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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (9 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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—Compruebo que, para el señor Thomas Drimm, los animales de peluche son un campo de investigación más interesante que la antimateria —perora aquel vejestorio poniendo por testigo a la clase—. Tres horas de castigo.

Aprieto las rodillas contra mi mochila, con deseos de asesinato.

—¡Ábreme, me ahogo!

—Y un huevo —digo entre dientes, acentuando la presión de mis pantorrillas.

—Así pues —prosigue la señorita Brott—, el gran invento de Leo Pictone fue el Escudo de Antimateria que protege el territorio nacional contra cualquier ataque aéreo. Imaginemos que el enemigo nos lanza una bomba de hidrógeno: cuando las moléculas de ese hidrógeno encuentran el antihidrógeno satelizado en el Escudo, se produce la colisión entre la materia y su contrario, el misil se desintegra y estamos a salvo.

—¡Qué bobada! —suspira el oso a través de la tela de la mochila—. Estaríais todos muertos. Un gramo de antimateria que entra en colisión con un gramo de la materia correspondiente, Thomas, produce una explosión mil veces más fuerte que la fisión nuclear. Es el otro efecto teórico de su encuentro que yo desarrollé. Cuando un antiprotón y un protón se acercan, o se anulan y la cosa estalla, o desvían su trayectoria. Y, gracias al pictonium, conseguí invertir esta trayectoria.

—¿Hay alguna pregunta? —se informa la señorita Brott.

—No, pero hay respuestas. Puesto que desea rendirme homenaje, dile que el principio de mi Escudo era devolver el misil al lugar de donde procedía, punto y final. Pero todo eso es sólo propaganda. Nunca ha habido guerra y nunca hemos destruido al resto del mundo desviando misiles, puesto que nunca nos los han lanzado.

Ante semejante enormidad, me rebelo entre dientes:

—Chochea usted, de acuerdo, pero cálmese. Afortunadamente no estamos en clase de historia…

—Mi Escudo sirve para otra cosa, Thomas, es lo que intento decirte desde ayer.

—¡Pero cierre la boca! ¡Estoy harto de que se fijen en mí!

—El enemigo del que, al parecer, debe protegernos el Escudo, chiquillo, no es el mundo exterior, es el mundo invisible. Lo que el Escudo desvía, no son misiles, ¡son ondas!

—¡Thomas Drimm, en pie! —suelta la señorita Brott—. En vez de hablar a solas, repita lo que acabo de decir.

—Una burrada —responde el oso—. Suéltale la verdadera fórmula: Ph = Pn x 10
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bax.

Lo suelto. La profe palidece.

—No sólo no me escucha sino que, además, inventa fórmulas y unidades de medida. ¡Fuera! ¡Vaya a ver al CPE! Eso le enseñará a no decir tonterías.

Recojo mis cosas y salgo a toda prisa de la sala.

—¿Está contento ahora? —digo dando un golpe con la mochila en la pared.

—¡Es vergonzoso confiar los alumnos a semejantes nulidades!

—Eso se denomina la cartilla escolar: se atribuyen los más nulos a los menos buenos. Por su culpa va a soltarme otro cero, y me expulsarán a un colegio peor aún. ¡Eso es!

—No te preocupes: aquí estoy yo.

—¡No por mucho tiempo!

Al pasar bajo el cobertizo del patio, veo al consejero principal de Educación atado a su silla por otros tres alumnos expulsados de sus clases, que lo amordazan y empiezan a pintarlo de verde. Acelero hasta la verja del colegio, que el conserje cierra ya para evitar que la derriben, y cruzo dirigiéndome a la estación del metro.

—¿Thomas? ¿Adónde vas?

—A su casa.

—No vas a empezar de nuevo, ¿verdad? —se enoja el oso-—. Dado lo que acabo de oír, el estado de las mentalidades y el nivel intelectual de mis contemporáneos son peores aún de lo que imaginaba. Ha llegado la hora de que tú y yo restablezcamos la verdad.

—¡No vamos a hacer nada juntos! ¡Usted no tiene mi edad!

—¿Qué significa eso?

—¿Ha visto la cara de mis compañeros, cuando ha salido usted de mi mochila? ¿Qué aspecto tengo ahora? El de un retrasado agarrado a su pelele.

—Te bastaba con dejarme en tu habitación y trabajar conmigo al regresar…

—Nunca trabajaré con usted, ¿queda claro? Usted no existe, no comprendo nada de lo que dice y me han caído tres horas de castigo por su culpa. De modo que ¡basta ya!

Y, mientras bajo las escaleras del metro, me pongo los auriculares para ahogar la voz del viejo con una música de jóvenes.

15

Cuando llego a la estación Presidente-Narkos-III, me quito los auriculares con la cabeza atiborrada por las cantantes de moda que, para demostrar que tengo la edad que tengo, me obligo a que me gusten. Sorprendido, escucho un llanto en mi mochila. Abro la tapa, consternado de antemano.

—Llévame contigo, Thomas, te lo suplico —temblequea la voz del viejo en su peluche, volviendo hacia mí sus ojos de plástico.

Aprieto los dientes para no dejarme conmover. Ya no puedo enternecerme. Añade:

—Eres el único que puede salvar a la humanidad.

—No vale la pena que me halague. Yo me paso a la humanidad por el forro.

—Haces mal. Hay un terrible problema con mis chips, Thomas. He obtenido la confirmación desde que estoy muerto.

—¿Pero no va a descansar nunca en paz, aunque sea un poco?

Mueve la cabeza a ras de mochila, en el pasillo del metro.

—Escúchame bien: las células del cerebro entran en conexión con el chip, ya lo sabíamos; intercambian constantemente informaciones por ondas electromagnéticas. ¿Me sigues? Sus memorias se interpenetran… Pero hay algo peor.

—¿Qué más?

—El alma, Thomas. El espíritu, lo que queda de nosotros cuando estamos muertos. Cuando se recicla el chip en los convertidores de energía, se bloquea el alma. En vez de dispersarse para unirse al mundo espiritual y proseguir la ley de la evolución reencarnándose, el alma permanece en actividad energética en la Tierra, para fabricar corriente, carburante, antimateria…

—Pues bueno, mejor así: sirve de algo.

—¡No lo comprendes! No se recicla sólo la energía. Todo lo que ha compuesto un ser humano, su proyecto, sus emociones, su memoria, permanece prisionero de la materia, porque el funcionamiento electromagnético del cerebro prosigue. Es como si no hubiera más muertos en la Tierra: sólo comatosos que sobreviven artificialmente.

—Explíqueselo a su viuda.

—¡Pero si a ella le importa un bledo! No me cree.

—Tampoco yo le creo. Inventa cualquier cosa para seguir en mi oso. Pues bien, ha ganado: quédeselo, se lo regalo.

—¿Pero eres tonto, o qué? ¡No voy a pasarme la eternidad en este peluche tóxico! El principio mismo de la vida es el intercambio. El intercambio entre las especies, entre lo visible y lo invisible, entre los muertos y los vivos. Pues bien, ya no hay intercambio, no hay comunicación posible. Probablemente hoy soy el único fantasma en la Tierra. ¡La única alma capaz de expresarse, Thomas! ¡Gracias a ti! Si hubieran recuperado mi chip, nunca habría podido ponerme en contacto contigo, no habría podido evolucionar…

—Pues bueno, suba al cielo, vaya a evolucionar y déjeme en paz.

—¡No puedo! Aunque el chip se escape del convertidor de energía, el Escudo de Antimateria marcha en los dos sentidos, Thomas. Impide a las almas abandonar la atracción terrestre, así como impide a los desencarnados del más allá ayudarnos reencarnándose.

Suelto un suspiro abrumado mientras subo a la calle. Me encuentro en una larga avenida limpia, donde los grandes arboles rodean casas de ensueño. Intento orientarme mientras e sigue agitando sus patas, con vehemencia.

—Si ya no hay reencarnación, no hay nacimiento, no hay evolución, no hay proyecto. Y es una catástrofe por ambos la-Jos: si el más allá no es alimentado por el regreso de las almas, pierde su energía y su razón de ser. ¿Comprendes?

—Perfectamente: ¡vaya a alimentarlo! —digo hundiéndolo de nuevo en la mochila para evitar que los viandantes vean como se agita.

—¿Lo haces adrede? Te repito por enésima vez que no puedo abandonar vuestro mundo, a causa del Escudo de Antimateria. ¡Ese es el drama de mi invento! En cuanto un fotón se acerca, el pictonium crea de inmediato un antifotón que lo rechaza. Ahora bien, son los fotones los que vehiculan nuestra conciencia después de la muerte. Si no me ayudas a destruir el Escudo para liberar las almas prisioneras de sus chips, Thomas, la especie humana va a desaparecer.

—No veo en qué me afecta eso.

—Eres un ser humano, ¿no?

—Soy un adolescente. Arrégleselas con los adultos. Vamos, adiós.

He llegado ante el 114 de la avenida del Presidente-Narkos III. Una hermosa casa de cristal y madera rubia.

—Es muy guay, su casa. Comparada con la mía, no hay color: estará usted cien veces mejor.

—No me abandones, Thomas, eres el único que puede hacer que estalle la verdad. Revelar al mundo todo lo que he descubierto. Es absolutamente necesario que seas mi portavoz.

—De todos modos, nadie me escucharía.

—¿Y crees que mi mujer va a escucharte? ¿Realmente crees que va a reconocerme?

Dudo en llamar. En la puerta de entrada hay una gran ra-nura de plata para echar el correo.

Mientras vivía, tampoco me tomaba en serio. Ése es su problema. Buena suerte.

Aplano su cabeza y la meto por la rendija. Se atasca. Fuerzo.

—¡Basta! —aulla debatiéndose—. ¡Al ladrón!

—¡Cierra el pico! No te estoy robando, te estoy devolviendo.

Unos viandates me miran, sorprendidos, mientras me empeño en hacer entrar mi juguete en el buzón. Les sonrío, con naturalidad, como si lo hiciera todos los días. He conseguido introducir una oreja y la mitad del cráneo cuando la puerta de pronto se abre. El oso se queda en mis manos.

—¿Qué ocurre?

Una anciana alta de cabello azul me contempla, crispada sobre un bastón, con aspecto maligno, bata gris oscuro y pantuflas a cuadros. Compongo un rostro tranquilizador de primero de la clase.

—Buenos días, señora, encantado, ¿es usted la señora Pictone?

Asiente con un movimiento desconfiado.

—Perdone que la moleste, pero le devuelvo a su marido.

—¿Léonard? —exclama de inmediato soltando el bastón—. ¿Dónde está?

Busca a su alrededor, dividida entre la esperanza y la angustia.

—Hele aquí.

Se vuelve hacia mí, baja los ojos. Le tiendo el peluche. Ella abre la boca con el mentón tembloroso, deforma sus labios en un rictus de odio.

—¿Y tienes la cara dura de hacer semejante broma? ¡Mocoso de mierda!

—No es una broma, señora, se lo juro. Dígaselo, profesor.

Pongo el oso ante el rostro de su viuda. Silencio. Lo sacudo para incitarle a confirmar su identidad.

—¡Pero dígale quién es usted, vamos! No hay razón para que ella no le escuche: ¡a fin de cuentas es su mujer!

Los labios del peluche permanecen cerrados y la mirada de plástico perfectamente neutra.

—Lárgate o llamo a la policía, ¡gamberro!

—¡Pero quédeselo, al menos! —digo tendiéndole el oso, y añado, penosamente—: Es un regalo.

¡Plaf! Nos ha cerrado la puerta en las narices.

—Ya te he dicho que no te creería —triunfa el otro—. Además, ya has visto su jeta. Me he pasado la vida intentando escapar de ese dragón, no caeré de nuevo en sus manos a título póstumo. Te he elegido a ti, chiquillo, con conocimiento de causa. Y no podrás librarte de mí.

Una enorme cólera estalla entonces en mi pecho. Vuelvo la espalda a la casa y cruzo la avenida.

—Ya era hora —se alegra el oso, cabeza abajo—. Volvamos a tu casa y pongámonos a trabajar.

—Yo regreso a mi casa; tú te quedas aquí.

Con los dedos crispados sobre la gomaespuma de su pata trasera, corro hacia la basura.

—Thomas… ¿No hablas en serio?

—Descansa en paz.

Levanto la tapa de un contenedor, lo arrojo al interior y sigo mi camino.

16

—¡Thomas, no me abandones! —aulla cada vez con menos fuerza la voz del profesor Pictone, ahogada por el encofrado de plástico—. ¡Cabrón!

Ya lo sé. Pero no tengo otra opción, y es un favor que le hago. Las moléculas químicas del peluche le han vuelto absolutamente tarado; cuando el camión de la basura lo aplaste, su espíritu será liberado de la materia que lo contamina. Y ya está. Porque toda esa historia de chips que impiden a los muertos ser fantasmas normales es tan sólo una proyección de su propia situación. Soy hijo de psicóloga y a mí no me la juegan.

A fin de cuentas es como yo, con mi problema de peso. Me siento un fardo para mi madre, dado que si yo no existiera ella tendría derecho a divorciarse; bastante me lo ha repetido. Entonces, inconscientemente, engordo para devolverle la imagen que tiene de mí. Culpabilidad ponderal, se llama eso. Y a Leo Pictone le pasa lo mismo, en otro género de cosas: se siente cada vez más incorporado al oso cuyas moléculas ha okupado, entonces se dice que todos los muertos del mundo son también prisioneros de la materia; así se siente menos solo. Y, al querer liberarlos, consigue creer que todavía es útil. Pienso que he elegido la mejor solución, vamos, para el reposo de su alma. De lo contrario, habría seguido arruinándome la vida en vez de hacer su duelo.

Vuelvo a bajar al metro, con la conciencia tranquila pero con el corazón en un puño. No lo esperaba, no creía que iba a sentir pena. Nos acostumbramos a las cosas enseguida, ¡es una barbaridad! Mi mochila no parece ya la misma, sin el profesor Pictone. Imagino mi habitación, mi armario, la cuerda de tender en mi ducha… De pronto, su ausencia se me hace pesada. No creo que lo añore personalmente, era realmente una lata, pero sé que lo echo en falta. Tenía un secreto, algo sólo mío que me hacía diferente a los demás e importante para mí mismo. Ahora, mi secreto acabará incinerado en el vertedero público y ya sólo seré un adolescente como los demás, con sus problemas de familia, sus torturas en la escuela y sus kilos extras. Me siento vacío. Huérfano. Como si hubiera perdido una parte de mí mismo.

Cuando llego a la estación del colegio, dudo en regresar en la otra dirección y, luego, subo a la calle. Lo hecho, hecho está. Tal vez mi realidad no sea muy divertida, pero es preciso que vuelva a ser real, de lo contrario voy a sentirme incluso menos integrado que antes. Un peluche es un peluche, un muerto es un muerto, los osos no hablan, y la vida continúa. Dentro de tres meses, haré que me enchipen como todo el mundo, ganaré al juego para demostrar que soy inteligente y digno de vivir. Y almacenaré un montón de energía en mi chip, influyendo mentalmente en las máquinas tragaperras, así alimentaré a mi país en combustible tras mi fallecimiento, para merecer haber vivido. Y eso es todo. Es la moral que me enseñaron desde que nací. No tengo otro norte, no tengo otra opción posible, salvo rebelarme como mi padre convirtiéndome en una ruina.

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