El fin del mundo cae en jueves (24 page)

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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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—¡En marcha! —responde el oso.

Cuando se zambulle a su vez en la bolsa fetiche de Brenda, se vuelve hacia mí y levanta una pata trasera, para enseñarme el desgaste del peluche en la bóveda plantar.

—Ve a buscar tus zapatitos de bebé. Si debo intervenir urgentemente para salvaros la vida, como hace un rato, necesito un mínimo de estabilidad.

Sin discutir, me lo llevo bajo el brazo hasta la habitación de mi madre. Saco, de debajo de la cama, la caja donde encierra sus recuerdos de mi infancia. Mientras le pongo al oso mis primeros zapatos, él toma la pluma de colección que se enccuentra entre el tambor y la tetina. Concentrado sobre el viejo accesorio de cuerno, dice lentamente:

—Es el primer regalo que te hizo tu padre, el día en que renunció a escribir. Pero tu madre te lo confiscó, por miedo a que te hirieras con la plumilla.

Su voz se hace cada vez más ronca.

—Este objeto me habla. De modo que le respondo. Mira…

Atónito, veo que se forman en la punta de la pluma dos excrecencias de cuerno, entre las patas de Pictone.

—Una copela para recibir las ondas de arriba —dice—, y una hoz que segará las malas influencias.

Diríase que son mis iniciales. Una T y una D, utilizando la misma barra vertical.

—Son tus iniciales, sí, pero también mucho más. Algún día las convertirás en tu arma de expresión. Escribirás tu historia con esta pluma, y descubrirás tu verdadero poder sobre los seres y las cosas. Pero la hora aún no ha llegado —continúa poniendo de pronto la pluma entre los recuerdos—. ¡En marcha!

36

Un gigantesco atasco bloqueaba los accesos al casino. La policía hacía retroceder a los curiosos, dejando pasar sólo a los vehículos de la prensa con acreditación. Le he dicho al taxi que nos dejara ante la playa.

Brenda ha seguido mi mirada. Ansioso, yo clavaba los ojos n la duna, bajo el pontón.

—¿Allí es donde…?

He inclinado la cabeza tras sus puntos suspensivos. La ormenta había afectado mucho la arena, en el lugar donde ha-ía enterrado a XR9. Afortunadamente, la playa estaba desierta, pues todos los curiosos se habían apretujado alrededor del casino para intentar divisar al ganador del superjackpot. He pedido a Brenda que hiciera guardia y he ido a verificar la timba de mi cometa.

Tras cinco minutos de búsqueda, he tenido que rendirme a la evidencia: había desaparecido. O una ola se la había llevado o alguien la había desenterrado. Si la prueba de mi crimen había caído en manos de la policía, estaba jodido. Un analista de ADN cualquiera demostraría que la sangre del armazón era la del profesor Pictone. Con la angustia en el vientre y aspecto desenvuelto, he regresado hacia donde estaba Brenda. Prefería decirle que todo iba bien para cuidarla, pero, en la bolsa-esponja que llevaba en bandolera, el oso había captado ya la información.

—No te preocupes —ha dicho a través de las fibras sintéticas del canguro—. No siento nada negativo.

Y su voz sonaba tan falsa que sus tranquilizadoras palabras han multiplicado mi angustia.

—¿Qué ocurre, Léo?

—¡Nada! ¡Y eso no es cosa tuya! Tengo derecho a mis estados de ánimo, ¿no? Si crees que me divierte regresar al lugar de mi muerte… Mi último paseo, mis últimos pensamientos en carne y hueso, antes de encontrarme en esta mierda de peluche…

—¡No vale la pena insultarse!

—Deja ya de hablarle a mi bolsa —me ha aconsejado Brenda—. No estamos solos.

Contenida por las barreras de seguridad, la multitud tomaba al asalto los peldaños del casino. Brenda me ha abierto camino diciendo que me esperaba el equipo de la tele. Algo que no era demasiado hábil, puesto que, de inmediato, la gente ha creído que yo era el hijo del ganador y, entonces, se me han arrojado encima para contarme sus deudas, sus enfermedades, las familias que tenían a cargo y los oficiales de justicia que iban a ponerles de patitas en la calle. Brenda les ha explicado a puñetazos que yo era sólo el retoño de la psicóloga del casino, por debajo del umbral de la pobreza como ellos, y entonces han dejado de arrancarme la ropa y la policía ha podido permitirnos entrar sin disturbios.

—¿Has visto tu camisa? —ha gritado mi madre—. ¡No querrás hacer la emisión en ese estado!

—¡Muy al contrario! —se ha alegrado el realizador—. Dará realismo. Pero tiene tiempo de ir a jugar: no le grabaremos antes de dos horas. Proseguimos la entrevista con el ganador, señora Drimm. Si puede usted calentárnoslo un poco más, para no tener que hacer doce tomas a cada pregunta.

A guisa de respuesta, mi madre ha pedido que le arreglaran el peinado.

—¡Pero si estará usted en
off
!

—No, el ganador exige que permanezca con él ante las cámaras: dice que eso le da seguridad.

—¡Entonces tendremos que rehacer la iluminación!

—Muy bien, reháganla. De lo contrario se niega a ser grabado.

El realizador ha regresado para hablar con su equipo, hinchando las mejillas. Mi madre ha cerrado sus dedos sobre mi nuca, con una sonrisa de extenuado entusiasmo. Era su día de gloria. Tal vez la única vez en toda su vida en que tendría el mundo a sus pies, porque había echado mano a una estrella, pensaba aprovecharlo, pero había algo más en su mirada. Una especie de fulgor extraviado, tras las apariencias del triunfo. Ha comprobado que nadie nos escuchara, y se ha llevado a Brenda aparte.

—Doctora, estoy ante una enorme pega. En el momento más importante de mi vida, naturalmente. ¿Ve usted a aquel señor, muy chic, que está hablando con la productora?

—¿El Mog con jeta de Meg? —ha traducido Brenda.

He asentido.

—Es el señor Burle, el inspector de Moralidad que ha enviado el Ministerio del Azar. Es crucial para mi carrera: todo mi porvenir depende del modo como gestione el superjackpot de hoy. La menor metedura de pata psicológica, el más pequeño incidente con los medios de comunicación, y puedo despedirme de mi ascenso.

—¿Y tiene usted noticias de su marido? —ha interrumpido Brenda en un tono de enojo, menos acostumbrada que yo a ver que el mundo gira en torno al ombligo de mi madre.

—Sí, por ese lado todo va bien, no hay problema. Me ha sucedido un horrendo drama, justo en el momento del superjackpot. Un suicidio. He hecho que pusieran a esa persona en la cámara fría, creo que en efecto está muerta, pero es imprescindible que eso no llegue a oídos de los periodistas. ¿No le molestaría ir a comprobar la muerte y dictaminar que es un accidente? Se queda usted con el certificado, claro está, pero féchelo con una hora de adelanto. Eso me cubrirá en caso de necesidad: verán que he llamado a un médico enseguida, pero que he evitado el escándalo. ¿Puedo contar con usted?

—Qué caradura es usted.

—No tengo otra alternativa, doctora. ¡Piense en mi hijo! Si me detienen por ocultación de suicidio, eso significará que no he sabido curar, denunciar, ni siquiera diagnosticar una depresión nerviosa en el personal. Sería detenida de inmediato por infligir la ley sobre Recursos Humanos, y el pequeño se quedará sin nadie.

Yo contemplaba a mi madre, impresionado. He aquí que ella vivía, dos días más tarde, lo que yo había sufrido con el cadáver del profesor Pictone. Y reaccionaba del mismo modo. Con la mentira, la destrucción de pruebas, improvisando una catástrofe… A cada iniciativa, agravaba su caso para proteger a los suyos. Realmente, de tal palo tal astilla. Me tranquilizaba tanto como me atemorizaba. Por primera vez en mi vida, me identificaba con ella. No era el momento, claro está, pero me habría gustado contarle, allí, enseguida, mi homicidio involuntario. Habríamos podido comprendernos, por fin. Intercambiar algo.

—¡Señora Drimm! —ha ladrado el inspector de Moralidad—. ¡El ganador pregunta por usted!

—¡Voy enseguida, señor Burle! Enséñale la cámara fría a la doctora, Thomas —ha proseguido, bajando tres tonos la voz—. Pero no mires a la persona, te apenaría.

—¿Quién es? —he preguntado, con un nudo en el estómago.

He notado las uñas de Brenda apretándome el hombro, y me he vuelto hacia ella. He visto en sus ojos que pensaba en Jennifer.

37

—¡Vamos, pronto! —dice mi madre apretando la muñeca de Brenda—. Cuento con usted, pero confíe en mí: no soy una ingrata. Pregúnteselo a Thomas. Cuando regrese de la cámara fría, venga a notificármelo, discretamente, si no estoy grabando.

La vemos largarse hacia su despacho, con sus tacones altos que ponen de relieve sus piernas-espagueti. De pronto, brinco tras ella y la alcanzo en el pasillo del personal.

—¿Quién es, mamá?

Ella ha mirado a su alrededor, ansiosa, se ha inclinado hacia mi oreja.

—El fisonomista. Tenía que pasar, hubiera debido denunciarlo a la dirección en cuanto empezó a perder la cabeza, pero te paseaba cuando eras pequeño, qué quieres… Mi buen corazón va a perderme.

Maquinalmente, ha empezado a rascar una mancha en mi camisa.

— Su alzheimer se había agravado desde hacía unos días. Hubo muchas quejas, y los agentes del Retiro han venido a informarse. Mala suerte, esta vez su memoria ha funcionado: en cuanto ha reconocido su camioneta, ha subido al tejado y se ha arrojado al patio. He dicho a los retiradores que hoy no había venido a trabajar, se han marchado y eso es todo. Vamos, voy a enseñárselo a la doctora Logan, pero prométeme que no vas a mirarlo: el primer muerto que uno ve en su vida crea siempre una imagen recurrente patógena.

Hubiera podido tranquilizarla, diciéndole que no iba a ser el primero, pero me sentía demasiado apenado por mi viejo amigo fisonomista. Por un lado, había muerto entero. Su peor angustia era que lo deshuesaran por las piezas de recambio, en el centro de Retiro. Un ojo por aquí, un riñón por allá… Me decía: «Estoy tan estropeado por todas partes, no quisiera que estafaran a la gente con mis órganos.»

Con la mayor discreción posible, llevo a Brenda hasta el sótano del casino. Un crupier monta guardia ante la cámara fría. Nos damos el pésame por lo de Fiso, y deja entrar a la médica entre jamones colgados y cajas de bebida.

—Vuelvo a mi puesto —me dice con tanta pesadumbre como firmeza—. Te quería mucho, ¿sabes? Todo el personal está de acuerdo con tu madre, por una vez: es un accidente de trabajo. Su memoria debe respetarse, aunque no la tuviese.

Miro, de lejos, a mi viejo compa tendido sobre un congelador. Ha caído de cabeza desde el tejado, y sólo se lo reconoce ya por su traje. Se me ocurre entonces una idea del todo mochales. Pero creo que es la única solución.

—Eres tan retorcido como ingenuo —me dice Pictone en la bolsa de Brenda, cuando ella sale de la cámara fría—. Eso no funcionará nunca.

Le respondo que no hay otra alternativa: las exploraciones submarinas van a reanudarse, puesto que la tempestad ha terminado. Es preciso que la policía abandone la búsqueda.

—¿Cuál es tu idea? —me pregunta Brenda con desconfianza.

Le explico que Fiso era casi tan viejo como el profesor Pictone, con la misma talla y no más cabello: puede hacerse.

—Aguarda, ¿quieres tomarles el pelo a la policía y al gobierno soltándoles un cadáver equivocado? ¡Pero estás como una cabra!

—Advierte que la idea no es tan boba como podría parecer —reflexiona el oso en su bolsa-canguro—. Seis minutos después de la muerte, el chip deja de emitir el código de identificación. Si los deschipadores no se han molestado al recibir la señal del fallecimiento de tu Fiso, es porque su potencial energético nada tiene de excitante. Aguardan a que les llamen para facturar el desplazamiento…

—¡Lo compararán on el ADN, Thomas! ¿Y qué relación hay entre el chip de un fisonomista con alzheimer y el de un genio de la ciencia?

—Precisamente —prosigue el genio—. Tanto él como yo estamos cerca de los 0 yod. Soy un objetor de azar, siempre me he negado a tocar las máquinas tragaperras, y él tenía el juego prohibido, como fisonomista. En el nivel energético, el yod-metro puede perfectamente confundir nuestros dos chips: ni la inteligencia ni la concentración se reciclan en fuente de energía, sólo el deseo de ganancia. La codicia, la rabia y el júbilo de vencer, la potencia del ego… No, sería preciso que mi viuda identificara el cuerpo. Eso evitaría el análisis de ADN. Pero, entonces, tenemos un problema.

—Thomas —suelta el crupier en la escalera—, tu madre te llama para la grabación.

Subimos. Me dejo maquillar, peinar, instruir por unos ayudantes que me dicen lo que debo decir, de qué manera y en cuánto tiempo.

—Y sé natural, sobre todo. Espontáneo.

En dos tomas, tienen lo que desean. Explico a la cámara que estoy orgulloso de mi madre, que tengo suerte de ser educado por una psicóloga que se esfuerza tanto por la moral de sus ganadores como por la de su hijo: gracias a ella soy equilibrado, trabajador, me siento bien en mi piel, y agradezco al casino que la hace tan feliz por dedicarse al oficio más útil del mundo.

—Hasta esta noche, querido —dice mi madre al acompañarnos—. Estoy orgullosa de ti, yo también. Regresaré en cuanto sea posible, sigue los consejos dietéticos de la doctora Logan: sobre todo no tienes que recuperar ni un solo gramo, estás muy guapo así. El señor Burle me ha llenado de cumplidos. A él le debemos este milagro.

Tras una ojeada a ese pincel de la Moralidad, que parece aguardar su recompensa, retiene a Brenda en el umbral de la sala de juegos. Le pregunta con una discreta angustia:

—¿Y… lo de nuestro problema?

—Nos encargamos de ello —responde Brenda.

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