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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (5 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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Mi padre vacía el vaso, lo deja y se apoya en sus brazos para levantarse, suspirando.


Ite, missa est
.

Le pregunto qué quiere decir eso.

—Que va a acostarse —traduce ella.

—Obedece a tu madre, pero no escuches nunca sus respuestas. Quiere decir: «Id en paz, la misa ha terminado.»

—¿Es latín?

—¡Ya basta! —suelta mi madre—. Si por casualidad hay micrófonos…

—¿A quién crees que interesas, mi pobre Nicole?

—Protejo el porvenir de nuestro hijo contra los riesgos que tú le haces correr.

—¿Qué riesgos? ¿La inteligencia, la cultura, el espíritu crítico?

—¡La perversión suicida de tu espíritu! ¡Tu negativa a hacer que te curen!

—¡Soy incurable! ¡El lavado de cerebro nunca ha funcionado conmigo! Sigo sucio y orgulloso de estarlo. ¿Vivamos incultos para vivir felices? ¡Digo no! ¡Me importa un pimiento vivir feliz!

—¿Y prefieres forjar nuestra desgracia? ¿Quieres ser detenido por depresivo nervioso?

—Id a acostaros, tengo sueño.

Da tres pasos titubeando, cae de rodillas y saca de debajo del sofá su almohada y su cobertor. Un portazo. Mi madre ha ido a llorar a su habitación.

No me gusta demasiado que hable de Dios: la cosa termina siempre así. Además, ésta es la razón por la que el gobierno ha suprimido las religiones. Pero de todos modos, la cosa deja huellas, especialmente en nuestra casa. El problema de mi padre es que sabe demasiadas cosas, porque formó parte del Comité Nacional de Censura. Y para prohibir un nuevo libro no sólo hay que leerlo sino que es preciso haber leído, también, todos los demás libros ya prohibidos, para saber si debe asestársele la prohibición. Eso supone mucha cultura, y muy poca gente con quien compartirla. Desde que lo expulsaron del Comité por culpa del alcohol, ya no censura, pero recuerda. Entonces hace que yo lo aproveche. Me dice: «Eres el exceso de mi cultura. Mi vertedero.» Yo no lo comprendo todo, pero absorbo. De lo contrario, se ahogaría.

De pronto, me digo que el viejo sabio que se ha instalado en mi oso de peluche tal vez sea una oportunidad para mi padre. Tal vez tendrá, por fin, alguien con quien hablar, alguien de su nivel. Y entonces quizá deje de beber.

Me muerdo los labios para dominar la excitación. Salvar el planeta no me parece demasiado interesante, en el estado en que se encuentra, pero salvar a mi padre sería genial. Dicho esto, para que tenga una oportunidad de oír la voz del profesor Pictone, yo tendría que confesarle primero que me he convertido en un asesino.

Bueno. Voy a empezar a lavar los platos.

8

Paso una burrada de tiempo lavando los platos y ordenando la cocina. Adrede. Cuando pienso en lo que me aguarda arriba, en mi habitación, realmente tengo ganas de que todo esté ordenado y de que brille. Para entonces, tal vez el profesor Pictone se haya dormido. Si hubiera estado solo con mi padre, antes de cenar, habría podido preguntarle si los muertos necesitan dormir. Pero ahora, cuando instala su almohada y su cobertor, la cosa significa que va a sacar también, de un momento a otro, su botella de aguardiente, y ya no vale la pena intentar hablar con él. El aguardiente, como él dice, es su extintor.

Cuando salgo de la cocina, hay luz todavía bajo la puerta de mi madre. Voy a pegar un ojo al agujero de la cerradura. Está sentada, con los codos en el tocador, y controla sus arrugas en su espejo numérico. Un Predispejo, se llama la cosa. Dos cámaras a nivel de los ojos, un programa de corrección/proyección, y eso te muestra la jeta que tendrás tras el número de años que marcas en el teclado.

La cosa funciona, también, para el peso. Picas lo que has comido, el deporte que haces, y te muestra tus futuros kilos. No os digo la cara que puse cuando me vi dentro de diez años, un completo obeso. Por lo que a mi padre se refiere, si se mira en el Predispejo tras haber escrito lo que bebe, ve un esqueleto. Pero bueno, hace ya tres años que la máquina le dice que habrá muerto dentro de un mes; eso me da cierta esperanza.

—¡Qué cochinada de vida de mierda! —rechina ella en el espejo—. ¡Pierdo todo mi capital de juventud con ese mocoso! Se levanta de pronto y apaga la luz.

Son las once menos veinte cuando subo la escalera de puntillas. Me siento algo más optimista desde que he contemplado a mi madre envejecer a ojos vista en su reflejo futuro, a medida que se preocupaba por sus arrugas actuales. Me digo que el cuerpo en el que nos hallamos, fatalmente, destiñe. Como adolescente, por ejemplo, tengo mucho menos sueño que cuando era niño. También los viejos duermen poco. Pero cuando estás en un oso, todo cambia. Los osos, ellos hibernan.

Entorno la puerta, evitando que rechine. El sabio me recibe de inmediato ladrando, con las patas cruzadas:

—¿Pero qué estás haciendo, caramba? ¡Tengo doce mil ideas dando vueltas en mi cabeza! ¡Toma nota, pronto!

Está claro que la hibernación no es lo suyo. Abro despacio mi baúl de los juguetes, saco la tableta de chocolate que escondo bajo mis revistas de chicas desnudas, y le ofrezco una pastilla.

—¿Con qué quieres que la digiera, mastuerzo? ¿Acaso tiene estómago tu oso de peluche?

Sin responder, lo pongo de cara a la pared y comienzo a desnudarme. Intentemos ser amables.

—¿Entonces es usted el profesor Léonard Pictone? —digo con voz respetuosa.

—Leo, no Léonard. Sólo mi mujer me llama Léonard. ¿Han hablado de mí en la tele?

—Bueno, sí.

Me abotono el pijama y añado, para amansarlo con un estilo halagador:

—Encantado.

—Ya no hay de qué —masculla, abrumado—. ¿Han encontrado mi cuerpo?

—No, no.

—Ah, bueno —suspira con rapidez—. Me he asustado.

Su tono de alivio me complace. Aunque me las haya arreglado para que no puedan llegar hasta mí, su reacción me quita un peso de encima. Trago mi pastilla de chocolate.

—Es muy amable preocupándose por mí.

—No estoy pensando en ti. Mientras no hayan encontrado mi cuerpo, existo.

Doy un respingo. Durante algunos segundos, su frase da vueltas en mi cabeza, luego articulo lentamente:

—¿Quiere eso decir que oigo a su fantasma porque le creen vivo aún? Cuando la gente sepa que usted está muerto, eso lo matará de veras. ¿Es eso?

—No sueñes. No te librarás de mí tan fácilmente, chiquillo: tenemos trabajo. Abre tu cuaderno.

Lo agarro con brusquedad y lo tiendo en mi mesa aplastándole el vientre.

—¿Pero qué te ocurre? ¡Suéltame!

Reúno mis recuerdos del Evangelio escondido en el falso techo del lavabo, que mi padre me hizo leer a hurtadillas el verano pasado. Poniendo unos ojos terribles, suelto como si fuera el Niño Jesús:

—¡Demonio, te ordeno que salgas de este oso!

—¿Pero has perdido la cabeza? ¡Los demonios no existen! ¡Soy un muerto normal!

—¡Te ordeno que liberes este juguete y regreses al lugar de donde vienes!

—¡Deja ya estas niñerías! Una vez que el espíritu ha salido de su cadáver, no puede regresar a él, ¡vamos!

—Bueno, pues salga de este oso y vaya a encantar su propia casa.

Aprieto con todas mis fuerzas el vientre de gomaespuma, frotando para expulsar al okupa. Se retuerce.

—Para ya… ¡Tengo cosquillas!

Lo suelto, sorprendido.

—¿Cosquillas?

Se levanta solo.

—Claro está, ¡cosquillas! Mi espíritu ha creado conexiones con las moléculas del peluche: frotas mi vientre y, entonces, me haces cosquillas. ¡Es lógico! Te advierto que la información funciona en ambos sentidos. Actúo sobre la materia, de modo que sufro su influencia.

Se pone a cuatro patas e inicia una serie de flexiones. Lo miro, pasmado.

—¿Qué está usted haciendo?

—Ejercicios de flexibilidad. Debo permanecer en este cuerpo de acogida, tengo pues que aprender a utilizarlo para ser autónomo.

Rueda hacia un lado y, luego, se levanta. Agitando las patas delanteras, avanza bamboleándose hacia el borde de la mesa.

—¡Camino! —se maravilla—. Bueno, todavía no está muy coordinado, de acuerdo… El recuerdo del reuma. Y además, francamente, provocar reacciones motrices en partículas de gomaespuma… Los nervios y los músculos, a fin de cuentas, son más prácticos; en todo caso, están mejor concebidos.

—Pero… ¿cómo lo hace?

—¿Técnicamente? Fabrico mi imagen caminando, la proyecto, y la información se comunica por ondas electromagnéticas a las moléculas de las patas, como si tu oso tuviera un mando a distancia. Salvo que el mando soy yo. Si quieres, me teledirijo a distancia desde el interior. Eso se denomina el poder del espíritu sobre la materia.

Cuando llega al borde de la mesa, toma impulso, afirma orgullosamente que le basta con visualizar el aterrizaje para hacerlo y salta al vacío. Miro cómo se la pega.

—¿Está bien, profesor?

—No —masculla, con el hocico en la alfombra.

—La próxima vez, visualice un paracaídas.

Intenta levantarse, renuncia y permanece apoyado en lo que le sirve de codo.

—Bueno, ¿dónde iba? Ah, sí. Anota: de modo que es precisa una intensidad de siete multiplicado por diez a la duodécima potencia protones por ciclo, desprendiendo una energía de setenta mil millones de electronvoltios.

—¿Para hacer qué?

—Un cañón de protones. Estaba poniéndolo a punto cuando me mataste: lo construiremos juntos.

—¿Un cañón? ¿Pero está loco? ¡No voy a convertirme en fabricante de armas!

—No es un arma: es el medio de salvar a la humanidad.

—¡Pero si ya está salvada, profesor! ¡Tenemos el Escudo!

—Precisamente. Hay que destruirlo y tú vas a ayudarme.

Trago saliva, consternado. Este oso está como una cabra. Por otro lado, es normal: cuando uno muere, debe de ser como cuando uno sueña. Fabricas historias y ya no sabes lo que es verdad o no. Lentamente, con voz agradable, le recuerdo la realidad: cuando los demás países del mundo amenazaron con atacarnos, Oswald Narkos I, el abuelo de nuestro actual presidente, decidió declarar la Guerra Preventiva sin prevenir. Hizo disparar misiles nucleares en todas las direcciones e, inmediatamente después, conectó el Escudo de Antimateria por encima del territorio. Es como una campana para queso que nos protege. Nos hemos convertido en los Estados Únicos y, desde entonces, estamos tranquilos. Dado que el resto del mundo ha sido tachado del mapa, ya no corremos riesgo alguno: aunque algunos supervivientes eventuales se divirtieran soltándonos un misil, sería destruido por el Escudo.

—Pura propaganda —rezonga el oso—. La verdad es muy diferente. Y mucho más terrible.

—¡Pero fue usted el que inventó el Escudo de Antimateria!

—Me la dieron con queso, como a los demás, y es el remordimiento de mi vida. Ahora, te toca a ti. O vengas mi memoria salvando a la humanidad, o te limitas a adelgazar en un centro de desnutrición esperando el fin del mundo. Elige.

Miro fijamente al oso de peluche, sin responder.

—Escribe —prosigue él—: proyecto de colisionador de electrones y positrones a un teraelectronvoltio…

—Tengo demasiado sueño, mañana veremos.

—¡Ni hablar, Thomas! Mañana es lunes, irás al colegio, y no voy a quedarme en adobo, durante todo el día, en mis cálculos. No tengo tiempo que perder.

—Yo tampoco.

Lo agarro por una pata, lo meto en el armario sobre mi montón de camisetas y cierro la puerta.

—¡Thomas! ¡Te lo prohibo! ¿Me oyes? ¡Tienes deberes para conmigo! ¡Y para con la humanidad! ¡El tiempo acucia! No tengo las instrucciones de uso del más allá: imagina que mañana haya olvidado todo lo que sé… Si no se construye el cañón de protones para destruir el Escudo de Antimateria, la especie humana está condenada por buf, buf, aggg…

He vuelto a abrir el armario, he pegado un trozo de esparadrapo sobre sus labios y he cerrado con llave. Al menos pasaré una noche tranquila. Me meto en la cama y apago la luz.

Transcurren los minutos, el sueño no llega. La idea del fantasma debatiéndose en su prisión de peluche me anuda el estómago. No son los plochs-plochs contra el panel de conglomerado lo que me preocupa. Puede aporrear tanto como quiera con sus patitas de gomaespuma; me basta con ponerme la almohada sobre la cabeza para suprimir el ruido y él no conseguirá nunca abrir la puerta desde dentro. Pero eso es, precisamente, lo que me angustia. Si ha encontrado el medio de animar un peluche para ponerse en contacto conmigo, la cosa puede funcionar también al revés. Quiero decir: su espíritu puede perfectamente dejar el oso para venir a encarnarse en mi almohada, y amargarme la cabeza haciendo que las plumas hablen.

Vuelvo a encender la lámpara y corro a abrir el armario.

—¡Ay! —grita el oso cuando despego el esparadrapo.

Su dolor me tranquiliza. Si le duele cuando arranco los pelos, es prueba de que está todavía integrado por completo en el peluche.

—Le propongo un trato, profesor. Usted necesita hablar y yo necesito dormir. Vamos a hacer las dos cosas.

—¿Y cómo vas a escribir durmiendo, cretino?

—¡Pero bueno, deja ya de insultarme, trasto viejo de gomaespuma! Yo duermo y a ti te doy un magnetófono: tú hablas y, mañana, si has olvidado lo que has dicho, vuelves a escucharte. Eso es todo.

—¿Y cómo quieres que mi voz se grabe en un aparato como ése?

—¡Arréglatelas! Ya has conseguido hacer que hable un oso.

—Pero no tengo tiempo para…

Lo amordazo con una mano, cojo con otra la grabadora y voy a encerrarlos a ambos en el botiquín del cuarto de baño, al otro extremo del pasillo; así no oiré el sonido.

Estoy a punto de acostarme de nuevo cuando cambio de opinión. Si quiero arreglar de una vez el problema, es ahora o nunca. Bajo otra vez la escalera, lentamente, sin hacer ruido. Pego una oreja a la puerta del salón, luego a la de la habitación. Aparentemente, mis padres duermen.

Me meto en el despacho de mi padre, un antiguo armario para escobas en el que, por otra parte, sigue habiendo una escoba, entre el ordenador y la impresora. Vuelvo a cerrar la puerta y marco el número que dio hace un rato la presentadora del noticiario. No importa que la familia del muerto se despierte: mañana, con lo del colegio, no tendré tiempo de telefonear.

—Servicio de Personas Desaparecidas, dígame.

Cuelgo. No es su domicilio: he dado con la pasma. Ni hablar de contarles mi historia. Inicio una búsqueda en el anuario electrónico, para encontrar la dirección del sabio que parásita mi oso. Nada. Ni un solo Pictone. No está en la guía telefónica, como toda la gente célebre, hubiera debido sospecharlo. Qué le vamos a hacer: me queda la solución de mandar mi peluche por correo a la Academia de Ciencias. Que se arreglen. Y si creen que es una broma y tiran a su colega a la basura, será problema suyo.

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