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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (2 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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—¡OK, David! ¡Buena mar!

—¡Y tú que lo digas! ¡Hasta luego, Thomas!

Atrapa el cabo, le da unas vueltas y lo bloquea en una cornamusa, luego pone en marcha el motor. Yo contemplo los cordeles de XR9 deslizándose por el agua. La embarcación sale del puerto. Vuelvo corriendo hacia el cuerpo el viejo, para dirigirle una oración por la salvación de su chisme, ya no sé cómo se llama, ah, sí, su alma. Esa clase de holograma invisible que se escapa del cadáver para ir a probar suerte en el cielo, como explicó mi profe de física.

No sé si la gente oye aún después de la muerte, o si el sonido se corta. En la duda, le deseo buen viaje. Siento mucho lo que he hecho, sobre todo por las personas de su familia, pero por otro lado, gracias a mí se ahorrarán el entierro. Y además, así mantendrán la esperanza de encontrarlo vivo. Se pensarán que es una fuga.

Los cordeles se tensan y el cuerpo se desliza por la arena, entra en el agua. Se hunde, de ola en ola. Lo sigo con la mirada hasta que desaparece. Pienso que al cabo de un rato, con la resistencia del agua y la ley de la Presión, el peso de su cuerpo cortará los cordeles de nailon. En todo caso, es lo que aprendí en el colegio. Si alguna vez, algún día, descubren su cadáver, pensarán que es un suicidio, por lo de las piedras en los bolsillos. Todo va bien. En fin, no, es un completo horror, me he convertido en un asesino premeditado a toro pasado, pero nadie más lo sabrá y, de todos modos, no me quedaba otra solución.

Resumiendo, yo creía que el drama estaba a mis espaldas. en realidad, apenas acababa de comenzar.

3

Con la espalda encorvada, regreso hacia el casino. De todos modos, no consigo creer lo que acabo de hacer. Y lo peor es que tengo la impresión de no haber hecho nada. Como si el viejo no hubiera muerto, como si su cuerpo no hubiese desaparecido arrastrado por un barco de pesca, con guijarros en los bolsillos. De hecho, la única realidad que crece como una bola en mi garganta es que he mutilado mi cometa. Mi compañera, mi hermana de viento. Enterrada bajo el pontón, con la sangre del viejo. Me veré obligado a contar que una ráfaga me la ha arrancado de las manos y que se ha largado por el espacio. Tal vez mi padre quiera comprarme una por mi cumpleaños. Pero faltan tres meses y mi madre dirá que, a los trece años, soy demasiado mayor.

Con la moral por debajo de cero, subo los peldaños del casino. El fisonomista que custodia la gran puerta giratoria me sonríe con un guiño y despeina mi pelo empapado. Un fisonomista es un tipo que reconoce a los tramposos y les impide entrar. Además, en su chapa se lee «Fiso». Como cuando escriben «Cuidado con el perro» en un portal. Aprecio al fisonomista, porque ha perdido la memoria y finge acordarse de cada persona para conservar el curro. De modo que, en la duda, sonríe a todo el mundo. Para él es menos grave que lo contrario. Si por error deja entrar a un tramposo, el tramposo no irá a quejarse a la dirección.

—¡Salud, Fiso! —le suelto como si fuera un domingo ordinario, como si no hubiese asesinado a nadie.

—Me alegro de verle —me responde como a todo el mundo.

Es una mierda lo que le ha pasado. Es una enfermedad que se llama Alzheimer, por el nombre de su fundador. Las cañerías, que ya no encajan bien en el cerebro. Es algo que no se cura, se elimina. En el último estadio de la enfermedad, Fiso no recordará siquiera que está enfermo, entonces se olvidará de ocultarlo, hará que lo descubran y lo meterán en uno de esos depósitos para seres humanos donde, si nadie viene a reclamarte, te deshuesan para utilizar las piezas de recambio. Es el tipo de cosas que me cuenta mi padre, por la noche, antes de que me duerma. La faz oculta de la sociedad, omo él dice. La que sólo se ve con una copa encima.

Subo lentamente la gran escalinata de mármol decorada con una gruesa alfombra roja donde desaparece la arena. A cada lado, en el extremo de los peldaños, la gente se detiene ante los lectores de chips, y mete la cabeza en un rayo para conocer su saldo. Ése es el mayor progreso de la sociedad. La faz visible. A los trece años, edad de la mayoría cerebral, a cada individuo le implantan un chip en el cerebro. De ese modo se integra en la sociedad. Es obligatorio para todo el mundo, eso permite a los escáneres de la policía, de la banca, de la Educación, de las agencias de empleo y de los hospitales acceder sin pérdida de tiempo al expediente de cada cual. Y eso evita que re roben el dinero o la tarjeta de crédito, los medios de pago que existían antaño. Si algún carterista te corta la cabeza para utilizar tu chip, una medida de seguridad notifica de inmediato tu número de identificación, de dieciséis cifras, y tu cuenta queda bloqueada: no corres ningún riesgo.

Desde la ley sobre la Igualdad de Oportunidades, a cada uno se le da el mismo crédito de partida. Todos somos iguales ante el juego, está escrito en la Constitución de los Estados Únicos. Las máquinas tragaperras alimentan las cajas de la Seguridad social y de la Asistencia a la pobreza, y se debe pasar allí por lo menos ocho horas semanales so pena de multa en caso de control de los chips. El mundo está bien hecho, vamos. En todo caso, parece que antes era peor.

Dentro de tres meses, me llegará el turno de que me enchipen. Me alegro mucho, como suele decirse. Es uno de los cuatro acontecimientos principales de la vida, con la boda, la inseminación artificial y las exequias. Eso permite montar una gran fiesta, y recibes un montón de regalos. De hecho, el Enchipamiento ha sustituido a la Comunión, el Bar Mitzvah y las demás ceremonias de las religiones del pasado, que mi padre me enseña a hurtadillas para evitar, dice, que yo muera idiota como los demás. Que quede entre nosotros, no veo qué ventaja tiene eso. De todos modos, una vez que estás muerto el gobierno te deschipa, y todo lo que has ganado en el juego en tu vida regresa a la comunidad, puesto que el chip es reciclado como fuente de energía para producir corriente y hacer funcionar las máquinas. entonces, muramos idiotas o no, hemos cumplido nuestro deber de ciudadanos y vamos al paraíso. Y ya está. No hay que darle vueltas a la cabeza, sobre todo cuando ves a mi padre. Cuando ves adónde lleva eso, la memoria de lo que ya no existe. Pero bueno. Es su problema. Tiene demasiada inteligencia y espero que no sea como el alcohol. Espero que no sea hereditario.

De hecho, tengo mis dudas. Cuando pasé como todo el mundo el test de descubrimiento de superdotados, en el colegio donde él es profe, me dijo al día siguiente algo que me gustó a medias: «Acabo de invertir el orden de las preguntas, en el programa de evaluación: aunque tus respuestas sean acertadas, ya no corresponderán». Algo sorprendido, le pregunté por qué había hecho eso. Murmuró apartando la mirada: «Nunca se es demasiado prudente. Con los tiempos que corren, es menos peligros ser un gilipollas».

De acuerdo, pero de todos modos, necesitaré un mínimo de agudeza, ahora, para anunciarle a mi madre, sin perturbarla demasiado, que acabo de asesinar a un viejo.

4

En la gran sala llena de
jingles
y de chisporroteos, me deslizo entre los jugadores que miran con aire concentrado las series de estrellas, plátanos, monos o pistolas que se forman ante sus ojos, rogando a la máquina que suelte algunas ganancias.

—Maestro del Juego que estás en los cielos, haz que caiga sobre las tres bombas —implora una dama poniendo en marcha los rodillos.

Antaño, al parecer, la gente iba a rezar en lugares gratuitos donde no ganaba nada. Se llamaban iglesias, templos, y otros nombres complicados que he olvidado. Las religiones del pasado han desaparecido, como no hay tampoco guerras: ya sólo queda el azar. Todo el mundo está obligado a creer en él, y a rezar para ganar.

La plegaria, nos lo enseñan en la escuela, es una energía que influye en la suerte. Quienes tienen más suerte en la vida son, pues, los mejores, y se les dan puestos de responsabilidad en la sociedad. A los dieciocho años, pasas el test de orientación: se hace el balance de tus ganancias en el juego y se calcula tu CPL, el coeficiente de potencia lúdica. Cuanto más alto es, más ganador eres y más jefe serás. Eso se llama la ludocracia y, al parecer, es el mejor sistema de gobierno. La prueba es que no existe otro.

—¡Germinator, dame los tres conejos azules! —suplica un caballero alto de rostro duro, suspirando bajo su uniforme de general de cuatro estrellas.

Los rodillos se detienen en un conejo verde y dos zanahorias. el hombre crispa las mandíbulas y apoya la frente en la máquina, desesperado. El problema de los generales, me explicó mi madre, es que pierden sus estrellas cuando han perdido demasiado en el juego. Normal: para garantizar la paz, no se puede confiar en los desdichados. Y como el juego es obligatorio, a menudo se ven forzados a hacer trampas. Entonces los fusilan.

Debo decir que ya no necesitamos generales, desde que ganamos la Guerra Preventiva. Somos el único país que queda en la Tierra, oficialmente. Y aunque algún día seamos atacados por extraterrestres, se destruirían solos en el Escudo de Antimateria que protege nuestro espacio aéreo. Ahora me extraña un poco que todavía haya gente que quiera ser general, pero eso se llama ambición social. Es una enfermedad que mi padre consiguió vencer gracias al alcohol. Por otro lado, me pregunto qué es peor, si el remedio o la enfermedad.

Sigo atravesando la sala grande del casino. normalmente, como menor sin chip, no tengo derecho a estar aquí. Pero las azafatas de control me dejan pasar con una sonrisa alentadora, pues a mi madre no le gusta que venga al lugar donde ella trabaja, y el personal la detesta. Como toda la gente desdichada, según lo que he comprendido de la vida, mi madre humilla a los que son más pequeños que ella, para poder arrastrarse ante los más grandes.

Dicho esto, a mí no me arruina la existencia por inferior. Se avergüenza de mí porque soy demasiado gordo para mi edad. La cosa se advierte menos en el lamentable suburbio donde vivimos, pero aquí los kilos son signos exteriores de pobreza, de mala suerte, y eso es malo para la imagen profesional de mi madre. Cuando te sientes bien contigo mismo permaneces delgado y tienes suerte: está escrito en la Constitución del país, se aprende de memoria en la escuela y por eso has de pagar una multa cuando seas mayor si te engordas.

Con el corazón en un puño, empujo la puerta «Reservado al personal». recorro el pasillo y entro en el despacho marcado «Nicole Drimm, dirección de Asistencia Psicológica».

Mi madre se levanta de un brinco y quita sus dedos de la mano del tipo sentado junto a ella. Lo conozco: es Anthony Burle, el inspector de Moralidad que ha enviado el Ministerio del Azar. viene todos los meses a controlar si mi madre hace bien su trabajo, si consuela con éxito a los que ganan mucho, si gracias a ella consiguen superar el terrible shock de haberse vuelto ricos de pronto, envidiados por todo el mundo, y si van a saber estar a la altura de su destino. Eso es la moralidad. Un ganador que pone mala cara o que se come las uñas por la tele es malo para la imagen de la felicidad por la suerte, que debe hacer soñar a toda la población.

—¡Antes de entrar, se llama! —ladra mi madre fusilándome con la mirada.

—Estábamos hablando de ti, precisamente —dice con una mueca el inspector, mientras vuelve hacia mí su cara de culo falso con dientes nuevos—. Tu madre me explicaba tu problema.

Sostengo su mirada, asustado. Me vuelvo hacia mi madre. No es posible, no ha podido verme cuando zambullía el cadáver: ¡la ventana del despacho da a un patio interior! Estallo en sollozos, lamentable, incapaz de resistir por más tiempo la presión nerviosa.

—Qué le estaba diciendo —suspira mi madre—. Mire en qué estado se pone.

El inspector pone una mano pegajosa en mi mejilla.

—No te preocupes, muchacho, es sólo una cuestión de hormonas. Te estás haciendo un hombrecito: hay que reequilibrar tu metabolismo, eso es todo. Le he dicho que llame de mi parte al doctor Macrosi, es el más grande de los pedo-nutricionistas. También puso a mis hijos en la norma ponderal: ambos perdieron cuarenta kilos en tres semanas, en un campo de desnutrición. El ministerio tomará a su cargo tu curación.

—Da las gracias —se apresura a decir mi madre.

—No hay de qué —respondo a mi pesar.

Silencio glacial.

—Tiene personalidad, el chiquillo —declara con seriedad Anthomy Burle, como si hablara de una enfermedad.

—Es la sobrecarga ponderal —explica inmediatamente mi madre—. Se siente mal consigo mismo, y entonces agrede. ¡Presenta de inmediato tus excusas al señor Burle, Thomas!

Para no agravar mi caso, me vuelvo hacia el otro mastuerzo y le presento mis excusas.

Encantado —responde él, luego mira a mi madre riendo—. Pues sí, también yo tengo humor.

Ella lo felicita. Él se abrocha la chaqueta y recoge su cartera.

—Hasta la vista, señora Drimm, ha sido un placer.

—Mis respetos, señor inspector, y gracias por todo de nuevo —se inclina mi madre con una suave sonrisa.

En cuanto la puerta ha vuelto a cerrarse, ella me suelta un bofetón que me destornilla la cabeza.

—¿Te das cuenta de cómo acabas de comportarte?

Me trago las lágrimas y le digo que tiene razón: es horrible lo que he hecho, soy un monstruo y nunca hubiera tenido que venir al mundo. Ella se enternece de inmediato, inquieta, me sienta en su diván y dice, con su voz profesional, que tampoco debo exagerar mi culpabilidad, de lo contrario ganaré otro kilo. Yo bajo los ojos, resignado. Ella añade de inmediato que esta vez me perdona. Le doy las gracias. Me siento un poquito mejor, por el efecto de su perdón, aunque no haya comprendido en absoluto que yo me acusaba, en realidad, de haberme cargado a un viejo y haber maquillado su muerte de suicidio.

—Te quiero, vamos —murmura ella a regañadientes.

A media voz, respondo:

—No hay de qué.

5

A las siete de la tarde, regresamos a casa. En el silencio del coche, en la parte de atrás, yo miraba un pedazo de mi madre por el retrovisor. Tensa, ella rumiaba su última consulta de la tarde, un tipo muy apuesto al que había tenido que consolar porque acababa de ganar, en dos minutos, lo que ella cobraba de salario en cuarenta años. Era la primera vez que jugaba en el Domo Alligator, y había alineado de una sola jugada los tres cocodrilos. En el despacho de al lado, yo había bajado el sonido de la tele para escuchar. Se encontraba en estado de shock, gritaba que iba a comprar la empresa de seguros donde trabajaba su ex esposa y la iba a hacer quebrar porque ella lo había abandonado por el asegurador. Luego, se había preguntado con angustia si debía decir o no a su amante que se había convertido en millonario, pues no estaba seguro de que ella lo amara de verdad y no quería que se agarrara a él por su pasta, ahora que podía pagarse las mujeres más hermosas.

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