminario de proyectos era limitado. Como mis aptitudes para el dibujo eran insuficientes, me fue negada la admisión. Yo no estaba seguro de poder llegar a ser algún día un buen arquitecto, por lo que acepté esa decisión sin sorprenderme. En el semestre siguiente fue llamado a Berlín el profesor Heinrich Tessenow, un defensor de lo artesanal y provinciano, quien reducía al máximo su expresión arquitectónica: «Lo decisivo es el mínimo ornamento». Enseguida le escribí a mi futura esposa: «Mi nuevo profesor es el hombre más importante e inteligente que he conocido nunca. Estoy muy entusiasmado con él y trabajo con gran interés. No es moderno, aunque en cierto sentido lo es más que nadie. De cara al exterior, es tan sobrio y poco imaginativo como yo; sin embargo, sus obras reflejan algo profundamente vivo. Su entendimiento es de una agudeza pasmosa. Voy a esforzarme para poder entrar dentro de un año en su grupo de “perfeccionamiento”, y al otro intentaré trabajar con él como ayudante. Desde luego, escribo todo esto desde una perspectiva muy optimista; este es el camino que seguiré en el mejor de los casos». Seis meses después de terminar los exámenes, ya era su ayudante. Había encontrado en él a mi primer catalizador…, que, siete años más tarde, sería relevado por otro más influyente.
También apreciaba mucho a nuestro profesor de historia de la arquitectura. Daniel Krenker, alsaciano de nacimiento, no era sólo un apasionado arqueólogo, sino también un vehemente patriota. Cuando en una de sus clases nos mostró la catedral de Estrasburgo, rompió a llorar y tuvo que interrumpir la charla. En su curso hice una exposición en clase sobre el libro de Albrecht Haupt
La arquitectura de los germanos
. Pero al mismo tiempo escribía a mi futura mujer: «Cierta mezcla de razas siempre está bien. Y si últimamente vamos de mal en peor, no se debe a que seamos una mezcla de razas. Ya lo éramos en la Edad Media, cuando aún había en nosotros un germen poderoso y ampliábamos nuestras fronteras, cuando expulsamos de Prusia a los eslavos o cuando, más tarde, trasladamos a América la cultura europea. Estamos en decadencia porque hemos consumido nuestras fuerzas; igual que les ocurrió en su día a los egipcios, los griegos o los romanos. No podemos hacer nada para evitarlo».
Los años veinte en Berlín fueron el escenario que definió mi época de estudiante. Muchas representaciones teatrales me impresionaron profundamente: la puesta en escena de Max Reinhardt de
El sueño de una noche de verano
; Elisabeth Bergner en
La doncella de Orleans
, de Bernard Shaw; Pallenberg en la escenificación que hizo Piscator del
Soldado Schwejk
. Pero también me atrajeron mucho las grandes revistas de Charell, extraordinariamente suntuosas. En cambio, no encontraba placer alguno en la grandilocuencia de las películas de Cecil B. de Mille, y no podía sospechar que yo mismo, diez años después, superaría su arquitectura cinematográfica. En aquel tiempo sus películas me parecían «de un mal gusto bastante americano».
Sin embargo, todas aquellas impresiones quedaban ensombrecidas por la pobreza y el paro.
La decadencia de Occidente
de Spengler me había convencido de que estábamos viviendo un período de decadencia semejante al de los últimos tiempos de la era romana: inflación, relajamiento de las costumbres, impotencia del Reich. El ensayo
Prusianismo y socialismo
me fascinó por su desprecio del lujo y la comodidad. En él la doctrina de Spengler se unía a las enseñanzas de Tessenow. Sin embargo, mi profesor, a diferencia de Spengler, aún tenía confianza en el futuro. Empleando un tono irónico, se revolvía contra el «culto a los héroes» de la época:
—A lo mejor estamos rodeados por todas partes de «grandes» héroes auténticos e incomprendidos que consideran que, si se cumple a rajatabla su voluntad, queda justificado tanto lo más espantoso como los detalles más insignificantes, y pueden incluso reírse de todo ello. Quizá antes de que vuelvan a florecer la artesanía y las pequeñas ciudades tenga que llover del cielo algo parecido al azufre, tal vez sea necesario que los pueblos hayan conocido antes el infierno.
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Obtuve el título de arquitecto en verano de 1927, tras nueve semestres de estudio. A la primavera siguiente, a los veintitrés años, me convertí en uno de los ayudantes más jóvenes de la Escuela Superior. En una tómbola a la que había ido durante el último año de la guerra, una adivina me vaticinó: «Obtendrás fama enseguida y te llegará pronto el descanso». Ahora empezaba a tener motivos para pensar en aquella predicción, pues podía suponer con cierta seguridad que, si lo deseaba, llegaría el momento en que, al igual que mi profesor, daría clases en la Escuela Técnica Superior.
El puesto de ayudante nos permitió contraer matrimonio. En nuestro viaje de luna de miel no fuimos a Italia, sino que recorrimos los solitarios lagos de la boscosa región de Mecklemburgo con la canoa plegable y la tienda. Echamos el bote al agua en Spandau, a unos centenares de metros de la prisión en la que pasaría veinte años de mi vida.
PROFESIÓN Y VOCACIÓN
En 1928 estuve a punto de convertirme en arquitecto del Estado y de la Corte. Aman Allah, soberano de Afganistán, tenía intención de reformar su país, para lo cual deseaba el concurso de jóvenes técnicos alemanes. Joseph Brix, profesor de urbanismo y obras públicas, organizó el grupo. Yo debía trabajar como urbanista, arquitecto y, además, profesor de arquitectura en una institución de enseñanza técnica que había de fundarse en Kabul. Mi esposa y yo estudiamos todos los libros que pudimos conseguir sobre aquel lejano país; reflexionamos sobre la forma de desarrollar un estilo nacional propio a partir de las sencillas construcciones típicas y, a la vista de sus montañas vírgenes, planeamos varias excursiones de esquí. Las condiciones del contrato que me ofrecieron eran muy favorables. Sin embargo, cuando este se hallaba prácticamente ultimado y el soberano acababa de ser recibido con grandes honores por Hindenburg, los afganos lo derrocaron mediante un golpe de Estado.
No obstante, la perspectiva de continuar trabajando con Tessenow me compensó. De hecho, ya había tenido mis dudas, y me alegré de que la caída de Aman Allah me librara de tomar una decisión. En el seminario sólo tenía que trabajar tres días a la semana; además, en la Escuela Superior había cinco meses de vacaciones. Aun así, me pagaban trescientos marcos del Reich, que equivaldrían a unos ochocientos marcos actuales. Tessenow no daba clases magistrales, sino que corregía en la gran aula del seminario los trabajos de unos cincuenta estudiantes. Sólo aparecía unas cuatro o seis horas a la semana, y el resto del tiempo los estudiantes dependían de mis explicaciones y correcciones.
Sobre todo los primeros meses me resultaron muy fatigosos. Al principio, los estudiantes se mostraban críticos conmigo y trataban de sorprenderme en falta o de descubrir mi ignorancia. Sólo muy poco a poco fui perdiendo mi timidez inicial. Por otra parte, los encargos de los que esperaba ocuparme en el tiempo que me quedaba libre, que era mucho, no llegaron a concretarse. Probablemente daba la impresión de ser demasiado joven; además, debido a la depresión económica, la actividad constructora era más bien escasa. Constituyó una excepción el proyecto de la casa de mis suegros en Heidelberg. Fue una obra sin pretensiones, a la que siguieron otras sin importancia: dos garajes anexos para unas villas en Wannsee y la edificación de la sede berlinesa del Servicio de Intercambio Académico.
En 1930 partimos de Donaueschingen con nuestros dos botes plegables y descendimos por el Danubio hasta Viena. Al regreso me enteré de que el 14 de septiembre se habían celebrado elecciones al Reichstag, lo que se me quedó grabado en la memoria porque el resultado excitó extraordinariamente a mi padre. El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP) había conseguido 107 escaños, con lo que se convirtió de pronto en el centro de la discusión política. Aquel éxito electoral imprevisto hizo concebir a mi padre los más negros temores, motivados sobre todo por las tendencias socialistas del NSDAP, pues lo inquietaba la fuerza de los socialdemócratas y comunistas.
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Nuestra Escuela Técnica Superior se había convertido en un centro de tendencia nacionalsocialista. Mientras que el pequeño grupo de estudiantes de arquitectura de ideología comunista se sentía atraído por el seminario del profesor Pölzig, los nacionalsocialistas se reunieron en torno a Tessenow, pues, aunque había sido siempre un enemigo declarado del movimiento hitleriano, existían paralelismos implícitos e involuntarios entre este y sus teorías, de los que él no debía de ser consciente. El supuesto de que pudiera existir una similitud entre sus ideas y el nacionalsocialismo lo habría escandalizado.
Tessenow enseñaba, entre otras cosas: «El estilo nace del pueblo. Es natural amar la patria. La verdadera cultura no puede ser nunca internacional. La cultura únicamente procede del seno materno de un pueblo».
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También Hitler estaba en contra de la internacionalización del arte; sus partidarios veían en el suelo patrio la raíz de la renovación. Tessenow condenaba la gran ciudad, a la que oponía ideas rurales: «La gran ciudad es algo terrible. La gran ciudad es una mezcla confusa de lo viejo y lo nuevo. La gran ciudad es combate, un combate brutal. Nos obliga a prescindir de todo lo acogedor… Donde lo urbano entra en contacto con lo rural, el campesinado termina siendo destruido. Es una lástima que no se pueda seguir pensando de forma rural». Hitler se oponía del mismo modo a la relajación de las costumbres en las grandes ciudades, advertía contra los males de la civilización, que amenazaban la sustancia biológica del pueblo, y recalcaba la importancia de mantener un núcleo de campesinado sano que sostuviera el Estado.
Hitler tuvo la habilidad de articular y utilizar para sus propios fines estas y otras corrientes que, aunque ya existían en la conciencia de la época, tenían todavía una forma difusa e inconcreta.
Durante mis clases, los estudiantes nacionalsocialistas me arrastraban con frecuencia a discusiones políticas en las que se debatían apasionadamente las opiniones de Tessenow. Las débiles objeciones que yo trataba de oponer, sacadas del vocabulario de mi padre, eran fácilmente barridas con habilidad dialéctica.
En aquel tiempo, los estudiantes tendían a los ideales extremistas; y el partido de Hitler se dirigía precisamente al idealismo de aquella excitada generación. ¿No animaba también Tessenow la confiada disposición de sus discípulos? Hacia 1931 opinaba: «Es posible que tenga que aparecer alguien que piense con sencillez. Pensar se ha vuelto demasiado complicado. Un hombre sin formación, en cierto modo un aldeano, solucionaría este problema con gran facilidad, precisamente porque todavía no estaría corrompido. Ese hombre también tendría energía suficiente para hacer realidad sus sencillas concepciones».
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Esta observación, que no dejaba de rondarnos por la cabeza, nos parecía aplicable a Hitler.
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En aquella época, Hitler habló en el Hasenheide de Berlín a los estudiantes de la Universidad y de la Escuela Técnica Superior. Mis alumnos me instaron a que acudiera y los acompañé; aunque todavía no estaba convencido, empezaba a vacilar. Paredes sucias, accesos pequeños y un interior desaseado causaban una pobre impresión. Aquí solían celebrar los obreros sus fiestas de cerveza. La sala estaba llena a rebosar. Parecía como si casi todos los estudiantes de Berlín quisieran oír y ver a aquel hombre, a quien sus partidarios atribuían toda clase de virtudes, mientras que sus enemigos le atribuían tantas maldades. Los profesores, cuya presencia daba prestigio al acto, ocupaban sitios preferentes en el centro de la sobria galería. También nuestro grupo logró obtener buenos lugares en la tribuna, no lejos del estrado.