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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (21 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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—Eso no me lo explicó todo, pero debo decir que no es que yo tenga un nivel terrible…

—El sufrimiento humano como fuente de energía… ¡Espera, es monstruoso! Y ahí, científicamente, en la medida y la conversión de las ondas psíquicas, si me refiero a mis clases de la facultad, nada tengo que decir. ¡Lo que he leído se aguanta, Thomas! ¡Es monstruoso, pero se aguanta!

—¿Tiene razón, pues?

—¡No he dicho eso! Es perfectamente posible calcular con acierto y pensar erróneamente. Razonar bien y actuar mal. Veo ahí una sola cosa, con respecto a ti. En vida, Pictone había decidido destruir su propio invento, para liberar a las almas prisioneras de las máquinas que reciclan nuestros chips. Y ahora, quiere que tú tomes el relevo. Que tú sabotees por él el Escudo de Antimateria, poniendo en peligro tu vida.

—Eso es.

—¿Y por qué vas a hacerlo? —suelta ella con un sobresalto—. ¡Ni siquiera es alguien de tu familia!

Una inmensa angustia me lastra desde el interior.

—Bueno, hazlo —suspira el oso—. Díselo.

Con el corazón saliéndome por la boca, se lo confieso todo a Brenda. Mi cometa, mi encuentro en la playa con Léo Pictone, la ráfaga de viento, mi crimen involuntario y mis esfuerzos para disimularlo tras un suicidio. Ella me mira con una mezcla de estupor, consternación y respeto. Esperaba que me pegase una bronca o que me compadeciera, pero hace algo muy distinto. Diríase que se identifica conmigo. Tanto en el encadenamiento de mis actos como en sus consecuencias.

—Te está haciendo la jugarreta del chantaje sentimental, ¿no es eso? Te deja elegir entre el remordimiento y la sumisión. Los tíos son realmente asquerosos…

—No es por defenderlo, pero sólo me tiene a mí.

Ella se rebela, con aire realmente indignado:

—¡Pero tú eres un niño, Thomas!

Me incorporo, con una mueca viril y adelantando la barbilla:

—¡No, soy un adolescente! ¡Soy lo bastante mayor para decidir lo que quiero o no quiero hacer!

Hago una pausa, viendo que me mira de arriba abajo con una nueva desconfianza. Aparentemente, dado que los hombres la han hecho sufrir antes que yo, no me interesa jugar demasiado al macho. Añado con voz dulce:

—Pero nada puedo hacer sin ti, Brenda.

Ella dirige al oso una mirada en la que brilla, de pronto, un fulgor diferente.

—¿Y por qué no vas a cambiarlo?

—¿Cómo?

—La policía sospecha de ti, Thomas. Han detenido a tu padre para hacerle hablar, o para tener un modo de presionarte. Eso está claro. Significa que saben lo que prepara tu compañerito. Saben que está muerto y que lo escondes en tu oso. ¿Qué es más importante, para ti? ¿Convertirte en un terrorista para satisfacer la última voluntad de un peluche, o hacer que liberen a tu padre? Quieren a Pictone: dáselo.

El oso salta de pronto de la mesa y echa a correr hacia la puerta con sus torpes patas. Brenda se inclina, lo agarra por el cuello. Él agita las patas, impotente, a un metro del suelo.

—¡Dile que me suelte, Thomas!

—¡Eso no funcionaría, Brenda! ¡Lo vi perfectamente cuando quise devolvérselo a su viuda! Calla, no se mueve, finge ser un peluche normal: ¡nadie me creería!

Pictone vuelve la cabeza hacia mí y asegura, de golpe tranquilo, en un tono de digna frialdad:

—¡Es una cuestión de envite, chiquillo! No te preocupes: si se trata de salvar a tu padre, hablaré si me torturan.

Lo contemplo, pasmado. Ha dejado de patalear entre las manos de Brenda. Sintiendo que la cosa cambia, ella vuelve a dejarlo sobre la mesa.

—Tu vecina tiene razón, Thomas: tengo que sacrificarme, es la única solución.

Protesto, por cortesía. Rechaza mi objeción con un movimiento de la pata; continúa:

—Vamos a hacer un pacto. Si vais mañana al congreso de Sudville, para transmitir mis trabajos a mis colegas y convencerles de que destruyan el Escudo, aceptaré que me encarcelen a cambio de tu padre.

Conmovido, interrogo a Brenda con la mirada.

—¿Qué ha dicho?

Le cuento la propuesta de Léo. Una gran perplejidad se lee en su rostro.

—¿Y crees que puedes confiar en él?

Reúno mis recuerdos y mis emociones; el balance de los dos días pasados con el oso encantado. Respondo que sí, seriamente. Brenda objeta:

—¿Pero qué cambiará si se destruye su Escudo? ¿Crees que eso echará abajo esta sociedad de mierda? ¿Crees que bastará para derribar el gobierno, hacer la revolución y volver treinta años atrás, al tiempo en que vivíamos sin chips en un mundo libre? ¡Es la vida lo que habría que cambiar, Thomas, no la muerte!

—Por algo se empieza…

Ella mueve la cabeza pasando la mano por mi pelo. Dice,

con mucha más dulzura:

—Nada tengo que perder, personalmente. Pero tú te juegas tu porvenir.

Con un grito del corazón, respondo:

—No lo tenía, antes de conocerte. Ahora, tú y yo podemos convertirnos en los más fuertes del mundo.

Me mira, conmovida y, a la vez, sin dejarse engañar. Las ilusiones, se ve perfectamente, no son lo suyo.

—Vamos —suspira—. Al menos habremos intentado algo.

Me tira el oso. Lo meto en la bolsa del hipermercado, entre sus carpetas. Ella deja el Monnayor vacío en el anaquel metálico, vacila ante el brazalete de diamantes. Encogiéndose de hombros, mete el estuche en nuestro botín, cierra la puerta y salimos de la sala de las cajas fuertes.

32

Al salir del banco, descubrimos que el taxi no está allí. Brenda lo señala, a unos trescientos metros, aparcado en doble fila en la esquina de la calle. La policía ha debido hacerle circular, por razones de seguridad. Mientras nos dirigimos hacia la esquina, pienso en la propuesta del oso. Naturalmente, la idea de cambiarlo por mi padre es tentadora. Pero, si realmente hay que destruir el Escudo de Antimateria para salvar el mundo, ¿cómo voy a convencer a sus colegas científicos, si él no está allí para soplármelo?

De golpe, me lanzan bruscamente hacia delante, mientras Brenda suelta un grito. Ruedo por la acera, me levanto enseguida. Dos tipos corren delante de mí; el más alto lleva la bolsa del hipermercado. Brenda empieza a perseguirlo. Un dolor en el pie detiene mi impulso. He debido de torcerme el tobillo. Aterrado, miro a Brenda, que persigue a los ladrones con una alucinante velocidad. En la esquina del bulevar, agarra a uno, lo tira violentamente del hombro. El hombre cae en la cuneta, soltando la bolsa.

Su cómplice se arroja sobre Brenda por detrás, la sujeta y, con su otra mano, intenta romperle el cuello.

Proyectado por la caída de la bolsa, Pictone se escabulle a cuatro patas entre sus piernas. Cojeo hasta ellos tan rápido como puedo. Cuando los alcanzo, él está empeñado en demudar con sus gruesos dedos los cordones de los zapatos del agresor. El segundo tipo se levanta, saca una navaja de muelles.

Aterrorizado, pido socorro al pasma de enfrente. Me dice que no con la cabeza, señalando el galón amarillo en su uniforme: sólo tiene derecho a ocuparse de la circulación. Ante la hoja que apunta a su vientre, Brenda se arquea y retrocede, arrastrando al hombre que está estrangulándola por detrás. Este se pisa los cordones, pierde el equilibrio, pero vuelve a erguirse apretando más aún. Ella aprovecha para volverse rápidamente, justo cuando el otro lanzaba su brazo. La hoja penetra en la espalda de su cómplice. Una exclamación de sorpresa brota de sus labios, luego un chorro de sangre. Suelta la presa, cae al suelo. El otro huye sin pedir la vuelta.

—¡Cómo tocan las narices! —masculla Brenda recogiendo al oso y volviéndolo a meter, sin la menor dulzura, en la bolsa.

Y me arrastra con rapidez hasta el taxi.

Me vuelvo hacia el pasma que está hablando por el móvil. Sin duda debe de llamar al Servicio de Deschipado. Tiene derecho a hacerlo, dado que el cadáver entorpece la circulación de los peatones. Bueno, es un modo de hablar: la acera está desierta. Los escasos viandantes han dado marcha atrás en cuanto han visto la agresión, para no ser testigos. Si vivimos en un mundo de absoluta seguridad es, también, porque nadie se atreve a denunciar, y con eso se logra que bajen los índices de delincuencia.

—¿Estás bien? —me pregunta Brenda en la parte trasera del taxi, viendo que me froto el tobillo.

Hago un gesto afirmativo con la cabeza. Siento que el dolor disminuye bajo mis dedos.

—¿Y tú?

—He estado peor.

El taxista dobla su periódico, se quita los auriculares, de donde escapa un viejo tecno-rap. Nos pregunta adonde vamos ahora. Brenda da su dirección, y añade, mirándome por el rabillo del ojo:

—No sé si eres valiente o insensible, pero aguantas bien el golpe.

Tengo ganas de responderle, de un modo viril, que sólo e primer muerto cuesta, pero ella prosigue:

—¿Querían el brazalete o al oso?

Su pregunta me estremece. Con el corazón palpitante, le pregunto si, a su entender, eran tipos de la policía secreta. Pictone es el primero en responder:

—No he tenido tiempo de concentrarme en ellos; sólo en el cordón de sus zapatos. Podían ser perfectamente simples atracadores que acechaban nuestra salida del banco. Pero, en la duda, si quieres cambiarme por tu padre, te interesa entregarme muy pronto.

—Tengo una extraña sensación —dice Brenda.

Yo también. Cada vez más, tengo la impresión de que Pictone intenta engañarme; en todo caso tiene alguna idea en la cabeza. Me pregunto si esta obsesión de ir a arrojarse a la boca del lobo es realmente altruismo con respecto a mi padre.

—¡Evidentemente! —se defiende.

He olvidado que capta mis pensamientos. Añade que, si tengo una mejor solución para sacar a mi padre de la cárcel, está dispuesto a aceptarla.

—La tengo.

—¿Qué tienes? —pregunta Brenda.

No respondo. El oso calla también, para examinar la idea en mi cabeza.

—Puede funcionar —admite.

Hemos subido a casa de Brenda, hemos sacado su canguro del congelador y lo hemos calentado en el microondas. Luego he procedido al interrogatorio. Nada. O Boris Vigor se negaba a hablar, o era incapaz de hacerlo. Tal vez sea el choque térmico.

—Al contrario —ha dicho Pictone—. En un microondas, las células cambian de polaridad cien mil millones de veces por segundo: eso hubiera debido ayudar a Boris a acelerar los intercambios entre los fotones de su conciencia y las moléculas del canguro. No, el problema está en otra parte.

Mientras Brenda utiliza el microondas para hacerse un café, él recapitula la situación:

—Después de su muerte, ese zopenco se vio atraído aquí, a su pesar, porque tu vecina pintaba a su hija. ¿De acuerdo? Y de ese modo quiso materializarse en un animal sintético, como yo. Ya cuando vivía no sabía hacer más que robarme las ideas. Pero el resultado es patético: sólo consigue farfullar una sola palabra y es incapaz del menor movimiento. Necesita, pues, una reencarnación más adecuada a él.

Pregunto con brusquedad:

—¿Pero qué relación tenía usted con mi oso? ¿Por qué funcionó eso tan bien, entre ustedes?

—Porque estaba vacío. Era un juguete viejo, un nido de polvo. Tú no sentías ya nada por él. Estaba libre. El canguro, en cambio, está poseído todavía por todo el amor, la frustración, la soledad de Brenda. Su sueño de niña, ese Príncipe Encantado proyectado en una bolsa de esponja… Es un objeto demasiado cargado, afectivamente, incompatible con las vibraciones negativas de Vigor. Transfiérelo.

—¿Adónde?

—A su efigie. Al Boris Vigor en miniatura que hay en tu habitación. Ese horror de látex con quien nadie ha establecido jamás un vínculo. Eso le ayudará a hacer sus conexiones, a so-matizar en su apariencia física.

—¿Y cómo hago para transferirlo?

—Te lo explicaré.

He propuesto a Brenda que viniese a mi casa. Ella ha dicho no. No se encontraba muy bien. Tal vez por el hecho de que nos encarnizáramos con el canguro de su infancia. Del congelador al microondas… Ha mascullado:

—No es todavía mediodía y estoy ya hecha unos zorros. Envejezco.

Ha tragado un puñado de comprimidos, luego me ha mirado con mala cara.

—Debo dejar de llenarme la cabeza con tus historias, Thomas. Vete a saber si no lo has inventado todo. Te escucho, te creo y, de pronto, alucino. ¡Estoy harta de que me tomen el pelo!

He lanzado un suspiro. Resultaba agotador volver siempre atrás, con ella. Los efectos calmantes del whisky habían cesado. Y su lado malo volvía a la superficie. Tal vez fuera también por efectos de la pelea. Su violencia natural y precisa ante los atracadores había hecho que un estremecimiento me recorriera el espinazo. La agresión había debido despertar en su pasado cosas muy sórdidas, que ahora le impedían ver.

En tono comprensivo, con una evidente decepción pero sin rencor, le he dicho:

—Perdóname, Brenda. Me las arreglaré solo. ¿Me prestas el canguro? Lo vacío y vuelvo para dejarlo en tu felpudo. Que tengas un buen día.

Me ha contemplado mientras ponía a Vigor y a Pictone entre los papeles, en la bolsa del hipermercado. Sus ojos han caído sobre el estuche del brazalete de diamantes. He encontrado su mirada. Como si nada, he sacado el estuche y lo he puesto en el fregadero, diciendo:

—Por las molestias.

Y he salido del apartamento cerrando la puerta a mi espalda.

33

Estaba metiendo mi llave en la cerradura cuando he oído pasos. No me he vuelto, confiado. He visto el estuche del brazalete de diamantes que aterrizaba con violencia en la bolsa del hipermercado, entre el oso y el canguro. La mano de Bren-da ha concluido su gesto en un puñetazo sobre mi hombro. Me ha dicho entre dientes, con un aire fatalista y vencido:

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