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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (7 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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—¡Bueno, eso es una pista! —se alegra Vigor.

—La llamada procedía de la casa de Robert Drimm, un antiguo miembro del Comité de Censura, expulsado por alcoholismo. Una de las únicas personas del país que han leído las memorias prohibidas en las que Pictone ponía las bases de sus actuales trabajos.

—Si es un alcohólico, no importa —desdramatiza Vigor palmeando su reloj—. No es grave. ¿Y qué ha dicho por teléfono?

—Ha colgado antes de hablar —responde Olivier Nox—. O alguien le ha obligado a hacerlo. —¿Quién es ese «alguien»?

—Si Pictone ha muerto como sospechamos —prosigue Olivier Nox—, tal vez ha decidido entrar en contacto espiritual con un hombre que lo conocía por sus memorias, y que a su vez ha intentado avisarnos.

—¡Jo! ¿No pretenderá usted hacernos creer, a fin de cuentes, que el tal Robert Drimm ha visto el fantasma del profesor? —se ríe de pronto Boris, en una chispa de comprensión que sorprende a todo el mundo—. Vamos, vamos, seamos serios, por favor. Los fantasmas no existen.

—No existían ya, desde el sistema de recuperación de chips.

Un silencio plúmbeo puntúa la frase de Olivier Nox. Diez segundos más tarde, Boris Vigor declara que, esta vez, realmente tiene que irse. Los consejeros acompañan su salida poniendo verticales sus pulgares, con dos dedos de la otra mano cruzados sobre la mesa, para desearle buena suerte en el partido.

—Vamos, no se preocupen, toda esta historia se olvidará muy pronto —promete el ministro de Energía a sus colegas, antes de abandonar la sala de reuniones.

—Por favor, que pierda un partido y que me borren a éste —masculla el ministro de Seguridad, volviéndose hacia su vecino de la izquierda.

—Lamentablemente, soy un gestor, no un disparador —le responde el ministro del Azar con un suspiro de pena—. Bien, caballeros. Les agradezco su atención, sus sugerencias y la discreción con la que no dejarán de acallar este asunto. ¿Qué decidimos por el momento?

—Limpien —suelta Olivier Nox. Toma un puñado de cacahuetes y sale deseando buenas noches. En el ascensor, el empresario pulsa el botón de la planta baja, se vuelve hacia el espejo y peina con cuidado sus largos mechones negros.

—Has advertido que no les he puesto directamente sobre tu pista —murmura mirando el espejo por encima de su reflejo. Doy un respingo y eso hace temblar la imagen. —¿Me está viendo?

—Te siento, Thomas Drimm. Estás durmiendo y tu espíritu ha venido hasta mí como de costumbre. —¿Pero por qué?

—Siempre haces la misma pregunta. Y cuando despiertes, dentro de un rato, habrás olvidado todo lo que estás viviendo. Pero ten paciencia: muy pronto te veré en carne y hueso, y tú descubrirás el combate al que estás destinado. Duerme bien, Thomas Drimm. Y recupera fuerzas.

Pulsa tres veces el botón 6. El ascensor desaparece. Me encuentro en la oscuridad y no sé quién soy. No sé cómo conozco a esa gente, su nombre, su historia, sus pensamientos. Me llamo Thomas Drimm, eso es todo lo que sé; al menos es el nombre que me da la única persona que percibe mi presencia. Pero ¿quién soy? Si él no me dijera que estoy durmiendo, creería que estoy muerto. Y nada me prueba que diga la verdad.

LUNES

CÓMO DESPEDIR A TU ÁNGEL CUSTODIO

11

—¡Socorro, Thomas!

Despierto sobresaltado. Aparentemente, la pesadilla continúa. Esperaba que esta historia de fantasmas de peluche no pasaría la noche, pero en mi habitación es de día, ya no duermo, y oigo claramente la voz del viejo al que he matado.

—¡Socorro!

Salto de la cama y corro hasta el cuarto de baño, donde descubro al oso que patalea aullando, colgado por la oreja de la cuerda del secadero, con su cuerpo beige cubierto de manchas rojas.

—¡Descuélgame y lávame con lejía, pronto! ¡Soy alérgico!

—¿A qué?

—¡A mí! ¡A la textura de esa mierda de juguete! Me he escaneado durante la noche: ¡estoy compuesto por un cuarenta por ciento de phtalates!

—¿Qué es eso?

—Productos químicos añadidos a la gomaespuma para suavizarla y desodorizarla. ¡Un horror! Modifica el ADN de las células del esperma y te deja estéril.

Entonces, tengo más bien ganas de carcajearme. Le recuerdo que, a fin de cuentas, a su edad, no va a hacernos algunos oseznos.

—¡Hablo por ti, cretino!

Aparto enseguida mi mano de su oreja, dudando antes de sacar la pinza para la ropa.

—¡Descuélgame de una vez! Hace doce años que tocas tu oso, un contacto más no hará que tu colita se vuelva radioactiva.

—Pero si no lleva etiqueta: ¿cómo puede usted conocer su composición?

—¡No lo sé! Tal vez un muerto progresa. Yo no pedía nada, esperaba que hubieras terminado de dormir para que nos pusiéramos a trabajar y, de pronto, mi conciencia se ha transportado al interior de las moléculas del oso. ¡Identificaba cada átomo, cada partícula! ¡Es infernal! ¡Desde que sé de qué estoy hecho, tengo una autoalergia total!

—¿Y qué son esas manchas rojas?

—¡No lo sé! Una reacción química, supongo. He debido de provocar un trastorno de los átomos en el nivel de los colorantes, cuando los he identificado…

—¡Hubiera podido tener cuidado! Este oso es un recuerdo…

—¡Y ahora es mi presente, te lo advierto! ¡El problema me concierne a mí!

—¡Pero estas manchas rojas son horribles!

—Es psicosomático, eso es todo. Puedes tocarme: no es en absoluto contagioso.

Vacilo unos instantes, luego lo descuelgo con la punta de los dedos y lo llevo a mi habitación.

—Thomas, ¿estás despierto? ¡Apresúrate!

Mi madre. Éramos pocos y… Le digo al oso que debo ir a desayunar.

—Pero no vas a dejarme en este estado. Además, estoy atiborrado de agentes ignífugos tóxicos y retardadores de llama, por tu seguridad en caso de incendio: ¡es culpa tuya! El juguete te lo compraron a ti, ¡eres responsable!

—¡Yo no pedí nada!

—Ahora que he visto en qué cuerpo me he metido, no puedo permanecer en el interior de este oso. ¡Me escuece!

—Pues bueno, cambie de juguete. Mire, váyase a aquél.

Señalo el Boris Vigor que mamá me regaló por mi quinto aniversario: la figura del héroe nacional, con traje y corbata de ministro bajo su atavío de man-ball.

—¿Esa porquería de látex? ¿Te burlas? Está lleno de órgano-estaños que atacan el sistema inmunitario, dificultan el crecimiento y favorecen la obesidad.

—¿Está seguro?

—Habrá que creerlo —dice en tono más bajo, sorprendido a su vez—. He aquí que consigo escanear a distancia los demás juguetes, ahora… ¡Caramba!

—¿Qué sucede?

Mira fijamente al Boris Vigor hiperflexible, al que retuerzo siempre en las más humillantes posiciones para vengarme de la perfección física de ese tarado.

—¡Este es peor que yo! Cincuenta por ciento de alkylfenol ethoxylato, el más terrible de los perturbadores endocrinos.

—¡Tu desayuno! —grita mi madre—. ¡Apresúrate!

—Bueno, tengo que marcharme, profesor. Dentro de un rato veremos.

—Pero no vas a dejarme así —se lamenta labrando la vieja piel con sus patas—. Me pica cada vez más, ¡es insoportable! Mis ondas de pensamiento se han fusionado con estas moléculas, eso me contamina, ¡estoy envenenándome!

Fatigado, le recuerdo que ya está muerto y que, por lo tanto, no corre riesgo alguno.

—¡Claro que sí! ¡Mi espíritu está totalmente perturbado por esa toma de conciencia! Por tu culpa estoy prisionero de una estructura que ataca mi integridad mental.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Thomas, vas a llegar tarde, son menos diez.

—¡Ya voy, mamá!

Abro el tragaluz, desplazo mi mesa y tiendo el oso bajo un rayo de sol.

—Relájese, vendré enseguida.

—¿Relajarme? ¿Además quieres que me broncee? ¡Sácame de este sol, zopenco! La irradiación UV hace más nocivos aún los phtalates, ¿te parece que no estoy ya bastante mal así?

De un revés lo arrojo a la sombra y bajo a la cocina. ¡Ese oso me saca de quicio! Igual es él el que inventa todo esto. Tal vez la muerte multiplica lo que éramos. Cuando vivía, debía de ser un paranoico total y, además, empezaba a chochear, está escrito en la ficha de lectura de mi padre.

Sea como sea, es urgente calmarle. Si lo meto en mi mochila para devolverlo a su familia entre dos clases, es preciso que se mantenga tranquilo. Ya sólo faltaría que me soltara un rapapolvo la profe de física, con un peluche en plena crisis de urticaria. Cargando a mi edad con ese tipo de juguetes, y si además se rasca, creerían que es un oso a pilas y que he querido que la clase se carcajeara. Como si mi media lo necesitara.

Encuentro a mi padre sentado ante su café, con aspecto glauco y el cuello de la camisa al revés. Mi madre ya está lista, impecablemente maquillada con su traje sastre de cuadros grises y los rasgos tensos.

—Me largo enseguida, tengo un problema, tu padre te llevará al colegio.

Apura su taza, la deja, agarra su bolso y sale de la cocina.

—Su ganador de ayer por la tarde ha intentado suicidarse —me susurra mi padre con una sonrisa irónica—. Demasiada suerte, cuando no se está preparado, resulta insoportable. No sé lo que le habrá dicho tu madre como consejo psicológico pero, si espicha, dirán que es culpa suya.

Miro su mano temblando alrededor de la galleta que se rompe. Como trabajamos en el mismo colegio, me lleva en coche cada mañana, salvo el lunes porque él no tiene clase. Es el día en que corrige en casa los deberes. Entonces, para poder aguantar la nulidad de sus alumnos, bebe tres veces más que de costumbre el domingo por la noche.

—¿Estás en condiciones de conducir, papá?

—Ningún problema, muchacho, he tomado lo necesario.

Señala el tubo y la máscara de submarinismo puestos sobre el hule, y añade whisky a su café. Bebo un trago de mi infusión de cereales bio, luego pregunto, como si tal cosa:

—Dime, papá, ¿puedes prestarme tu máquina de afeitar?

Da un respingo y me mira con una sorpresa que se convierte en benevolencia.

—Con mucho gusto, hombrote, pero es demasiado pronto, ¿no? Puedo garantizarte que no tienes bigote aún.

Bajo la mirada ruborizándome.

—Pero si eso te complace, hazlo.

Trago una galleta al levantarme, corro al cuarto de baño de ^js padres, luego subo hasta mi habitación.

—¿Pero qué estás haciendo? ¡Basta! —protesta el oso retorciéndose con la vibración de la maquinilla.

—Es usted alérgico a su pelo, ¡estoy afeitándolo!

Se calma de inmediato, pero un chasquido metálico seguido de una chispa interrumpe el zumbido de aquel trasto. Lo sacudo, abro la rejilla para retirar las briznas de peluche, intento encenderlo de nuevo. Nada. Y el profesor ya no se mueve. Con una curiosa mezcla de temor y alivio, me digo que lo he matado por segunda vez.

12

—Eres realmente tonto —suspira Léo Pictone mirando la zona depilada de su vientre—. ¿Qué aspecto tengo ahora?

Aprieto los dientes, voy a tomar mi ducha y vuelvo para preparar mis cosas.

—¿No pensarás dejarme solo aquí todo el día?

Sin responder, lo meto entre el cuaderno de mates y la carpeta de física. Lo aprieto para que la tapa llegue hasta el cierre a presión, y salgo de la habitación con la mochila al hombro.

Cuando llego abajo, mi padre está vaciando el biobag violeta de la basura vegetal en el depósito de su coche, un Trashette 200 lamentable, que funciona con frutas y legumbres. Se instala al volante, pone en marcha la licuadora que envía el jugo de la fermentación al carburador. Antes de arrancar, se pone los guantes para evitar que los captores del volante detecten el alcohol en el sudor de sus palmas. Luego se pone sus gafas de submarinismo llenas de vaho y se mete el tubo en la boca. Sin ello, los lectores de pupila, instalados en el retrovisor, y los analizadores de aliento, colocados en las salidas de ventilación, provocarían el cortocircuito destinado a impedir ta conducción en estado de embriaguez.

El coche arranca. Las medidas de seguridad son una lata, pero, con un poco de inteligencia, pueden evitarse.

El Trashette se lanza por la calzada temblando por los fallos del motor, soltando una nube verde que huele a plátano podrido. Evidentemente, tiene menos clase que el Colza 800 de su mujer, el modelo reservado a los funcionarios del Azar El cubo de la basura motorizado de mi padre, más o menos hediondo según lo que hayamos comido en la semana, me da náuseas a cada trayecto, pero a mi madre no le gusta que tome el metro a causa de los robos. Desde la crisis de natalidad, en nuestro suburbio de pobres, los escasos bebés en circulación son rápidamente secuestrados y revendidos en los barrios ricos; la oferta es muy inferior a la demanda por lo que se refiere a los niños, y el mercado se ha extendido hasta los preadolescentes. Cuando esté ya enchipado, no temeré gran cosa gracias a mi trazabilidad, pero hasta entonces debo limitar los transportes públicos. Dicho esto, mi madre me parece optimista. ¿Quién podría desear a un hijo como yo, con mi peso y mis notas escolares?

—Esta mañana tienes un aspecto extraño, Thomas.

Evito la mirada de mi padre. Se ha quitado las gafas empañadas que le hacían circular en zigzag por la calzada llena de baches. Una vez que el coche se ha puesto en marcha, en este tipo de modelo no corres ya riesgo alguno: los captores antialcohólicos dejan de funcionar, para reducir el consumo de energía basurera. En cambio, en el Colza 800, el motor se apaga solo si el conductor bebe la menor gota de alcohol al conducir. Resultado: el número de accidentes debidos a las medidas de protección contra la bebida, según mi padre, es dos veces superior al que antaño causaba la embriaguez.

—¿Tienes algún problema, muchachote?

—No, no, todo va bien, papá. Pensaba en ese profesor que desapareció ayer.

—¿Léo Pictone? Le está bien empleado.

—Qué agradable —comenta el oso en mi mochila.

—¿Realmente fue él quien inventó los chips del cerebro?

—Sí. Al comienzo, la idea era permitir a los hospitales tener acceso inmediato al expediente médico de los enfermos y los heridos inconscientes. Pictone puso a punto un tubo de cristal, del tamaño de un grano de arroz, implantado en el brazo, que contenía un chip electrónico, un emisor-receptor y una antena. Muy pronto, el gobierno comprendió el uso que podía hacer de él. El Ministerio de Energía nacionalizó el descubrimiento.

—¡Robo! —rectifica el oso.

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