Read El fin del mundo cae en jueves Online
Authors: Didier Van Cauwelaert
Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,
Si quiero integrarme en el mundo de los vivos, mejor será hacer el muerto.
Clase de mates, clase de suerte, clase de paro… La tarde ha pasado perezosamente, entre las raíces que me ponen la cabeza al cuadrado, los trabajos prácticos de pensamiento positivo en los que me duermo ante la máquina tragaperras a la que debo influir, y las lecciones de civismo que nos preparan para el porvenir, enseñándonos a no hacer nada y a no molestar a nadie.
Pienso en el profesor Pictone en un contenedor de basura. Maquinalmente, espero que se manifieste de un modo distinto, una vez que el oso de peluche haya sido destruido. Miro mi bolígrafo, mi sacapuntas, mi cuaderno, mis zapatos, esperando vagamente que comiencen a hablar. Acecho manifestaciones extrañas en el teclado de mi ordenador, en la pantalla del generador aleatorio que saca números al azar… Nada. Al librarme del fantasma de ese viejo gruñón, esperaba algo de alivio. Sólo siento tristeza. Una tristeza amarga y huera que nunca antes había sentido. Tal vez la suya.
Al finalizar la última clase, me digo que han debido ya de machacar el peluche en un vertedero: Léo Pictone estaba tan bien conectado a sus moléculas que no ha podido desconectarse. Nada queda de su alma. Y ése es el vacío que siento en mí.
Ni mi padre ni mi madre me esperan delante del colegio. Es extraño, pero lo prefiero. Mejor será quedarme solo un poco más con el recuerdo del viejo al que he matado dos veces. Me digo que va a ser duro guardarme esta historia. Pero nadie me creería, salvo mi padre, y si habla de ello tomarán su delirio por un efecto del alcohol; mejor será dejarle tranquilo.
La noche ha caído cuando salgo del metro. Dos coches negros parpadean ante la casa. Unos Palmobiles ultrarrápidos, reservados a las fuerzas del orden, los únicos que tienen derecho a funcionar con aceite de palma.
Me acerco lentamente a la ventana, con un retortijón. Veo a mi padre gesticulando en el salón y a tres policías tomando notas. Uno de ellos se vuelve hacia mí. Yo sigo mi camino por acera, como si viviera en otra parte.
Con la cabeza ardiendo, cruzo, camino hacia el viejo edificio moderno, no terminado, que está ya hecho una ruina. Me oculto detrás de un pilar, donde un cuadro de bici sin ruedas está atado por una cadena con candado. Entre los hilos de los interfonos arrancados, miro nuestra casa iluminada por las luces giratorias.
Si la policía viene a nuestra casa, se trata sin duda del profesor Pictone. Me han descubierto. Me vieron matarlo con mi cometa y librarme de su cuerpo. O tal vez sea el Servicio de Personas Desaparecidas, que grabó nuestro número, ayer por la noche, antes de que yo colgara, y los policías sospechan de mi padre. En todo caso, no debo aparecer, de lo contrario él va listo. No sé mentir bien, me defenderá y, como pariente responsable de mis actos a causa del alcoholismo hereditario, lo detendrán.
—¿Buscas a alguien?
Doy un respingo, me vuelvo de golpe. Está ante mí, ha salido del vestíbulo. La mujer de enfrente. La mujer de mi tragaluz. La mujer de mis sueños. Vestida con un chándal deportivo, con el pelo rubio oculto bajo una gorra al revés y una rueda de bici en la mano. Se desinteresa enseguida de mí al mirar el pilar donde el cuadro de titanio, marcado BRENDA LOGAN, yace de costado entre su cadena con candado. Sus dedos se crispan sobre la cámara.
—¡Los muy cabrones me han soplado la otra rueda! ¿Los has visto?
Niego con la cabeza. De buena gana le preguntaría por qué, puesta a subir una rueda a su apartamento, no ha subido también la segunda o incluso, directamente, la bici entera, pero las palabras se han escondido en el fondo de mi garganta, inaccesibles, tan hermosa la encuentro. Además, vista de cerca, tiene ojeras, algunas arrugas en las comisuras de los ojos y dos pequeños pliegues a cada lado de la boca. Es normal, vamos. Está viva. No como las muchachas desnudas de las revistas que sólo existen en las fotos, tan retocadas están, tan estiradas, hinchadas, con sus falsos pechos y sus sonrisas de silicona. Brenda Logan no sonríe, en cambio. Se siente que la vida le ha dado de palos, que la ha marcado y es hermoso.
—¿Te conozco? —pregunta mirándome fijamente, con suspicacia.
Siento que me ruborizo hasta los dedos de los pies. Yo me la sé de memoria, a fuerza de espiarla por el tragaluz y de soñar con ella. Es horrible encontrármela en semejante momento, sin haberme preparado. Ni siquiera llevo mi jersey negro, el que disimula mi grasa. Además, debe de sospechar que soy cómplice del robo de su rueda: empezando así, no tengo porvenir alguno.
—¿Qué hacen ahí esos gilipollas? —gruñe mirando los coches de la policía en la acera de enfrente.
De pronto, nuestra puerta se abre y los tres pasmas salen arrastrando a mi padre, con las esposas en las muñecas. Me oculto con todas mis fuerzas tras el pilar.
—¡Pero dejadme en paz —grita—, os digo que es un error! Espero a mi hijo de un momento a otro: si no encuentra a nadie cuando vuelva del colegio, ¿qué va a hacer?
Me lanzo para impedir que lo detengan. La mano de Brenda me sujeta, crispada en mi hombro. Me vuelvo hacia ella. Dice que no con la cabeza. La miro, presa del mayor dilema de mi vida: abandonar a mi padre o hacer que me detengan en su lugar.
El más fortachón de los polis mete a mi padre en la parte trasera de su coche. El segundo se pone al volante haciéndole una señal al tercero, que vuelve a nuestra casa y cierra la puerta tras de sí. El coche arranca como una tromba. A través de las cortinas mal corridas, veo que el policía se instala en el salón, en el sofá, sin duda a esperar mi regreso.
Cierro los ojos y apoyo la frente en el pilar.
—¿Tú eres el hijo? —pregunta Brenda Logan con voz más dulce.
No respondo, con los dedos crispados en la correa de mi mochila, los labios prietos, concentrado en mi respiración para contener las lágrimas.
—Ven.
Toma mi mano y yo me dejo llevar. Entramos en su edificio, rodeamos el ascensor averiado, subimos por la escalera. La sigo como un robot. Me invita a su casa. Está sucediéndome la cosa más hermosa del mundo y, al mismo tiempo, vivo la peor de las catástrofes.
—Me llamo Brenda Logan —dice abriendo la puerta.
—Ya lo sé.
Se vuelve levantando una ceja. Le digo que lo he visto grabado en lo que queda de su bici y que yo soy Thomas Drimm, como mi nombre indica en mi mochila.
—¿Quieres beber algo?
—No, está bien, gracias.
Entramos en un imposible desorden, con trapos, pesas, botes de pintura, cuadros no terminados, un mes de vajilla sucia, un tatami de judo y, en la habitación con la cama deshecha, el punching-ball rojo que veo desde mi tragaluz. Hay también, colgado de una puerta, un canguro de esponja más raído aún que mi oso. Esa clase de estuche con cremallera para meter el pijama cuando se es pequeño. Ese recuerdo de infancia me da un pellizco de intimidad, pero la emoción es barrida de inmediato por la angustia de que el profesor Pictone se reencarne en el muñeco de Brenda.
—¿Qué ha hecho tu padre?
—Nada. Es un error.
—Siempre es un error —dice en tono experimentado, dejando la rueda de su bici—. Siéntate.
Busco un lugar libre. Ella retira de un puf un lienzo que representa un círculo rodeado de círculos. Ignoraba que fuese pintora. Le digo que es muy hermoso.
—Es el cáncer de hígado. Yo era médica.
De eso estoy al corriente. Estaba en mi tragaluz el día en que unos tipos de uniforme vinieron a destornillar su placa, en la fachada del edificio. En el barrio, se dice que ya no tiene derecho a curar a la gente, porque se negaba a denunciar a la Seguridad Social a sus pacientes con depresión nerviosa. Infracción de la ley contra el Secreto Médico. Sin duda por eso no le gusta la policía.
—Si tu padre nada tiene que reprocharse, tal vez seas tú el que ha hecho una tontería, ¿no?
De pronto hay tanta amabilidad en su voz, casi esperanza incluso, que siento las lágrimas asaltando de nuevo mis ojos.
—No lo sé, señora.
—Llámame Brenda. ¿No sabes si has hecho una tontería, o no sabes si es por esta causa que han detenido a tu padre?
Aparto la mirada. Quisiera, de todo corazón, decirle la verdad, la cometa, la muerte del viejo y el oso de peluche, pero no quiero que tenga problemas por mi culpa. Respondo simplemente que mi padre es profe de letras y que, entonces, bebe. El atajo no parece sorprenderla. Pone una mano en mi pelo. No de un modo compasivo; de un modo solidario. Se identifica conmigo.
—¿Hace mucho tiempo que vives ahí enfrente?
—Un año y medio.
—Nunca te había visto.
Abro los brazos, apenado, como si fuera culpa mía. Me entristece un poco que haya olvidado la noche en la que sacamos al mismo tiempo nuestras basuras de alcohol que hacían clinc-clinc, con la mirada que intercambiamos, la sonrisa que decía que nos comprendíamos sin decir nada, pero bueno. Me he montado una película una vez más. Añade:
—Claro que nunca veo a nadie.
Se agacha para recoger un sujetador tirado en el suelo y lo oculta bajo un almohadón, mientras yo finjo que miro a otra parte. Es una lástima que yo sea demasiado joven para cortejarla. Sobre todo es una lástima saber que, cuando tenga la edad, ella no me habrá esperado.
—¿Qué vas a hacer, Thomas?
Reacciono, pongo orden en mis pensamientos. Digo que no lo sé.
—¿Tienes madre?
Respondo que sí, y eso le parece una buena noticia.
—¿A qué hora vuelve?
—Depende.
—¿Quieres esperar aquí? Así no estarás solo con el pasma.
—Gracias, Brenda.
Su nombre es un regalo en mi boca. Ojalá mi madre vuelva lo más tarde posible. Con el perfume de Brenda Logan en las narices y su imagen ante los ojos, casi consigo olvidar todo lo demás. Por galantería, señalo de todos modos la rueda puesta en la entrada.
—Pero usted iba a salir, ¿no?
—Me iba en bici porque llegaba tarde. Ahora, ya no hay ninguna prisa. De todos modos, me habría perdido el casting.
—¿El casting?
—Soy top-model desde que me expulsaron de la Orden de los Médicos. Bueno, lo intento. Debuto a la edad en que las muchachas se retiran. A los veintiocho años, en este oficio, ya no existes. Pero yo me empecino.
Va a servirse un whisky. Pienso en mi padre, dentro del coche de la policía. Espero que no lo retengan mucho tiempo. La última vez que lo detuvieron, fue por haber cruzado un paso de peatones en estado de embriaguez. La conductora que le había atropellado presentó denuncia por su carrocería dañada, y cuando él volvió a casa, a la mañana siguiente, temblaba como un martillo neumático por la falta de alcohol.
—Todo lo que he logrado hasta hoy —prosigue Brenda echando una ojeada a la calle— es un contrato para los pies que hieden. Has tenido que verme, por televisión. La pierna izquierda.
—¡Ah, sí! —digo para complacerla.
—¿Me reconociste?
—Claro.
Vacía su vaso con una sonrisa torcida.
—No mientas: me cortaron por encima de la rodilla. Me descalzo, hago psssh-psssh con Sensor, el desodorante que captura los olores en vez de enmascararlos, y un Mog me besa el pie.
—¿Un Mog?
—Un tipo con traje y corbata, del tipo oficinista, normal, serio. En la vida, hay tres tipos de hombres: los Mogs, los Megs y los Mucs.
Inclino la cabeza con aire entendido, como un hombre. Ella precisa:
—Los Muy-grises, los Muy-gilipollas y los Muy-casados. Por eso vivo sola.
Aparto los ojos para ocultar mi alegría. No sé por qué, pero esta muchacha desprende una especie de energía que lo hace todo posible, menos pesado y no tan grave.
—Hoy —prosigue—, era un casting para el pelo sucio, que se vuelve magnífico en tres segundos gracias al champú seco Hydrex. ¿Qué te parece?
Se arranca la gorra, sacude sus mechones enredados, apagados y chungos. Le digo que, en efecto, no está tan mal que le hayan mangado la rueda de la bici. Ella permanece un instante inmóvil, mirándome, luego me tiende la palma para que yo la choque con la mía.
—Es raro que un hombre me diga la verdad. Gracias, Thomas Drimm.
Respondo que no hay de qué, pero he faroleado bastante con mi franqueza, yo que, ante mi madre por ejemplo, nunca digo lo que pienso. Por otra parte, sin duda es por eso. He querido marcar la diferencia. En todo caso, vale la pena ser sincero: es la primera vez que una muchacha me llama «un hombre».
—Sin embargo, me había lavado por partes —insiste, inclinando la cabeza hacia delante—. A la derecha, mi champú de la semana pasada; a la izquierda, el Hydrex de esta mañana, para preparar el test comparativo. ¿Ves alguna diferencia?
Toco sus cabellos, los olfateo, le digo que prefiero su olor natural. Ella se incorpora con cierta brusquedad y va a acodarse en la ventana, con aire un poco hosco. Tal vez he dicho algo inconveniente. No es que sean fáciles las mujeres, sin instrucciones de uso.
Me muevo por la habitación, buscando cómo reparar mi desconocida plancha. Y, de pronto, me quedo inmóvil. Un cuadro inconcluso está apoyado en la pared. Lo reconozco, sin conocerlo. Tengo la increíble sensación de haberlo visto. Y eso me produce una impresión más fuerte aún que el arresto de mi padre.
El lienzo representa una ciudad muerta, completamente invadida por los árboles que crecen entre los edificios despanzurrados. Las raíces destrozan las aceras, atraviesan los bastidores de coches oxidados. Unos carteles arrancados cuelgan de las fachadas en ruinas. Un gran roble se despliega en el interior de una estación de servicio, con los surtidores arrancados por el tronco y unos neumáticos puestos como anillos alrededor de las ramas. Es muy hermoso, muy tranquilo y absolutamente flipante. Al mismo tiempo, tengo la impresión de estar viviendo ese espectáculo desde el interior, de ser a la vez los árboles y los muros, la pintura y el lienzo… Tengo incluso la impresión de que estoy mirándome mientras miro el cuadro, pero que me veo cada vez menos.