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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (8 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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—…y cedió la licencia de explotación a Nox-Noctis, con autorización para implantar el chip directamente en el cerebro. El Ministerio del Azar lo ha convertido en el órgano de gestión de las ganancias y las pérdidas en el juego. Y el Minis-terio de Seguridad lo utiliza como medio de vigilancia de los ciudadanos sospechosos.

—Pero, entonces, ¿Léo Pictone es bueno o es malo?

—Al principio fue un ingenuo, un cabrón por las consecuencias. Cada vez que creemos actuar por el bien de la humanidad, forjamos su desgracia.

—¿Y cuando uno coge una curda criticando a los demás, se salva al mundo tal vez? —ríe sarcástico el oso—. Vas listo con semejante padre, mi pobre Thomas. ¡Abre la mochila, me ahogo entre estos cuadernos!

—Pictone, en su juventud, era lo que se denomina un «transhumanista». Creía que el hombre y la máquina debían interpenetrarse para mejorar la evolución. Pero las religiones se opusieron al Enchipado y, entonces, el gobierno suprimió las religiones.

Circulamos al paso por debajo de la autopista. Todos los semáforos están estropeados esta mañana, y la iluminación de los túneles parpadea de un modo extraño. En las informaciones, el ministro de Energía explica que es por culpa de los depresivos nerviosos que lanzan malas ondas, pero cuanto más se los detiene más averías hay.

Pregunto por qué las religiones estaban contra los chips.

—La «Marca de la Bestia». El Signo del Diablo, si lo prefieres. Fueron los cristianos quienes primero lanzaron la ofensiva, a causa de una profecía del Apocalipsis de san Juan. «La Bestia obligará a todos los hombres, pequeños y grandes, ricos Y pobres, libres y esclavos, a recibir una marca en la mano derecha o en la frente, para que nadie pueda comprar o vender si no lleva esta marca, que es el nombre de la Bestia y el número de su nombre.»

—¿El número?

—666, el número que figura en todos los códigos de barras: un 6 al comienzo, uno en el medio, uno al final. 666, la suma de todas las cifras inscritas en las casillas de la ruleta. 666, la victoria del Número sobre el Espíritu.

—¿Entonces es el Diablo el que ha ganado?

Mi padre suspira al detener el coche ante el colegio.

—Olvida todo eso. Aprende tus lecciones, haz bien tus deberes y conviértete en un buen jugador, de lo contrario terminarás como yo. Hasta esta noche, muchacho.

Me rasca la cabeza, quita el seguro de mi portezuela. Yo veo que se aleja el Trashette dejando una nube de plátano-lechuga. Luego abro mi mochila, pregunto al oso si está de acuerdo con lo que ha dicho mi padre. Lo sacudo, sorprendido por su silencio. Lanza un largo suspiro.

—Es un hombre de bien —dice con seriedad—. Está jodido.

—¿Por qué lo dice?

—Porque yo era como él. Salvo que, en vez de alcohol, yo le daba a la física cuántica.

—¿Pero es cierto lo que ha dicho sobre el Diablo?

El oso aparta los ojos. Con las patas cruzadas, se acurruca en el fondo de la mochila.

—No temas nada, Thomas. Mientras yo esté contigo, no corres peligro alguno. Dicho esto, de momento… cuanto menos sepas mejor será.

—Pero el Diablo no existe, ¿o sí?

—De todos modos, soy tu ángel custodio. Aunque el Diablo exista, nada puede contra ti.

—Hola, Thomas, ¡llegamos muy tarde!

Cierro de golpe mi mochila y saludo con la mano a Jennifer, que galopa hacia el colegio. En mi clase es la única que se muestra simpática conmigo, porque está más gorda que yo aún.

Me lanzo tras ella para alcanzarla, y corremos unos cien metros el uno junto al otro, agitando nuestros michelines, con la sonrisa al viento, como si la vida fuera hermosa y nos apresuráramos por algo estupendo.

13

Ministerio de Seguridad, 10.15 h

En la sala de control 408, el ministro de Seguridad y su colega de Energía miran, en una pantalla gigante, centenares de puntos luminosos que se mueven.

—Cierren la ventana.

El técnico aprieta un botón de su teclado. La ventana donde se movía en 3D el rostro de Robert Drimm, bajo su número de identificación de dieciséis cifras, se reabsorbe en el interior de uno de los puntos luminosos.

—Visualice el colegio de su hijo Thomas —ordena el ministro de Seguridad.

Aparece otra imagen, sobre la que el técnico pone en marcha el zoom hacia delante: un edificio destartalado entre pilones y árboles muertos.

—Si no es el padre el que ha establecido el contacto, ¿es el hijo entonces? —se inquieta Boris Vigor.

—Ustedes deben decidirlo, caballeros —responde Olivier Nox en conexión satélite por videófono—. Si no hubieran descuidado la vigilancia del profesor Pictone, no necesitarían ahora hacerse la pregunta.

—Lo averiguaremos muy pronto —dice el ministro de Seguridad.

Consulta la ficha de informaciones que aparece incrustada, desde que el técnico ha tecleado «Drimm Thomas», y prosigue:

—El lunes a las 10, el niño tiene clase de física con una tal Brott Judith.

—Conéctense a la frecuencia de esta mujer —aconseja Olivier Nox.

—Como ministro de Energía —suspira Boris Vigor—, esa pérdida de tiempo me fatiga… Es increíble, a fin de cuentas, que no podamos enchipar a los niños para controlarlos directamente. Iríamos más deprisa, señor Nox.

—Hasta la edad de trece años —le recuerda el fabricante oficial de chips cerebrales—, el crecimiento y el desarrollo del sistema neuronal no permiten una conexión satisfactoria con el cerebro.

—¿Y no podemos acelerar este crecimiento?

—Pero si casi no quedan ya niños —gruñe el ministro de Seguridad—; no me parece muy oportuno intentar ese tipo de experimentos.

—¿Y siguen sin encontrar el cuerpo de Pictone? —le suelta Boris, enojado.

—La tormenta continúa impidiendo la búsqueda submarina —replica su colega, con los ojos clavados en la pantalla.

Uno de los puntos luminosos comienza a parpadear, en el primer piso del colegio.

—Frecuencia encontrada —anuncia la voz sintética del ordenador central—. Brott Judith, cincuenta y nueve años, soltera, enseña ciencias físicas desde hace treinta y cuatro años, carrera bloqueada en un colegio de nivel menos 3 por depresión nerviosa crónica desde la muerte de su gato.

—¿Debo pasar a pilotaje manual? —pregunta el técnico.

—No —dice Olivier Nox—. Programaremos la visión subjetiva.

—No estoy cualificado —deplora el técnico.

—Lo sé. Viene mi hermanastra para desbloquear la función. Envíeme un informe completo sobre el niño: su comportamiento, sus amistades, sus palabras. Les dejo: tengo trabajo.

La imagen de Olivier Nox desaparece de la pantalla del videófono.

—Es penoso, de todos modos, que no podamos acceder nosotros mismos a todas las funciones del sistema —se lamenta el ministro de Energía.

El ministro de Seguridad responde que, por otro lado, la cosa evita un aumento de trabajo en la gestión de las informaciones obtenidas. Si se pusieran a visionar todo lo que la gente ve, no tendrían ya ni un minuto para sí mismos.

Boris Vigor se levanta para hacer algunos movimientos de flexibilidad. Su anfitrión le pregunta si está contento de su entrenamiento de ayer por la noche. El rostro del campeón se ilumina. Pero sólo mientras facilita sus tiempos y sus resultados, luego vuelve a ensombrecerse. No es tanto la historia del profesor Pictone lo que le afecta; es un problema que compete al Ministerio de Seguridad, no al suyo. Sin embargo, cada vez que se habla de niños, sus heridas vuelven a abrirse y ya nada le parece agradable. Afortunadamente, le quedan sus responsabilidades. La ilusión de ser útil para algo. Desde que su hija única murió, sigue ganando partidos y sirviendo a su país, pero sin pasión, y su vida ya no tiene sentido.

¿Cómo sé todo esto? Diríase que entro a mi pesar en los sentimientos de la gente, como si estuviera en su interior por unos segundos. Y luego vuelvo a salir, zapeando del uno al otro.

La puerta de la sala se corre y entra Lily Noctis, con una minifalda negra de cuero ceñido. La saliva se seca de inmediato en la boca de los tres hombres, que la saludan con un aire cuidadosamente desenvuelto. La joven, sin responder, se dirige al pupitre de mandos. Apoya una nalga en el asiento que ha liberado el técnico y comienza a pulsar a una velocidad terrible los botones del teclado translúcido.

El rostro flacucho de Judith Brott aparece en 3D a la izquierda de la pantalla. La directora general de Nox-Noctis confirma el blanco, pone en marcha con un código secreto el mando a distancia óptico y selecciona, entre las funciones dis-P°nibles, el programa de visión subjetiva. De inmediato, el chip cerebral de la profe de física intercepta las informaciones transigidas por su retina, y aparece el aula en la pantalla central.

La imagen es de calidad media: el rostro de los alumnos está un poco deformado por las gafas de la maestra, y los cristales no están muy limpios. Lily Noctis lleva a cabo las correcciones necesarias, sube el volumen y se echa hacia atrás, con una sonrisa fría en sus labios rojo sangre.

—Bueno —pregunta la voz seca de la profe—, ¿quién de vosotros conoce los trabajos de Leo Pictone?

Los dos ministros se aproximan a la pantalla. La mirada de Judith Brott barre su clase de física. Su chip cerebral, que actúa como una cámara interna, transmite su campo visual en un largo travelín. Los alumnos permanecen inmóviles, silenciosos.

—¿Cuál de ellos es Thomas Drimm? —se informa el ministro de Seguridad.

Aguardo la respuesta con ansiedad. Estoy impaciente por saber qué aspecto tengo. En la cuarta fila, con los codos en la mesa y la frente entre las manos, un adolescente gordo con un jersey demasiado pequeño se ha adormecido en una actitud de reflexión. Espero no ser yo.

—Bueno —se impacienta Boris Vigor—, ¿quién es Thomas Drimm?

—Aguarden a que la profe se dirija a él —replica Lily Noctis levantándose—. La técnica puede responder a todos sus deseos, señores, pero mantengan algo de suspense de todos modos, ¿no? De lo contrario, la vida sería triste. Buenos días. Boris Vigor y su colega de Seguridad siguen con la mirada la hermosa silueta negra, lamentando que su chip cerebral no posea una función de desnudado virtual.

Con un siseo metálico, la puerta corredera se cierra a espaldas de Lily Noctis. Y ambos ministros regresan, a regaña dientes, hacia la pantalla en la que se sobresaltan los alumnos interrogados, con una voz en
off
, por una solterona miope.

—Sospechas lo que va a sucederte, ¿no es cierto, Thomas ? —me sonríe Lily Noctis en el ascensor, mirando el espejo.

De buena gana me habría quedado en la sala de control con los ministros, para observar en la pantalla la sucesión de acontecimientos, pero Lily Noctis me ha llevado con ella como si yo fuera su sombra. Añade, concentrando su mirada verde en una esquina del espejo: lástima, para ti, que no recuerdes nunca los viajes que haces cuando sueñas.

Pulsa tres veces el botón 6 y el ascensor desaparece.

14

—¡Drimm, repita lo que acabo de decir!

Despierto de un brinco. Son una lata esas ausencias que me asaltan continuamente, esa manía de dormirme sin darme cuenta. Mi madre dice que es a causa de mi preobesidad. La grasa, según ella, sirve de somnífero.

—En homenaje a mi desaparición —susurra el oso de peluche en mi mochila—, ha dicho que iba a hablar de mi principal descubrimiento: la antimateria.

Me levanto y recito de un tirón:

—En homenaje a la desaparición del profesor Pictone, vamos a hablar de su principal descubrimiento, la antimateria.

La señorita Brott inclina la cabeza, con los labios prietos, y prosigue su clase de física.

—Es falso —prosigue el oso—. Yo no descubrí la antimateria: encontré el medio de fabricarla y almacenarla al vacío. Haciéndola girar en un anillo rodeado de imanes, eso es todo. Explícaselo.

—Quédese tranquilo —digo dando una patada a la mochila.

—Lo que yo descubrí fue el pictonium: la antimateria indiferenciada que adopta espontáneamente, por mutación fotónica, las características inversas de la partícula que encuentra.

—Pero cállese: ¡no estamos solos!

La señorita Brott se vuelve hacia mí, con aire crispado.

—Thomas Drimm, en vez de agitarse —articula con una sonrisa sádica—, explíquenos más bien qué es la antimateria.

Le devuelvo la sonrisa, sosteniendo su mirada de anciana niña momificada. Me tiene metido el dedo en el ojo, y para mí va a ser una fiesta.

—Es lo contrario de la materia, señorita.

—¿Es decir?

—No existe.

Un suspiro enojado se filtra entre sus labios pálidos.

—Independientemente de la actitud del profesor Pictone, os recuerdo que la antimateria es una materia del programa. Deberíais conocer su definición.

—E = 1,5 x 10
-10
julios —susurra mi oso de peluche—. Es decir 0'94 gigaelectronvoltios: es la energía necesaria para producir una antipartícula en un medio compuesto por materia.

Repito la fórmula, concienzudamente.

—¡No diga más tonterías! —suelta la señorita Brott golpeando con la regla su mesa—. Cuando no se sabe, se calla.

—¡Qué mala fe! —se indigna el oso—. Bueno, explícaselo de modo más simple. Sea E la energía en reposo de la partícula,
m
su masa y
c
la velocidad de la luz en el vacío. A partir de la fórmula de Einstein E = mc
2
, yo planteo m = 1,6 x 10
-27

—¡Espere, va demasiado aprisa!

La señorita Brott está escribiendo en la pizarra la letra H, se vuelve hacia mí en un impulso de impaciencia.

—¡No, no voy demasiado aprisa! La culpa es del que no me sigue, Thomas Drimm. Para hacéroslo comprender, tomo el ejemplo del hidrógeno. ¿Quién puede decirme qué es el antihidrógeno?

—Un positrón —susurra la voz en mi mochila—, es decir, un electrón cargado positivamente que gira alrededor de un antiprotón; díselo a esa bobalicona, y así aprenderá algo al menos.

Suelto una nueva patada para que calle. La mochila cae al pasillo y se abre, liberando una pata de peluche comprimida entre los cuadernos. Estalla una carcajada, otra. Levanto de inmediato la mochila, hundo la pata del oso y fijo el cierre a presión. Pero toda la clase se troncha señalándome con el dedo, salvo Jennifer, que me mira con aire desolado. Somos los dos únicos que proceden de otra parte, que han conocido mejores escuelas en barrios más ricos, antes de que nuestras familias descendieran en la escala social. Somos los dos únicos que pueden comparar. Los demás nacieron aquí y no saldrán nunca de este colegio. De repetición en repetición, suspenderán siempre su examen de salida, así no molestarán a la sociedad y acabarán como profes en las mismas aulas, para torturar a su vez a unos alumnos que seguirán su mismo destino. En fin, eso es lo que me cuenta mi padre. Pero, en los momentos en que me convierto en el hazmerreír de esos zoquetes, ya no estoy muy seguro de que exagere.

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