Read El fin del mundo cae en jueves Online
Authors: Didier Van Cauwelaert
Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,
—¡No es el momento de abandonarse! ¡En cuanto Brenda llegue, la llevas al banco!
—¿Adónde?
—Al Digibanco de inversiones de los Estados Únicos, en la plaza Léonard-Pictone. Sí, ya lo sé, no te burles: mi mujer eligió esta agencia en la otra punta de la ciudad. Gritar mi nombre como una dirección al conductor de un taxi es el último placer que le queda.
Añade con voz decidida:
—En mi caja de caudales, encontraréis lo necesario para liberar a tu padre y resolver nuestros problemas.
Una mezcla agotadora de esperanza y desconfianza se apodera otra vez de mí. Intento saber algo más, pero él me responde que corta la comunicación: necesita economizarse, dice, llenar el depósito de energía para lo que nos aguarda.
Lo envuelvo de nuevo en mi cazadora. Permanezco unos minutos pensando silenciosamente en todos estos avatares. Luego, Macrosi y mi madre regresan de la sala de revisión. Ella parece ensombrecida y él da la impresión de haberse recuperado. El temor a que le haya contado mi chantaje me anuda de pronto las tripas. Pero no, se limita a decirme, en un tono inquieto, que mi madre se preocupa mucho por mí dada mi incoherente conducta: su metabolismo está gravemente perturbado y, para ella, el mejor tratamiento antienvejecimiento sería que yo me comportara como un preadulto.
Aguanto su mirada asintiendo con aire de desafío. Si cree que la culpabilidad va a hacerme inofensivo, se ilusiona sin motivo.
La puerta de la sala de espera vuelve a abrirse y hace su entrada Brenda. Me levanto, impresionado. Ha venido con un traje chaqueta de gran clase, un maquillaje serio, pendientes y con el pelo recogido en un moño de madre de familia. Sólo las zapatillas deportivas dan la nota. Pero es cierto que es una top-model por partes: cuando sus pies ruedan un spot publicitario, olvida el resto de su cuerpo. Y viceversa.
—Soy la doctora Logan, encantada…
Estrecha la mano de mi madre, luego la del nutricionista, luego la mía, con una sonrisa glamurosa y muy profesional a la vez.
—¿De modo que tú eres mi nuevo paciente? —prosigue con los ojos levemente vidriosos—. Soy tu entrenadora personal, puedes llamarme Brenda.
—Yo soy Thomas. Buenos días, Brenda. Me siento muy honrado.
Estamos perfectos, en nuestro número de Tetoms. Acecho de todos modos la reacción materna. Evidentemente, no ha reconocido a la vecina de enfrente. Detesta de tal modo el suburbio de pobres donde nos vemos obligados a vivir que prescinde de todo, tanto del decorado como de la gente.
—¿Nos damos un beso? —me propone Brenda.
Aprovecha para decirme al oído:
—Soberbia tu liposucción. Pero te prefería menos guapo.
Se separa, pide perdón por el carmín que me ha dejado y lo extiende por mis mejillas para que tenga buen aspecto. Se lo permito, dividido entre la exaltación y el despecho. Una frase puede tener un poder bárbaro. «Te prefería menos guapo.» Seamos positivos, vamos: eso no sólo significa que №c encuentra guapo, sino también que antes ya me amaba.
—Tiene usted buen contacto con los adolescentes — vierte mi madre, amargada—. Por lo general, es muy salvaje.
—Lo llevo de compras —responde Brenda, como le he pedido por teléfono—. Es un buen modo de conocernos. Y, además, la nueva relación con su cuerpo es muy importante desde el plano de la elección de la vestimenta, con vistas a su estabilización ponderal.
El nutricionista levanta una ceja ante ese discurso. Le recuerdo con una fría mirada que le interesa cerrar la boca. La cierra.
—¿Pero… y el colegio? —se inquieta mi madre.
—Yo lo gestiono —la tranquiliza Brenda—. Cuando sepa alimentarse, podrá asimilar. Entretanto, no debemos atiborrarle.
Mi madre inclina la cabeza, aliviada del peso de decidir a ciegas lo que es bueno para mí. Así, puede consagrarse a lo demás. A las cosas importantes.
—Estaré en mi despacho, en el casino, si ocurre cualquier cosa —dice entregando su tarjeta de visita a mi entrenadora—. Thomas, te llamaré cuando tu padre haya regresado. Sé bueno. Y no gastes demasiado.
—No te preocupes, mamá, lo toma a su cargo —digo señalando al doctor Macrosi.
El nutricionista nos desea una buena jornada, abriendo su puerta con una fuerza desproporcionada.
Mientras la secretaria hace que mi madre llene el formulario de no-pago por cuidados gratuitos, bajo la escalinata de mármol con Brenda. Algo turbado por su inesperada actitud, la apacible facilidad con la que se ha metido en el papel que le hago desempeñar, pregunto si todo va bien.
—Impecable.
—¿Y el canguro?
—Super.
De hecho, ha tenido que vaciar la botella de whisky. A diferencia de mi padre, el alcohol parece hacerle menos pesada la
realidad. Un sublime taxi Girasol 2-litros nos aguarda en la calle.
—¿Cómo estoy, vestida de Mog? —prosigue en tono desenfadado al cerrar la portezuela.
—Espera, se lo preguntaremos a un Mug.
Mejor será adaptarme a su humor. Descubro al profesor hecho un salchichón en mi cazadora enrollada, y le indico que hay cuatro tipos de hombres: los Muy-grises, los Muy-gilipollas, los Muy-casados y los Te-tomo-por-idiota.
—¿Qué le parece Brenda, Léo?
No responde. Lo sacudo, extrañado, lo pellizco, tiro de sus descosidos labios que permanecen inertes y blandos.
—¿Qué ocurre? —pregunta Brenda parpadeando, con una voz mundana a juego con su traje—. ¿Se ha marchado de vacaciones?
No respondo, con mi oso vacío en las manos. Me digo, derrumbado, que han descubierto antes de lo previsto el cadáver de Léo Pictone, que acaban de capturarle el alma reciclando su chip.
—¿Adonde vamos? —pregunta el taxista.
Lentamente, dejo en mis rodillas lo que ya sólo es un pelu-che ordinario. El taxista pregunta de nuevo, con una amabilidad de propina, cuál es nuestro destino. Respondo, con un nudo en la garganta:
—Plaza Léonard-Pictone.
El Girasol 2-litros arranca en una nube de silencio.
—¿Tenía ya una plaza con su nombre, antes de morir? Qué clase —aprecia Brenda—. ¿Por qué me llevas allí? —El lo ha dicho…
—¿Ah, caramba? No lo he visto. ¿Ahora habla sin mover los labios?
Es bárbaro cómo las mujeres se acostumbran enseguida a una situación excepcional. Lo que sorprende a Brenda, ahora, es que un peluche pueda pronunciar una frase con la boca inmóvil. Dicho esto, sin duda se trata menos de una cuestión de feminidad que de whisky. Cuidadosamente, le susurro al oído que Pictone ya no responde.
—¿Es una buena o una mala noticia?
—Quería llevarnos a su banco para abrirnos su caja fuerte.
—Mierda —suelta ella—. Dame.
Me arrebata de las manos al oso y comienza a hacerle la respiración artificial.
—Vamos… ¡Muévete! ¡Vuelve! Eso no está bien…
Por el retrovisor, el taxista le dirige una mirada solidaria.
—Los ositos se estropean a menudo —dice en tono de entendido—. Un exceso de electrónica mata la electrónica. Bueno, ya es una suerte tener un hijo. Mi mujer y yo nos quedamos solos con los juguetes que habíamos comprado de antemano.
Brenda no hace comentarios. Parece enojarle que me tomen por su hijo. A mí también, por mi parte, me gustaría más parecer su amante. Pero ahora tengo la cabeza en otra parte. Si la pasma ha encontrado el cuerpo de Pictone, van a relacionarlo con mi madre, que trabaja en el casino de al lado. Todo el trabajo que me he tomado para que se crea un suicidio va a volverse contra mí. Llamé al Servicio de Personas Desaparecidas por el profesor y, luego, dije a la policía que me había equivocado al creer reconocerle. Descubrirán que lo mató una cometa, justo el día en que yo aseguré que había perdido la mía: realmente la cosa huele a quemado.
Doy un respingo. El oso acaba de fruncir la gomaespuma de su frente. Me cruzo con la mirada de Brenda. También ella lo ha visto. Estrecha mis dedos con fuerza. Aparentemente, se siente tan tranquilizada como yo.
—¿Nos tomaba el pelo? —me susurra a media voz. —No, se recargaba.
Tras haber circulado un rato por un barrio de edificios tapiados que aguardan el permiso de demolición, el taxi se detiene en una fea plazoleta. Algunas tiendas de los sintecho rodean la estatua de Pictone, donde se seca una colada.
—¿Puede esperarnos? —le digo al taxista.
Bajo a abrir la puerta de Brenda, que se ha adormecido. Sale del taxi contemplando el paisaje con aire perplejo. Recuerda luego el objetivo de nuestro viaje, y su rostro se ilumina mientras le tomo la mano para cruzar.
Flanqueado por un charcutero bio y una agencia inmobiliaria, el Digibanco de inversiones de los Estados Únicos es un pequeño cubo de hormigón enteramente automatizado.
Desde la última crisis bancaria, el gobierno ha suprimido a los banqueros para que las cosas vayan mejor, y cada cual gestiona sus cuentas a domicilio. Normalmente, sólo se puede entrar en la sala de las cajas fuertes si se es cliente y se pone el chip ante el escáner. Pero, en caso de avería, hay un cajetín a la antigua donde puede teclearse el código de socorro.
—Y 213 B 12 24 —dice el oso.
La puerta corredera se abre diciéndonos buenos días señor Pictone. Él nos dirige hacia la cámara acorazada, donde otro código abre la puerta blindada. Nos encontramos en una gran sala de acero perfumada con frutos de la pasión. La caja 1432 está algo alta para mí: Brenda maneja la rueda de las cifras que le facilito al dictado del profesor. La puerta se entreabre con un clic. En el anaquel, hay un Monnayor para transferir las inversiones a la cuenta corriente del chip, algunas carpetas en una bolsa de hipermercado de bioplástico, y un estuche de cuero rojo que Brenda abre inmediatamente.
—¡Uau! —exclama al descubrir el contenido.
—El octogésimo aniversario de mi mujer —suspira el oso—. Cae dentro de un mes. Quería que fuese una verdadera sorpresa. De modo que hice montar a hurtadillas ocho diamantes en este brazalete de familia. Me costó mi seguro de vida, pero yo creía que eso la complacería mucho. Evidentemente, ahora que estoy muerto…
Abre las patas, desengañado.
—Siempre creí que partiría antes que yo, con todos los cánceres que ha tenido… de modo que quería organizarle una fiesta inolvidable, para tener un buen recuerdo de ella, al menos. La gran fiesta que no había tenido nunca el tiempo de ofrecernos, tanto trabajé en mi vida…
Guarda un minuto de silencio por su propia memoria, luego prosigue:
—El Monnayor es lo que había ahorrado para construir mi cañón de protones. Dile a la doctora Logan que se transfiera el importe.
—¿Todo?
—Todo.
Le doy a Brenda la buena noticia. Sin dar las gracias, como si se tratara de una compensación normal, pega el electrodo a su cráneo, a la altura de su chip, y conecta el Monnayor para efectuar la transferencia de fondos. Pregunto al profesor, con una pizca de desconfianza, si quiere que lo utilicemos para liberar a mi padre. Porque la corrupción es bastante peligrosa: a menudo, los corruptos se dejan untar y no hacen nada de nada.
Las cifras desfilan por la pantalla digital, luego se inmovilizan con un bip.
—¡Ochocientos ludors! —exclama Brenda, deslumbrada.
—¡Es imposible! —dice el oso con un respingo—. ¡Había cuatro mil!
—Yo estaba a menos tres mil dos —explica ella—. ¡Es la primera vez desde hace tres años que no estoy en números rojos! Gracias, Léo.
Posa un beso en su hocico. Sin hacer comentario alguno, él se vuelve hacia mí y me invita, en un tono seco, a consultar las carpetas que han quedado en la caja fuerte. Vacío la bolsa del hipermercado en una de las mesitas de acero que hay en la sala. Nos sentamos y propongo a Brenda que hojee las páginas de cálculos y conclusiones científicas. Dado mi nivel, mejor será que se ponga al corriente ella sola.
—Es espantoso —murmura al cabo de un rato.
—¿De qué habla?
Levanta los ojos, me toma las manos con aire extraviado.
—¿Qué espera de ti exactamente, Thomas?
El oso permanece en silencio, sentado en la mesa, entre ambos. Respondo por él, de memoria:
—Quiere que vayamos mañana a un congreso, en Sudville, para convencer a sus colegas de que fabriquen un cañón de protones, es un chirimbolo para destruir el Escudo de Anti-materia.
—Pero, espera, si lo destruyen…
Brenda se detiene, angustiada, prosigue la lectura del forme científico. Pasan los minutos entre el débil zumbido del aire acondicionado. Con un chasquido de lengua, ella cierra de pronto la carpeta y se levanta para dar una vuelta.
—¡Es demencial, Thomas! Hasta esta mañana, yo creía que el más allá no existía, ¿y tengo ahora que ayudarte a salvar a los muertos? Preciso:
—Sobre todo a los niños… como la hija de Vigor.
—Aguarda, voy a resumir. Lo que acabo de leer, ahí, en forma de mecánica cuántica y de física ondulatoria, ¿sabes lo que pretende demostrar? Que además de nuestro chip recicla-do en energía cuando morimos, todos tendríamos un alma, una especie de satélite de nosotros mismos, con nuestros recuerdos y nuestras emociones, que quedaría bloqueada en la Tierra por el Escudo de Antimateria.
—Eso es lo que me ha dicho, sí, en líneas generales. —Escudo que no serviría para protegernos de los misiles disparados por algunas naciones enemigas que no existen ya, sino para impedir el éxodo de los muertos hacia el Paraíso. —Eso es.
—Porque, según tu Pictone, lo que alimenta el país en energía renovable no es lo que se nos dice. No sería la potencia de toda una vida de trabajo mental y ganancias en el juego acumuladas en nuestro chip: sería el sufrimiento, la fuerza de la cólera, la vibración de rechazo que emanan de las almas aprisionadas en el mundo material.