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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (23 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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Tras unos instantes, Lily Noctis elige a un apuesto cuadra-Senario de 1.500 yods, cuya bio aparece en una ventana, a la la izquierda de la imagen. Subjefe de recogida selectiva del Misterio de Inseminación Artificial, está perdiendo de nuevo lo que había ganado en tres horas. Ella se pasa la lengua por el labio superior, mientras sus dedos recorren el teclado para obtener las referencias de la máquina en la que él juega.

Avisado de la inesperada llegada de Lily Noctis, el ministro del Azar entra en la sala de control, con el rostro tenso de inquietud. También él va vestido de riguroso luto, para el homenaje que el gobierno rendirá a Boris Vigor, durante la ceremonia de Deschipado nacional fijada para dentro de media hora.

—¿Qué ocurre? —pregunta al descubrir, en la parte baja de la pantalla, las coordenadas del casino cerca del que vivía Léo Pictone—. ¿Hay algo nuevo?

—Lo habrá —responde Lily Noctis sin dirigirle la menor mirada.

Hace clic en el menú selección, entra un código secreto, desactiva luego el modo aleatorio.

—¿Qué está haciendo? —se alarma el ministro del Azar.

—Ya lo ve usted.

Los circuitos electrónicos de la máquina tragaperras aparecen en una ventana. Los estudia un instante, pulsa una tecla para consultar el contador de apuestas y el de ganancias. Tras ello, entra una programación, la ajusta y la valida.

Al mismo tiempo, en la imagen central, el jugador seleccionado hace girar los rodillos, con la mirada apagada, resignado a su mala suerte del día. Cinco 7 rojos se alinean temblequeando, mientras se encienden con pimpante música las luces parpadeantes del superjackpot.

—¡Eso es absolutamente ilegal! —se indigna el ministro—. ¡Habíamos alcanzado ya la cuota mensual de las GNA! Las ganancias no aleatorias debían permanecer en la horquilla de las probabilidades, ¿adonde iríamos a parar, si no? ¡Esta inflación es muy peligrosa! No se bromea con el equilibrio de la balanza de pagos, ¿lo ignora usted? ¡Todos debemos respetar la ley! ¡El azar no es un juego!

—Pero la ley soy yo —interrumpe ella en tono terminante—. Si quiere conservar la confianza del Presidente, manténgase tranquilo. De hecho, ha sido usted transferido.

—¿Cómo?

—Mañana será usted nombrado para el Ministerio de Espacios Verdes, felicitaciones por su ascenso. El Presidente ha querido que yo le sustituya.

El ministro crispa las mandíbulas, se ciñe el nudo de la corbata y, como una maldición, le desea que lo pase muy bien.

En cuanto da media vuelta, Lily Noctis escribe, en otro teclado, una orden de misión con efecto inmediato para Anthony Burle, inspector del Casino de Ludiland. Envía el correo electrónico con una aviesa sonrisa, luego sugiere al controlador de guardia que vaya a buscarle un café. El joven, halagado por el honor, se apresura a salir de la sala. En el umbral, se vuelve y pregunta en tono ansioso:

—¿Corto y con azúcar o largo sin azúcar?

—¿A usted qué le parece? —responde ella en tono suave.

Él se ruboriza de nuevo y se esfuma. Ella se apoya en el respaldo del sillón articulado, cruza las piernas mientras golpetea con los dedos su boca. Mirando al techo, busca mi presencia, se concentra en mis vibraciones, define mi punto de vista.

—¿Bueno, Thomas? No has venido del modo habitual, caramba… No duermes, ahora te encuentras en estado modificado de conciencia… en pleno trance. Eso está bien. Progresas. Comienzas a ejercer tu poder sin que, lamentablemente, haya medio de controlarlo…

Un frío desagradable entumece mis pensamientos. Ella añade:

—Nuestro primer encuentro será esta tarde, ¿no es cierto? Eso está bien. Estoy impaciente. Tu plan es interesante, pero tendrás que modificarlo de nuevo.

Señala en la pantalla, con un dedo impertinente, al maravillado jugador, a quien rodea, con fervor y solicitud, el personal del casino.

—Acaba de llegar a los 68.000 yods —dice señalando el resultado de su chip—. Eso servirá. Decididamente es su día de suerte: recibirá el homenaje de todo el gobierno. Qué honor, haber poseído un chip que será reciclado bajo la identidad de Boris Vigor.

Se humedece los labios, se acerca a la pantalla, prosigue:

—¿De qué le hacemos morir? De alegría, caramba, es un hermoso final. Su corazón no habrá soportado la impresión.

Esperarán la llegada de tu madre. Han ido a avisarle: bajará enseguida. ¿Te das cuenta? El mayor jackpotista de la historia de los casinos, ¡y le toca a ella! ¡Qué emoción para tu mamá! Tanto más cuanto, dentro de tres minutos, espichará en sus manos.

El decorado se contrae. Una fuerza de rechazo enturbia mi visión.

—¡Ah, eso está muy bien! —se alegra—. Te resistes. Se nota que has trabajado tu poder mental, hoy… ¿De modo que quieres que deje en paz a ese jugador? En cierto sentido, tienes razón: de nada sirve ya sacrificarle, puesto que habéis devuelto a Boris. ¿No es cierto? Si ese imbécil se ha puesto de vuestro lado, lo sacaremos del juego. Será deschipado, peor para él. Y peor para su hija… Pero me obligas a indultar a un condenado, Thomas. Y ya conoces la ley del Azar: por cada víctima salvada, otra tiene que perecer. Has querido que dejara vivir a un desconocido cualquiera; eres muy dueño. Pero por ello te arriesgas a perder a un ser querido.

Lanza un suspiro fatalista, apaga la pantalla.

—Qué vamos a hacerle, he programado un fallecimiento en el casino de tu madre; no puedo desactivar el destino. Mucho me temo que no vas a sentirte contento. Y que lamentarás tu elección.

Calla por unos instantes con la mirada en el vacío, sonríe a las imágenes que pasan ante sus ojos.

—De todos modos —prosigue—, el proceso que has iniciado está ya en marcha. Gracias a ti, bonito, a la humanidad sólo le quedan dos días. El fin del mundo cae en jueves.

35

—¡Thomas! ¡Thomas!

La imagen es borrosa ante mis ojos. Estoy en el sofá, con dos mujeres inclinadas sobre mí. Unas manos me sacuden.

—¿Cuánto tiempo hace que no ha comido? ¡Está demasiado flaco, ya no tiene energía!

La voz de Jennifer acaba haciéndome volver en mí. Había entrado con el pensamiento en su cuerpo. Yo era una célula como las demás, me cruzaba con otras miles intentando descubrir las ubiquitinas. Las incitaba a rebelarse contra las grasas, a utilizar todas las fuerzas presentes en la conciencia de Jennifer para quemar sus kilos sobrantes, incluidos sus celos de mí, su despecho al verme de pronto tan distinto a ella. Del mismo modo en que yo me había servido de mi pena de amor, cuando Brenda me había apartado de su vida…

Y luego me han atacado. Los anticuerpos, esos comandos contra la inmigración clandestina, me han rodeado, atrapado, absorbido… Para ellos, el enemigo era yo y no las células de grasa. El invasor era yo, yo era el rechazado, aquel a quien había que eliminar por la seguridad interior. Me defendía como Podía, argumentaba, repetía mis buenas intenciones, pero sólo a medias estaba allí… Una parte de mí mismo estaba ocupada en otro lado, trabajaba en otra cosa… Ya no sé en qué, pero era algo importante. Existía un peligro, una amenaza inmediata…

No puedo más. ¿A qué viene verse descuartizado sin fin entre todas esas pesadillas? Me ponen una barrita de cereales en la mano derecha, y mi móvil en la izquierda. Devoro la primera viendo que parpadea el segundo.

—Tu teléfono vibraba cuando he entrado —dice Brenda—. Tienes un mensaje.

Me pregunto cuánto tiempo he pasado en el cuerpo de Jennifer. ¿El equivalente a uno o dos cigarrillos de Brenda? Jennifer no recuerda nada, salvo que he intentado hipnotizarla y que he sido yo el que se ha dormido. En todo caso, a ojos vista, no ha perdido ni un solo gramo. Está resignada, minimiza mi fracaso; de todos modos, no creía en ello. Dice que su padre tiene razón: es la holgazanería, no hay nada que hacer. Será obesa, eso es todo. Para lavar coches, no es muy grave, añade, incluso les gusta a los clientes. Las redondeces, cuando frotan, son mejores que los cilindros del Lavomatic.

Me da un beso, estrecha la mano de Brenda y vuelve a ganarse la vida a golpes de propina en el aparcamiento del casino. El verano pasado, mi madre la enchufó en la dirección de recursos humanos, por caridad interesada: a cambio, le sale gratis el mantenimiento de su Colza 800.

Se lo cuento a Brenda, para amueblar el silencio algo lúgubre que ha seguido a la partida de Jennifer.

—Pobre chica —murmura Brenda—. No seas malo con ella.

—Pero si intentaba ayudarla, ¡eso es todo!

—Está enamorada de ti, lo sabes muy bien. Tú debes decidir qué es menos cruel: fingir no advertir nada o darle falsas esperanzas.

Bajo la cabeza acabando con la barrita energética. Creo que voy a poner a las mujeres entre paréntesis, mientras no haya solucionado el problema de mi padre.

—Ya sería hora —murmura el oso—. ¡Te dispersas, Thomas! ¡Vayamos al ministerio, pronto!

—¡Eh! Puedo respirar unos minutos, ¿no?

Cojo mi móvil, escucho el mensaje grabado. Es mi madre. Tiene su voz de catástrofe. Tengo que llamarla enseguida. Con un suspiro de agotamiento, oprimo el 3, su número abreviado en la memoria.

—Sí, Thomas, ¡no puedo hablar! —responde al descolgar—. ¿Dónde estás?

—En casa. Hago los ejercicios con la doctora Logan.

—Que te acompañe enseguida al casino, me ha sucedido algo extraordinario: salgo por la tele, mira las Informaciones Nacionales. Se trata sólo de una reacción en caliente, en directo, pero al mismo tiempo, me dedican un retrato que será difundido esta noche, quieren que sea en familia. ¡Apresúrate, se graba dentro de una hora! ¡Y, sobre todo, ni una palabra de tu padre! Si te lo preguntan, está de viaje pedagógico con su clase, ¿de acuerdo? Cuelgo; me toca a mí.

He puesto el altavoz, mirando a Brenda. Me alivia un poco que comparta mi consternación. Con un cosquilleo en mi pelo, mi enamorada me suelta:

—No es malvada, pero realmente es un monstruo.

Agarra el mando a distancia, busca las Informaciones Nacionales. Mi madre, con una sonrisa de emoción y el pelo petrificado por la laca, se maravilla al presentarnos al feliz ganador del mayor superjackpot de todos los tiempos, aquí mismo, en el casino de Ludiland donde ejerce sus funciones de psicólogo

La entrevista cesa en mitad de su frase, para regresar al plató del Telediario donde la presentadora, con cara de fin del mundo, anuncia que la ceremonia de Deschipado nacional de Boris Vigor acaba de iniciarse, en directo desde la Casa Madre, sede de la presidencia de los Estados Únicos.

Una música fúnebre acompaña las imágenes. Brenda, el oso y yo nos volvemos al unísono hacia mi Vigor de caucho. Inclinado hacia delante al borde del sofá, clava su mirada pintada en la pantalla, donde un zoom hacia delante descubre lentamente su ataúd de cristal blindado.

—… En presencia de Su Excelencia el hijo del Presidente Narkos y del gobierno al completo —se engola la voz en
off
de la presentadora, mientras otra cámara pasa revista a los rostros oficiales—. Sin mencionar el doble vacío, político y deportivo, que deja tras de sí semejante héroe nacional, bien podemos decirlo, la emoción es palpable.

En el sofá, la figurita de Boris se agita cuando el maestro-deschipador, vistiendo una levita turquesa, se acerca con solemne lentitud al cadáver vestido de punta en blanco. La jeringa perforadora se apoya en el cráneo del antiguo ministro.

—Pero… —farfulla el interesado por su boca de látex—, me… me habían prometido… ¡No! Iris, mi chiquita…

¡Fschttt, blop, clinc! Primer plano del chip del héroe nacional que brilla bajo los focos, aspirado hasta el fondo de una cápsula de cristal. Mi Boris en miniatura cae hacia delante sobre la alfombra, privado de su alma.

—Adiós, viejo enemigo —masculla Léo Pictone.

Éste me comenta el acontecimiento con una mezcla de tristeza impotente y amarga rebelión. Cuando el chip en vela es retirado del cerebro muerto, se consuma la ruptura entre el cuerpo y el espíritu. Y una nueva existencia comienza para el alma, a la que el Escudo impide llegar a los planos superiores: una detención a perpetuidad en las funciones energéticas que va a llevar a cabo al servicio de la colectividad.

—Nox ha debido de comprender que yo había atraído a Boris a mi causa. Ha modificado sus planes, Thomas; tendremos que hacer lo mismo.

Un jugador del Nordville Star avanza con pasos ceremoniosos para recoger, en una copa de oro acolchado, el chip de su capitán. Luego, sale corriendo al son de los grandes órganos, rodeado por un cordón de seguridad armado hasta los dientes.

—… En la segunda fila de los asientos oficiales —prosigue la voz de la periodista—, reconocemos también a Olivier Nox, PDG de Nox-Noctis, la firma que fabrica y comercializa nuestros chips cerebrales. Podemos imaginar su pena pero también su orgullo, ante los 75.000 yods que ha alcanzado el chip del difunto ministro de Energía, quien fue también el jugador de man-ball que totalizó el mayor número de victorias.

Otra cámara sigue al jugador del equipo de Nordville, que cruza el patio de honor a paso gimnástico llevando, como antaño la antorcha olímpica en las leyendas de mi padre, el chip del héroe hacia su lugar de reciclaje.

—Un chip que, según nuestras fuentes —añade la periodista—, va a implantarse ahora en la alimentación de una lente emisora del Escudo de Antimateria, situada en el tejado del Ministerio de Energía. ¿Hay un homenaje mejor, en efecto, que permitir al alma de un creador sobrevivir en pleno corazón de su creación?

—«Su» creación —suspira el oso, decepcionado—. La posteridad hace justicia, ¡y un huevo! En todo caso —prosigue con mayor despecho aún—, no es hoy el día de ir allí para hacer el sabotaje. Bueno, vayamos a ver a tu madre, entretanto. Siento que hay otro problema en el casino. Y tú también, ¿no?

Digo que sí con la cabeza, sin conseguir desentrañar todas las emociones que me sacuden el corazón. Me vuelvo hacia Brenda. Acaba de apagar la tele. Observa los despojos recauchutados de Boris Vigor en la alfombra, luego me dirige una mirada muy húmeda. Tengo la impresión de que es la primera vez que muestra una auténtica fragilidad, sin tener miedo de que la utilicen contra ella.

—¿Puedo quedármelo? —pregunta señalando el juguete inerte.

Conmovido por su reacción, asiento. Lo recoge con precaución y le jura, en tono feroz, que no abandonará jamás a su pequeña Iris. Luego lo mete en el canguro y me suelta:

—¿Vamos?

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