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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (6 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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Empiezo a copiar las señas de su administración cuando me detengo, de pronto, con un retortijón. No tengo derecho a hacerlo. No puedo librarme a ciegas del profesor. Tengo con él una deuda, tiene razón. La única solución es la que se me ha ocurrido en primer lugar: devolverlo a su familia, para tranquilizarla y para que se encargue de él. Porque él mismo lo ha dicho: en cuanto los suyos sepan que ha muerto, podrán captar su espíritu. De ese modo bastará con que anoten sus cálculos y le fabriquen el cañón: eso es cosa suya. Pero si se les ocurre amenazar con denunciarme a la policía por asesino, yo les amenazo con denunciarlos por terroristas que quieren hacer un agujero en el Escudo de Antimateria. Y ya está.

De pronto, la cosa va mucho mejor. Gracias a esta idea del chantaje, me siento de nuevo en paz con mi conciencia. El único problema es encontrar la casa del profesor. Lo lógico es que viva en Ludiland, no muy lejos de la playa y el casino, puesto que había salido a pasear a pie y, a su edad, no se corre un maratón. Pero la perspectiva de andar de puerta en puerta con mi oso, preguntando a la gente si son de la familia, no me entusiasma demasiado.

Y de repente, se hace la luz. ¡Un libro! ¡Pictone escribió un libro! Y mi padre dice que lo censuró: debe de tener su ficha en alguna parte. Cliqueo en las carpetas confidenciales «Robert Drimm». La pantalla me pide la contraseña. ¡Ay! Al azar, utilizo mi nombre. Nada. El nombre de mi cometa. Nada tampoco. Mi fecha de nacimiento. ¡Bingo! Pido la lista de libros censurados, selecciono el listado por nombres de autor y entro en Pictone Léo.

La página consagrada a mi víctima se abre de inmediato. He dado en el blanco: su dirección consta entre sus diplomas y sus enfermedades. Avenida del Presidente-Narkos-III, n.° 114, Ludiland. Por curiosidad, hago desfilar la ficha de lectura. Y lo que descubro me hiela el corazón.

9

Tema del libro:
Inventor del chip cerebral y del Escudo de Antimateria, Léo Pictone ha querido poner en guardia al público contra los perversos efectos de sus inventos, al tiempo que acusa a Boris Vigor, ministro de Energía, de habérselos robado
.

Razones objetivas de la censura:
Difamación, paranoia, divulgación de secretos de Estado, atentado contra el orden público, la seguridad nacional y el bienestar de la población
.

Razones oficiales:
Chochez
.

Decisión del Comité:
Prohibición total de publicar y conservar el libro. Sin acciones judiciales para evitar publicidad. Con el fin de incitarle al silencio, el autor será condecorado con la Gran Rueda del Mérito Científico, con jubilación aumentada y garantía de exequias nacionales
.

Apago el ordenador, a disgusto, y vuelvo a mi habitación sin hacer ruido. Tengo ahora en la cabeza un nuevo sentimiento y la cosa no me conviene en absoluto. Creo que es una especie de solidaridad. Hicieron callar a Leo Pictone por propio interés, porque decía la verdad; quieren exiliarme por mi bien en un campo de desnutrición, porque estoy demasiado gordo. Es de risa cómo podemos parecernos, en los dos extremos de la sociedad. Soy pobre, él es rico; soy joven, él es viejo; estoy vivo, él está muerto. Y, sin embargo, me identifico con él.

En el botiquín del cuarto de baño, entre las aspirinas y el jarabe para la tos, lo encuentro atrapado en la posición en que lo dejé hace un rato, con la grabadora entre las patas. Susurro: —¿Y entonces?

—No lo consigo —suspira—. Mi voz no se graba.

Lo miro, molesto. Tiene razón: el testigo rojo de la grabación automática se ha encendido cuando he murmurado «¿Y entonces?», y se ha apagado cuando él me ha respondido. De hecho, es bastante normal. Yo oigo sus palabras porque pienso en el profesor Pictone con remordimiento, pero al magnetófono, en cambio, le importa un pimiento.

—Realmente estoy solo —dice.

Abro la boca para protestar, por pura cortesía, y de pronto veo algo que detiene las palabras en mi garganta. Una lágrima está brotando de su ojo de plástico y zigzaguea entre los pelos por los que se deja absorber.

—¿Cómo lo hace?

—¿Cómo hago qué?

—Para fabricar líquido. En el peluche no hay.

—¿He hecho pipí? —se asusta.

—No, está llorando.

Aparta la cabeza con una expresión de angustia en su peludo hocico, una mezcla de impotencia y dignidad. Repito, un poco más amablemente:

—¿Cómo lo hace?

—No lo sé, Thomas. Es el sentimiento de tristeza que ha debido de materializar una lágrima, rompiendo moléculas de hidrógeno para que te compadezcas de mí. ¡Qué cabronada, la muerte! Qué humillación… Nunca, en toda mi vida, habría permitido que un chiquillo me viera llorar. Vamos, lárgate, cierra esta puerta y ve a acostarte.

—Si realmente es importante para usted, bueno, acepto tomar unas notas…

—¡No tengo ganas ahora! ¡He dicho que te vayas a dormir! ¡Y deja de compadecerte de mí: me da asco!

Obedezco. Para darle moral, sin la menor piedad e incluso con una pizca de sadismo, tomo un pedazo de papel higiénico y le aconsejo, secando sus lágrimas salidas de ninguna parte, que duerma en su camita como un osito bueno.

Histérico, me da en un ojo con la pata. Por reflejo, lo agarro de una oreja y lo tiro a la taza. Vacilo un segundo si tirar o no de la cadena. Luego lo saco de allí y, confuso, le pido perdón. Añado que le pondré perfume, mañana por la mañana, antes de llevarlo a su casa.

—¿A mi casa? ¿Pero has perdido la cabeza? Me he pasado la vida intentando escapar de esa familia de imbéciles; no quiero pasarme la muerte como un estúpido en el parque de los juguetes de mis nietos.

—¡Deje ya de ser egoísta! Hay que tranquilizarlos…

—¿Tranquilizarlos de qué? ¿Te parece que va a parecerles tranquilizador el abuelo convertido en peluche-escobilla? Además, los he arruinado con mis investigaciones, aunque no sepan todavía hasta qué punto. Prefiero no estar allí cuando abran mi testamento: como herencia tienen sólo deudas.

—De todos modos, usted es mi oso: yo decido qué voy a hacer con usted.

—¡Tú no decides nada en absoluto! ¡Eres un menor y yo soy tu ángel custodio!

A guisa de respuesta, lo escurro sobre el plato de la ducha. Luego lo cuelgo con una pinza para la ropa en la cuerda donde penden mis calcetines, y regreso a mi habitación deseándole un buen secado.

De hecho, estoy muerto de cansancio.

Sólo tengo ganas de una cosa: apagarme como una luz para olvidar todo lo que ha ocurrido desde esta tarde. El drama, el remordimiento, las consecuencias… Dormir. Cerrar los ojos como quien tira de la cadena.

Evidentemente, por aquel entonces, yo ignoraba aún lo que ocurría durante mi sueño. No podía saber cómo, ni dónde, ni por qué partía de viaje fuera de mi cuerpo, cada noche. No sospechaba que esos sueños, que por la mañana no me dejaban más recuerdos que un vago malestar y un hambre de lobo, eran en realidad un veneno mortal…

10

Ministerio del Azar, 23.30 h

En la gran sala azul celeste del tercer sótano, el ministro de Energía acaba de llegar, con el pelo rojizo despeinado, la cazadora abierta sobre sus estremecidos pectorales. La célula de crisis está reunida desde hace ya una hora, pero Boris Vigor tenía su entrenamiento para el campeonato del día siguiente, y sólo se ha enterado de la desaparición de Léo Pictone al salir del vestuario.

—Bueno, ¿qué hay de nuevo? —suelta con su tono dinámico al sentarse en la mesa oval, entre consejeros que se han levantado cuando ha entrado, en un impulso espontáneo en el que se mezclan el servilismo político y el fervor del partidario. El ministro del Azar, un tipo alto, calvo, rígido y puntiagudo como un mondadientes, responde con cara de pito que el chip de Léo Pictone ha dejado de emitir.

—¡Ha muerto, entonces! —se alegra el ministro de Energía

—Si hubiera muerto, Boris, el chip emitiría la señal de muerte.

—¡Ah, caramba, es cierto!

Los consejeros bajan la mirada, pudorosos. A pesar de las dosis masivas de dopaje intelectual a las que se somete al ministro de Energía para que dé el pego, demuestra su naturaleza de bruto en cuanto pronuncia una frase sin leerla en un pronter. Pero es el héroe nacional y la gente sólo lo ve hablar en la tele, donde dice cuidadosamente lo que le escriben, de modo que la cosa no es demasiado grave. En los partidos de man-ball, cuando rueda hecho una bola de cifra en cifra hasta la casilla ganadora, está tan concentrado en el primer plano que lo creen genial. La inteligencia del juego.

El ministro del Azar aparta de su colega una mirada amarga. A él no lo aplauden por la calle; sería del todo transparente si no fuera el tercer personaje del Estado. Y aun así, por muy ministro que sea, por mucho que se vista siempre igual, nunca lo reconocen.

—Pensamos —articula con lentitud— que Léo Pictone ha encontrado un modo de neutralizar su chip.

—¿Cómo es posible? —se extraña Boris Vigor, que se apropió del invento del profesor sin nunca comprenderlo muy bien.

Un consejero científico levanta la mano para pedir la palabra. Se la dan.

—Seis minutos después de la muerte cerebral, señor ministro, nuestro chip se encuentra en ruptura de alimentación neuroeléctrica y se dispara la señal de alerta en los captores del Servicio de Deschipado. Gracias a ello se localiza el cadáver y los deschipadores sólo tienen que ir a quitar el chip al difunto para integrarlo en un convertidor de energía.

—¿Por qué seis minutos? —se pregunta Boris Vigor, que no ha escuchado la continuación.

—Porque la actividad eléctrica del cerebro no cesa inmediatamente después de la parada cardíaca, señor ministro.

—Ah, sí, claro. ¿Y qué ocurre, entonces, seis minutos después?

Dócil, el consejero repite lo que ha dicho anteriormente, mientras el ministro del Azar, con los ojos clavados en el techo, pasa un platito de cacahuetes a sus vecinos. Boris Vigor deja de escuchar para reflexionar, perplejo, frunce el ceño, pregunta:

—Pero, si está muerto, ¿por qué su chip no ha emitido la señal de muerte?

—Dos hipótesis: la extracción o la presión.

Todas las miradas se clavan en el joven de ojos verdes que acaba de hablar, de pie junto a la falsa ventana. Olivier Nox es el PDG, presidente director general, de Nox-Noctis, la empresa que fabrica, implanta y recupera los chips cerebrales. No se sabe gran cosa de él, salvo que es un amigo de la familia presidencial, que su influencia es muy grande, que no sale nunca por la tele y que su hermanastra, Lily Noctis, a la que se ve en todas las revistas rosas, ha sido elegida por tercera vez la Mujer de Negocios más sexy del año.

—Precise, señor Nox.

—O Léo Pictone ha conseguido extraer el chip de su caja craneal sin disparar la señal de efracción, es decir, habiendo encontrado el medio de enmarañar su frecuencia para neutralizar nuestro sistema de vigilancia. O está muerto y su cadáver ha estado sumergido a profundidad durante los seis minutos siguientes a su fallecimiento.

—¿Por qué? —se sobresalta Vigor.

—Porque sólo la presión del agua sobre la caja craneal puede impedir al chip difundir la señal de alarma.

—Hum, hum —puntúa el ministro de Energía interceptando el platito de cacahuetes.

—Por esta razón —recuerda Olivier Nox— prohibimos bañarse y practicar deportes náuticos, e hicimos obligatorio que todos nuestros marinos llevaran chaleco salvavidas.

—¿Pero bor qué cheis minutos? —insiste Boris Vigor, con la boca llena.

Sin dignarse repetirlo, Olivier Nox prosigue dirigiéndose a los demás:

—Si Pictone se hubiera ahogado accidentalmente al caer al agua, las frecuencias de pánico cerebral habrían sido captadas por nuestros detectores. De modo que, una de dos. O es un suicidio con premeditación: un tiro en la cabeza a bordo de un barco y un bloque de cemento atado a los tobillos. O lo han matado por sorpresa y su asesino ha arrojado de inmediato su cuerpo, lastrado, al fondo del mar.

Se oye a los consejeros, que tragan en silencio.

—¿Dónde? —reanuda el ministro de Energía, que aguarda la continuación.

—No tengo otra hipótesis —le recuerda Olivier Nox—. En ambos casos, se trata de un acto muy madurado, destinado a impedirnos recuperar su chip.

—¿Qué significa eso? —suelta con tono rígido el ministro del Azar.

—Significa que tienen ustedes un problema, caballeros. Les recuerdo que Leo Pictone se había metido en la cabeza perforar el Escudo de Antimateria, para destruir nuestra civilización con la pretensión de salvarla.

—Porque chocheaba —minimiza Vigor—. Es normal a su edad. Si ha muerto, estamos tranquilos.

—Le recuerdo también —prosigue Olivier Nox con infinita paciencia— que, mientras no hayamos retirado el chip del cerebro de Pictone, su alma está libre.

—¿Libre? —se asusta Boris Vigor.

—Y su proyecto prosigue. Si consigue entrar en contacto con un ser vivo, transmitirle su obsesión y sus conocimientos… será el fin de nuestro mundo.

El silencio ha caído como una losa sobre la mesa de reunión.

—¡Draguen el mar! —ordena bruscamente Jack Hermak, el ministro de Seguridad, un enano con bigotes al que no habían oído aún, demasiado ocupado escuchando por su pinganillo los informes de los servicios de policía—. Busquen el cuerpo del viejo a lo largo de las costas de Ludiland y en mar abierto, en función de las corrientes.

—¡Perfecto! —comenta Boris Vigor, dejando caer sobre la mesa una poderosa mano que hace brotar de la jarra un surtidor de naranjada—. Por lo que a mí se refiere, como ministro de Energía…

Se interrumpe, falto de ideas, buscando maquinalmente a su alrededor la pantalla de un pronter.

—¿Sí? —lo alienta el ministro del Azar, con una dulzona sonrisa.

—… Son las doce menos veinte —concluye Boris. —En efecto. La hora es grave.

—No exageremos —replica él—, hasta ahora todo va bien. Nos estamos metiendo miedo con unos «si», eso es todo. Dicho eso, si no me largo a acostarme, ahora, mañana perderé el partido.

—¡Oh, no! —protestan al unísono los consejeros que han apostado por él.

—No me perdonaría si perturbara su forma física, mi querido Boris —prosigue amablemente Olivier Nox—, pero sospechamos que el «contacto» se ha producido ya.

—Pschuuuh —suspira el ministro de Energía hinchando los mofletes entre sus manos, con los codos en la mesa.

—La situación es en efecto preocupante —traduce el ministro de Seguridad—. A las 22.40, alguien ha llamado al Servicio de Personas Desaparecidas: el número especial que se ha dado en las informaciones para quienes hubieran visto a Pictone.

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