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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (11 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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De pronto, como si el cuadro se animara, una especie de liana sale de la boca de una cloaca, se enrolla en mi pierna derecha. Y me arrastra hacia el arroyo por donde desaparece un agua clara que poco a poco se colorea de rojo…

Retrocedo de un brinco, vuelco una silla. Brenda se vuelve.

—¿Estás bien?

Digo que sí y que el cuadro es muy hermoso. Tengo el corazón que late a cien por hora, pero intento no demostrarlo. Recuerdo ahora haber vivido este momento, ayer por la tarde, en el coche de mi madre, cuando estaba obsesionado por la fuerte del viejo en la playa. Quizá cada vez que sufro una impresión violenta, como ahora, con el arresto de mi padre, eso me produce este tipo de alucinación.

¿Pero cómo he podido encontrarme la víspera, aun en una pesadilla, en el decorado de un cuadro que sólo he descubierto hoy? ¿Acaso, a fuerza de obsesionarme por Brenda, voy a hacerle compañía cuando sueño?

—¿Cuándo pintó usted este cuadro?

—Lo empecé ayer.

Un viento frío me hiela la nuca. Con la boca seca, pregunto:

—¿A qué hora?

Ella me mira alzando las cejas, luego suelta:

—Si te preguntan qué profesión vas a tener en el futuro, no respondas «crítico de arte».

Sigo mirándola. Debe de creer que estoy ofendido, entonces añade sonriendo:

—De todos modos, soy negada para la pintura. Me calma los nervios, eso es todo.

Luego se asoma por la ventana y prosigue:

—Dime, ¿no es tu madre aquélla?

Con una bola de angustia en la garganta, sigo su mirada. En efecto, el Colza 800 acaba de detenerse ante mi casa. Mi madre sale lentamente, cierra la portezuela mirando el coche de policía a caballo sobre la acera. Con un movimiento nervioso, busca a su alrededor. La calle está desierta, con el parpadeo de los faroles que chisporrotean, se apagan, vuelven a encenderse. Con el paso rígido y la espalda crispada, se dirige hacia nuestra puerta sacando las llaves.

—Ve —dice Brenda empujándome hacia el rellano—. Oficialmente, acabas de llegar de la escuela, no estás al corriente de nada y todo va bien. Si las cosas van mal, cuelga un calcetín del tragaluz.

Perturbado, le pregunto: «¿Qué tragaluz?», en un tono inocente que suena perfectamente falso.

—El que da a mi habitación y por el que me miras todas las noches.

Escucho mi respuesta, mortificada: «¿Ah, caramba?» Ella me mira con cara muy seria, casi solemne.

—¿Recuerdas los tres tipos de tíos de los que te he hablado?

Asiento, los recito de un tirón para demostrar que la he seguido bien: los Mogs, los Megs y los Mucs

—Hay una cuarta categoría de hombres, Thomas, de la que aparentemente formas ya parte, a pesar de tu corta edad. Los Tetoms.

—Ah —digo con esperanza—. ¿Y qué quiere decir?

—«Te-tomo-por-idiota.» Vamos, lárgate —se carcajea, empujándome hacia la escalera.

Bajo los peldaños, en una nube, con el corazón retorcido, la cabeza ardiendo y la boca seca. De modo que eso es el amor. Esa especie de cosa que se parece a un principio de gripe, cuando nos decimos que las vamos a pasar canutas pero que, por otro lado, eso nos permitirá hacer novillos. Esas ganas de saltar hasta el techo y meterse bajo tierra. Esa sensación de llevar la vergüenza escrita en la frente y ser, al mismo tiempo, el más orgulloso del mundo.

Salgo balanceando mi mochila con un brazo, me recupero de mis emociones al cruzar la calle y compongo el rostro de cada día para llamar a la puerta.

Mi madre abre, hecha unos zorros, me mira con ojos gélidos. Espero un bofetón y algunos gritos, pero sus labios se abren en una brillante sonrisa. Me toma en sus brazos gritando con voz alegre:

—Buenas noches, querido, te he echado en falta, ¿estás bien, no estás demasiado cansado? Bueno, ¿cómo ha ido tu jornada?

Y me planta en las mejillas dos sonoros besos, por lo general reservados al Árbol de Navidad del personal, en el casino, cuando me da mi regalo ante todo el mundo. El policía ha aparecido por el pasillo, tras ella. Le digo hola señor con aire sorprendido, procurando ser tan creíble en el asombro como natural ante el inédito número de mamaíta buena al que, por su causa, tengo derecho.

—Dime, Thomas, angelito mío, ¿no habrás llamado tú por casualidad al Servicio de Personas Desaparecidas, esta noche?

Las palabras dan vueltas en mi cabeza, mezcladas con la sonrisa de Brenda y la imagen de mi padre esposado entre los dos pasmas. No sé qué habrá declarado, pero si respondo «no» y él ha negado también, llegarán a la conclusión de que ha mentido, de que mi madre miente o de que yo acabo de mentir. Mejor será decir la verdad.

—Sí, ¿por qué?

En la mirada materna se lee un inmenso alivio.

—Soy yo el que hace las preguntas, jovencito —interviene amablemente el policía con una amplia sonrisa de Tetom.

—Bueno, en la tele dieron ese número, por si veíamos al profesor Nosequé.

—¿Y lo has visto?

—Creo que sí.

—¿Cuándo?

—Antes de telefonear.

—¿Dónde?

Improviso, en un tono de evidencia:

—Por la ventana.

—¿Lo viste la noche pasada, aquí, en tu calle?

—Eso es.

—Y llamaste directamente a la policía en vez de despertarnos, querido —se extasía rápidamente mi madre.

Prosigue, tomando como testigo al policía que no sonríe en absoluto:

—Qué suerte tenemos de que nuestro hijo tenga un sentido cívico tan desarrollado como su delicadeza…

—¿Y qué estaba haciendo un sabio como el profesor Pictone en este arrabal donde no conoce a nadie?

Siento como un desprendimiento en mi garganta. Ahí esta la pega. La enorme plancha que no he sabido prevenir. Los policías saben sin duda que mi padre trabajó en el Comité de Censura, que es la única persona en el mundo que ha leído el libro de Léo Pictone. Y por lo tanto llegarán a la conclusión de que Pictone ha venido a nuestra calle adrede, para encontrarse con su lector y confiarle algunos secretos.

—Pero bueno —digo fingiendo la modesta desolación con la que suelo entregar mis boletines escolares—, pasó un coche con la familia del anciano caballero. Le hicieron subir a la parte de atrás gritándole «Albert», entonces comprendí que me había equivocado de viejo y colgué.

Añado, como un auténtico superTetom:

—Perdóneme si les he molestado por nada.

—Le ruego que me perdone —corrige la voz del profesor pictone.

Me vuelvo de pronto, pasmado. Un tipo alto y severo, con traje gris oscuro y corbata gris claro, se yergue en el umbral. Lleva en su mano derecha mi oso de peluche.

19

—¿Vive aquí un tal Drimm Thomas?

Un silencio de muerte se instala mientras mi madre y el pasma contemplan al recién llegado.

—¡Pero si es tu oso, Thomas! —exclama ella para aliviar el ambiente.

—Claro que es su oso —gruñe el Todo-Gris—. Su nombre está cosido en la etiqueta.

Reúno todas mis fuerzas para gritar en un tono convincente:

—¡Oh, gracias, señor, lo había perdido! ¿Dónde lo ha encontrado?

—Qué caradura —ríe sarcástico el oso.

Miro a los demás, asustado. Afortunadamente, sigo siendo el único que le oye hablar.

—Y qué torpe —prosigue—. Para mentir no basta con tener imaginación, chiquillo, se necesita rigor. ¿Por dónde viste a la familia que recogía a tu supuesto Albert, mientras telefoneabas desde el despacho de tu padre? ¿Hay una ventana?

Abro la boca, abrumado, mientras el Mog se pasa el oso a la otra mano para sacar una tarjeta plastificada y blandirla en nuestras narices:

—SVCS, Servicio de Vigilancia de la Clasificación Selectiva. Nos indicaron la presencia de este artículo de peluche ilegalmente arrojado a un contenedor amarillo, reservado a los plásticos reciclables. ¿Lo tiraste tú?

Respondo que qué cosas pasan, que es increíble, para darme el tiempo de pensar con rigor en la mentira que voy a decir o no. Si una cámara de control me ha agarrado en flagrante delito y lo niego, no van a creer lo que he dicho antes.

—Me perdiste en el metro, un niño debió de recogerme y sus padres me arrojaron en el primer contenedor que encontraron en la calle —me susurra a toda velocidad la voz enojada de Leo Pictone—. De lo contrario eso significaría que estabas delante de mi casa, irán a preguntar a mi viuda y así no podrás sacar a tu padre de la cárcel.

—Repetiré la pregunta, pequeño: ¿lo tiraste tú?

—No te preocupes por la cámara de control —prosigue el oso—, está enfocada a la ventana de mi laboratorio, en el segundo piso, y no a los contenedores de enfrente.

Dócil, le transmito al vigilante de la basura la versión que ha dado mi víctima. Y luego, de pronto, advierto con pánico redoblado que, esta vez, el oso ha captado directamente lo que yo pensaba. ¡Lee en mi cerebro!

—No tiene mérito alguno —comenta—. Dada tu actividad mental, no es un trabajo excesivo.

—Bueno —concluye el Mog tomando mi declaración en su teclado de bolsillo—. Como el autor de la infracción a la ley sobre la Clasificación Selectiva no se ha identificado, usted debe pagar de inmediato la multa, por complicidad pasiva y negligencia culpable. Si desea presentar recurso, llevaré el juguete al Servicio de Litigios, que tomará las huellas que hay en el peluche e iniciará una investigación en…

—No, no, está bien —dice presurosa mi madre echándose el pelo hacia atrás.

Y ofrece su cabeza al responsable de la basura, que dirige un miniescáner hacia el chip cerebral para cobrar la multa.

—Trescientos ludores cargados en cuenta dentro de veinticuatro horas —anuncia verificando la operación en su pantalla.

Me devuelve el oso recomendándome que tenga cuidado la próxima vez, y se va sin decir adiós.

—Bueno —puntúa mi madre, que vuelve hacia el pasma su rostro de inocencia perseguida—. Creo que todo está resuelto ahora: mi marido puede volver a casa.

—Le informarán de la duración de su detención —responde-—. Entretanto, le aconsejo que vigile a su hijo.

Nos observa a uno y otro, con un airecillo que se cree perspicaz. Sus ojos se achican mientras prosigue en tono dulzón:

—Es ya demasiado mayor para llevarse el osito al colegio, ¿no le parece? ¿Está usted segura de que no incuba una depresión nerviosa?

—No, no —se apresura mi madre—, se lo aseguro: es muy alegre, muy equilibrado, está lleno de energía y entusiasmo…

—Pase por esta vez —interrumpe él—. No haré un informe, pero que tenga cuidado. ¿Queda claro?

Ella le promete que yo estaré a la altura de su confianza, le desea una excelente velada y hace adiós con la mano mientras él sube al coche con las luces giratorias. Luego cierra la puerta y me suelta un terrible bofetón que me destornilla la cabeza.

—¿Pero te has vuelto loco o qué? Avisas a la policía por nada, vas al colegio con un juguete de bebé y lo pierdes, logras que encarcelen a tu padre y me cuestas trescientos ludores. ¿Crees acaso que no tengo ya bastantes problemas con el ganador de ayer que se echó bajo un coche apenas salido de mi despacho? Si muere, será culpa mía. ¿Cómo quieres que te mantenga, si pierdo mi empleo?

De buena gana le respondería que basta con que yo me suicide también para resolver el problema, pero siento que no es éste el momento de hacer bromas.

—¡Sube a tu habitación sin cenar! Mañana por la mañana tienes cita con el doctor Macrosi. El te hará adelgazar en un campamento, al otro extremo del país, y me libraré de ti, ¡así aprenderás!

Me dirijo a la escalera con la cabeza gacha. —¡Confiscado! —añade arrancándome de las manos al Profesor Pictone. Y luego cambia de opinión; frunciendo la nariz, me lo echa a la cara.

—¡Primero lávalo, es un verdadero asco! Y te prohíbo que lo tires, ni siquiera en un contenedor azul: es un regalo de tu pobre abuela, por si lo has olvidado.

Su voz se ha quebrado al decir las últimas palabras. Subo los peldaños. No, no lo he olvidado. Cuestión de caracteres, su madre era peor aún. Cuando murió, reciclaron su chip en el transformador del centro comercial, a un extremo de la calle, y mi padre dice que sigue sobrecargada: cada vez que vamos, se le va la olla.

—Podrías, tal vez, pensar en otra cosa, ¿no? —se enfada el oso—. ¿Crees que es hora de ir a comprar? Y ni hablar de esa historia de mandarte a un campamento de adelgazamiento. Tienes otras prioridades. ¡Y tenme derecho! Me siento mal. ¡Qué arpía, tu madre! ¿No podía callarse de una vez? Yo no era consciente de que olía a basura y, ahora, siento náuseas. Ponme perfume.

Entro en mi habitación, lo dejo caer y me echo en la cama. Con la nariz en la almohada, intento poner orden en mi cabeza. Tal vez lo he hecho todo mal. He querido librarme del profesor Pictone, si bien es posible que sea mi único aliado.

—¡Ya era hora! —dice triunfante—. Por fin evalúas la energía que malgastas intentando despedir a tu ángel custodio. Puedo evitarte la cura en un campamento, Thomas, pero va a ser un toma y daca. Tu libertad a cambio de nuestra colaboración. Plena y completa. ¿De acuerdo?

—¿Y mi padre, seguirá en prisión?

—No leo el porvenir, Thomas. Todavía no en todo caso, pero ya has visto que he progresado desde ayer. Morir es como un nacimiento, pero acelerado. Se dan los primeros pasos, se asimilan, se aprende a comunicar y se desarrollan las facultades mentales en función de los problemas encontrados. Carezco de elementos de comparación, pero encuentro que me las arreglo bastante bien para ser un fantasma de veinticuatro horas.

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