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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (5 page)

BOOK: Albert Speer
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Esperé con mi coche fuera del estadio, por lo que no pude oír el discurso, pero sí las atronadoras ovaciones que lo interrumpían una y otra vez. Cuando el himno del Partido señaló el final del acto, nos pusimos de nuevo en marcha, pues Hitler aún debía asistir, ese mismo día, a un tercer mitin en el estadio de Berlín. También aquí estaba todo lleno a rebosar. Fuera, en las calles, se aglomeraban miles de personas que no habían podido entrar en el estadio. Hitler volvía a llevar un gran retraso y la multitud esperaba pacientemente desde hacía horas. Comuniqué a Hanke que no tardaría en llegar e inmediatamente se dio la noticia por los altavoces, que fue recibida con un aplauso estruendoso. Fue, por cierto, el primero y el único que he provocado nunca.

El día siguiente fue decisivo para mi trayectoria futura. Los botes plegables nos esperaban en la estación, habíamos comprado los billetes para la Prusia Oriental y pensábamos salir aquella misma noche, pero al mediodía recibí una llamada telefónica. Nagel, el jefe de la NSKK, me comunicó que Hanke, que había ascendido a jefe de organización de la región de Berlín, deseaba verme.

Hanke me recibió amablemente:

—Lo he estado buscando a usted por todas partes. ¿Querría reformar nuestra nueva sede regional? —me preguntó en cuanto entré—. Hoy mismo se lo propondré al doctor.
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Nos corre mucha prisa.

Unas horas más tarde, yo ya habría estado en el tren que debía llevarme a los solitarios lagos de la Prusia Oriental, donde habría sido ilocalizable; el Partido tendría que haberse buscado otro arquitecto. Durante años consideré aquel azar el giro más favorable de mi vida: mi trayectoria se había encarrilado. Dos décadas más tarde, ya en Spandau, leí las siguientes palabras de James Jeans: «El recorrido de un tren está claramente determinado por los raíles en la mayor parte del trayecto, pero en algunos puntos es posible tomar diversas direcciones; allí el tren puede ser dirigido hacia una u otra mediante el insignificante esfuerzo que supone el adecuado cambio de agujas».

• • •

El nuevo Gauhaus, la sede de la Jefatura Regional, estaba ubicado en la Voss-Strasse y rodeado por las delegaciones de los distintos
Länder
alemanes. Desde las ventanas traseras podía verse al octogenario presidente del Reich, a menudo acompañado de políticos o militares, paseando por el parque contiguo. Tal y como me dijo Hanke, el Partido deseaba avanzar incluso ópticamente hacia el centro político del país, para anunciar así sus aspiraciones políticas. Mi cometido, en cambio, tenía menos pretensiones: volvió a limitarse a repintar las paredes y a trabajos menores de remodelación. Amueblar una sala de reuniones y el despacho del jefe regional también resultó bastante sencillo, en parte por la falta de medios y en parte porque aún me hallaba bajo la influencia de Tessenow, aunque mi moderación topaba con los ostentosos relieves y estucos de estilo Gründerzeit (1871-1873). Trabajé día y noche a toda prisa, pues la organización de la Jefatura Regional me apremiaba para que concluyese lo más pronto posible. A Goebbels lo vi poco, pues estaba muy ocupado en la campaña de las elecciones del 6 de noviembre de 1932. Afónico y ajetreado, quiso ver un par de veces las reformas, aunque no mostró gran interés por ellas.

Se terminó la obra, se sobrepasó ampliamente el presupuesto y las elecciones se perdieron. Los afiliados disminuyeron, el tesorero se retorcía las manos al ver las facturas que llegaban y, al no poder mostrar a los trabajadores más que una caja vacía, estos, como miembros del Partido, tuvieron que conceder un largo aplazamiento de los pagos con objeto de evitar la bancarrota.

Unos días después de la inauguración, también Hitler visitó la Jefatura Regional, que había sido bautizada con su nombre. Oí decir que la reforma había sido de su agrado, lo cual me llenó de orgullo, aunque no quedó muy claro si lo que elogiaba era la sobriedad de mis esfuerzos arquitectónicos o el barroquismo de aquella casa de época guillermina.

No tardé en regresar a mi despacho de Mannheim. Nada había cambiado; al contrario, la situación económica y, por tanto, la perspectiva de obtener encargos habían empeorado, y las circunstancias políticas eran cada vez más confusas. Una crisis sucedía a otra sin que nos enterásemos demasiado, pues todo seguía igual. El 30 de enero de 1933 leí que Hitler había sido nombrado canciller del Reich, pero ni siquiera aquella noticia tuvo, por de pronto, significado para mí. Poco después participé en una reunión del grupo local de Mannheim. Me llamó la atención la poca calidad espiritual y personal de los miembros del Partido. «Con esta gente no se puede gobernar un Estado», pensé. Pero esas preocupaciones eran superfluas: el viejo sistema funcionarial siguió ocupándose perfectamente de todo bajo la égida de Hitler.
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• • •

Entonces se celebraron las elecciones del 5 de marzo de 1933, y una semana más tarde recibí una llamada de Berlín. Hanke, el jefe de organización de la Jefatura Regional, me buscaba:

—¿Quiere venir a Berlín? —me preguntó—. Aquí seguro que tendrá cosas que hacer. ¿Cuándo podría llegar?

Engrasamos nuestro pequeño BMW deportivo, hicimos la maleta y condujimos durante toda la noche. A la mañana siguiente, sin haber dormido, me presenté a Hanke en el edificio de la Jefatura:

—Va a acompañar inmediatamente al doctor. Quiere examinar su nuevo Ministerio.

Así, entré con Goebbels en el hermoso edificio de Schinkel de la Wilhelmsplatz. Unos cuantos centenares de personas que estaban esperando a alguien, quizá a Hitler, saludaron con la mano al ministro. No fue solamente allí donde noté que una nueva vida había llegado a Berlín: tras la larga crisis, la gente parecía más fresca y esperanzada. Todos sabían que aquel no era otro de los cambios de gabinete a que ya nos habíamos acostumbrado; parecían sentir que había llegado un momento decisivo. La gente se reunía en grandes grupos en la calle. Aun sin conocerse, intercambiaban frases insustanciales, reían o exteriorizaban su conformidad con los acontecimientos políticos. Mientras tanto, en algún lugar, sin hacerse notar, el aparato saldaba sin piedad sus cuentas pendientes con los enemigos políticos que se había creado durante los largos años de lucha por el poder y cientos de miles de personas temblaban a causa de su origen, su religión o sus convicciones.

Tras inspeccionar el edificio, Goebbels me encomendó la reforma del Ministerio y la decoración de las principales habitaciones, como su despacho y las salas de reuniones. Me encargó el trabajo en firme y quiso que lo comenzara inmediatamente, sin esperar a que se hiciera un presupuesto y sin comprobar si se disponía o no de medios. Con ello demostraba la gran arrogancia que lo caracterizó siempre, pues si aún no se había establecido ninguna partida presupuestaria para el Ministerio de Propaganda, de nueva creación, todavía menos la había para la reforma que se proponía. Me esforcé por realizar el encargo subordinándome modestamente a la arquitectura interior ejecutada por Schinkel. Sin embargo, a Goebbels el mobiliario le pareció poco representativo. Algunos meses después encargó a la Asociación de Talleres de Munich que amueblaran de nuevo el edificio en «estilo transatlántico». Hanke se había asegurado en el Ministerio la influyente posición de secretario y dominaba la antesala con severa habilidad. Uno de esos días vi en su despacho el proyecto para decorar Berlín con motivo del mitin multitudinario que debía celebrarse el 1 de mayo por la noche en el campo de aviación Tempelhof. Aquel proyecto sublevó mis sentimientos, tanto los revolucionarios como los arquitectónicos.

—Parece un decorado de fiesta mayor.

—Pues si puede hacer algo mejor, ¡adelante! —respondió Hanke.

Aquella misma noche surgió el proyecto de una gran tribuna tras la cual debían tensarse, sostenidas por armazones de madera, tres enormes banderas, cada una de ellas más alta que un edificio de diez pisos. Dos serían en los colores negro, blanco y rojo del Partido, y en el centro estaría la bandera con la esvástica. En términos estructurales el proyecto era muy atrevido, pues si soplaba un viento fuerte las banderas parecerían las velas de un barco. Debían ser iluminadas con potentes reflectores con el fin de hacer todavía más intensa la sensación de que la tribuna constituía un punto central elevado, como un escenario. El proyecto fue aceptado inmediatamente, y quemé así una nueva etapa de mi camino.

Lleno de orgullo, mostré mi obra a Tessenow, pero el profesor seguía con ambos pies firmemente anclados en lo sólido y artesanal:

—¿Cree usted que ha creado algo? Causa efecto, eso es todo.

Hitler, en cambio, según me dijo Hanke, estaba entusiasmado con el proyecto, si bien fue Goebbels quien se atribuyó todo el mérito.

Algunas semanas después, Goebbels se instaló en la residencia oficial del ministro de Alimentación. No tomó posesión de ella sin emplear cierta violencia, porque Hugenberg exigía que el edificio quedara a su disposición, puesto que el ministro era él. Sin embargo, la disputa no tardó mucho en resolverse, y el 26 de junio Hugenberg fue separado del Gabinete.

No sólo recibí el encargo de redistribuir la vivienda del ministro, sino también de construir una gran estancia anexa. Pequé un poco de ligereza al afirmar que en dos meses podría entregar, listos para ser ocupados, tanto la casa como el anexo. Hitler creyó que no cumpliría mi promesa, según me contó Goebbels para aguijonearme. Hice que se trabajara día y noche en tres turnos, y conseguí que las distintas fases encajaran hasta en el menor detalle. Los últimos días puse en funcionamiento una gran instalación secadora y finalmente la obra, terminada y amueblada, se entregó puntualmente en el plazo prometido.

Pedí algunas acuarelas de Nolde a Eberhard Hanfstaengl, director de la Nationalgalerie de Berlín, para adornar las paredes. Goebbels y su esposa las aceptaron con entusiasmo, pero cuando Hitler visitó la casa mostró el mayor desagrado al verlas. El ministro me llamó enseguida:

—Esos cuadros tienen que ser retirados de inmediato, ¡son verdaderamente horribles!

En los primeros meses que siguieron a la toma de posesión del nuevo Gobierno, al menos algunas de las corrientes de la pintura moderna, que en 1937 serían también tachadas de «arte degenerado», siguieron teniendo alguna oportunidad. Dirigía la sección de Artes Plásticas del Ministerio de Propaganda Hans Weidemann, de Essen, que era miembro del NSDAP desde hacía tiempo y que había sido condecorado con la insignia de oro del Partido. Como no estaba al corriente del episodio de las acuarelas de Nolde, reunió para Goebbels numerosos cuadros de la escuela de Nolde y de Munch y se los recomendó como expresión de un arte nacional y revolucionario. Goebbels, ya escarmentado, hizo retirar inmediatamente los cuadros comprometedores. Poco después de que Weidemann se mostrara reacio a ratificar la condena absoluta de todo lo moderno, le fue asignada una actividad subalterna en otra sección del Ministerio. En ese tiempo me inquietaba aquella yuxtaposición de poder y sumisión. También me resultaba siniestra la autoridad incondicional que Hitler podía ejercer, incluso en cuestiones de gusto, sobre hombres que habían colaborado estrechamente con él durante años. Goebbels se mostraba subordinado a Hitler de forma incondicional. Lo mismo nos pasaba a todos. También yo, familiarizado con el arte moderno, acepté en silencio la decisión de Hitler.

Apenas había terminado con el encargo de Goebbels cuando, en julio de 1933, me llamaron a Nuremberg. Se preparaba en esta ciudad el primer Congreso del Partido desde su entrada en el Gobierno. El poder que había alcanzado el partido victorioso debía tener su expresión en la arquitectura escénica. No obstante, el arquitecto local no logró presentar un proyecto satisfactorio. Me trasladaron a Nuremberg en avión y presenté mis bocetos. No había en ellos demasiadas ideas que los distinguieran de la construcción del primero de mayo; sólo que esta vez, en lugar de las banderas extendidas, coronaría el Zeppelinfeld un águila gigantesca, de más de treinta metros de envergadura, que había pinchado en un armazón de madera como si fuera una mariposa de colección.

El jefe de organización de Nuremberg no se atrevió a decidir sobre aquello y me envió a la central de Munich con una carta de acreditación, pues yo aún era del todo desconocido fuera de Berlín. Una vez en la Braunes Haus, se concedió a mi arquitectura, o, mejor dicho, a mi decoración de fiesta, una extraordinaria importancia. Pocos minutos después ya me encontraba con mi carpeta en una de las habitaciones de Hess, lujosamente amueblada. Este ni siquiera me dejó hablar:

—Una cosa así sólo puede decidirla el
Führer
.

Hizo una breve llamada telefónica y me dijo:

—El
Führer
está en su casa; haré que lo lleven allí enseguida.

Empezaba a hacerme una idea de lo que en el régimen de Hitler significaba la palabra mágica «arquitectura».

Nos detuvimos frente a una casa situada cerca del teatro Prinz-Regenten. Hitler vivía en el segundo piso. Primero me hicieron entrar en una antesala repleta de recuerdos o regalos de poca monta. El mobiliario también era de bastante mal gusto. Salió un ayudante, abrió una puerta, dijo un informal «por favor» y me encontré ante Hitler, el poderoso canciller del Reich. Sobre la mesa que había frente a él vi una pistola desmontada que debía de estar limpiando.

—Ponga sus dibujos aquí —me dijo lacónicamente. Sin mirarme siquiera, apartó las piezas de la pistola y examinó con interés, pero en silencio, mi proyecto: —De acuerdo.

Nada más. Y como entonces volvió a centrarse en su pistola, abandoné la estancia un poco confuso.

En Nuremberg fui recibido con asombro cuando informé de que había obtenido la autorización personal de Hitler. Si los que organizaban aquello hubiesen sabido hasta qué punto atraían a Hitler los proyectos arquitectónicos, habrían enviado a Munich a una gran delegación, y a mí, en el mejor de los casos, me habrían dejado ayudar en algo. Pero en aquel entonces las aficiones de Hitler todavía no eran del dominio público.

• • •

En otoño de 1933 Hitler encargó a su arquitecto muniqués Paul Ludwig Troost, que había decorado el transatlántico Europa y había reformado la Braunes Haus, que transformara a fondo y amueblara la residencia del canciller del Reich en Berlín. La obra debía concluirse cuanto antes. El maestro de obras de Troost procedía de Munich, por lo que no conocía las empresas berlinesas ni su forma de trabajar. Hitler recordó entonces que un joven arquitecto había terminado un anexo para Goebbels en un tiempo insólitamente corto. Por tanto, determinó que yo asistiera al maestro de obras muniqués en la elección de los proveedores, que pusiera a su disposición mis conocimientos sobre el mercado de la construcción en Berlín y que contribuyera a la reforma en lo que fuera necesario para que pudiera terminarse lo antes posible.

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