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Authors: Didier Van Cauwelaert

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,

El fin del mundo cae en jueves (3 page)

BOOK: El fin del mundo cae en jueves
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Mi madre le había recomendado que esperase un mes antes de tomar decisiones. Yo me daba cuenta perfectamente de que se moría de ganas de hacerle notar que también ella era una hermosa mujer, pero no tenía derecho a causa del secreto profesional. Entonces le había preguntado simplemente, en qué podía proporcionarle, allí, enseguida, ayuda psicológica. Él había respondido: «¿Me aconseja usted una limusina con chófer o un coche deportivo?»

Cuando los ganadores eran ancianas damas o tipos feos, ella estaba menos enojada al regresar a casa.

Un atasco nos demoró, a la altura del estadio de man-ball. Es nuestro deporte nacional. Una gigantesca ruleta donde los jugadores aterrizan, hechos una bola, lanzados de casilla en casilla por la fuerza centrífuga, intentando detenerse en el número que el público ha jugado. en cada partido hay muertos, y todo el mundo lo adora; de todos modos, no tiene elección. Cuando tenga trece años estaré obligado a ir, también yo, una vez al mes, para apoyar al equipo de Nordville porque soy de Nordville.

—¿Cómo puedes perder una cometa de ese precio? —dijo bruscamente palmeando el salpicadero, para cambiarse las ideas culpabilizándome.

—El viento era demasiado fuerte…

—Tú eres demasiado débil. Con tu grasa. Ni siquiera tienes músculos. Realmente se diría que te enorgullece avergonzarme. Un perverso narcisista. ¡Eso es lo que he echado al mundo! ¡Pero las cosas van a cambiar!

Calló soltando bocinazos, y comencé a fingir que dormía, para que me dejara en paz. Fue allí, en las sacudidas del atasco, donde cambié poco a poco de realidad e hice mi primer viaje en lo que tomé por un sueño.

Estaba solo en una especie de ciudad muerta, totalmente invadida por los árboles que crecían en medio de los edificios despanzurrados. Era magnífico. Todo aquel follaje, aquellos miles de verdes distintos que se entremezclaban de una rama a otra, aquellas flores, aquellos perfumes, aquellos cantos de pájaro… nunca había visto semejante belleza salvo en la tele, en las películas antiguas, en los tiempos en que quedaba naturaleza salvaje. Por lo demás, escuchaba un zumbido molesto a mi alrededor, como un problema de sonido en un vídeo viejo. Acabé dándome cuenta de que eran abejas. Esa especie desaparecida que polinizaba las flores para fabricar frutos y hortalizas, en otra época, antes de que todo lo comestible se convirtiera en OGM, Organismo Genéticamente Modificado, por medidas de seguridad. Allí las había a millones, libando en todas las esquinas de la calle.

Lentamente, avanzaba saltando las raíces que destrozaban las aceras, atravesaban los bastidores de los coches oxidados. no había ningún ser humano, salvo en los antiguos carteles colgados de los edificios en ruinas. Mujeres descoloridas por la lluvia, que se untaban desodorante bajo el brazo; familias desgarradas por el viento que disfrutaban alrededor de un yogur cuyo nombre no me decía nada. Yo estaba solo en el mundo, en aquella ciudad muerta colonizada por los árboles y, sin embargo, escuchaba como una voz, un murmullo que se deslizaba en el viento, el zumbido de las abejas y el chapoteo del agua clara que corría por las alcantarillas.

De pronto, me detuve. Un gran roble me tapaba la visión, ante mí, en medio de los escombros de una estación de servicio.

—¡Vamos, ataca! —silbó la voz del viento en mis oídos.

En aquel momento, una especie de liana, brotando de una boca de cloaca, se enrolló en mi pierna derecha. Se contrajo sobre mi pantorrilla, y comenzó a arrastrarme hacia el arroyo, a acercarme al agujero negro por donde desaparecía el agua clara.

—¡Thomas, te estoy hablando!

Me encontré de nuevo en la parte trasera del coche, que corría por la autovía, ahora despejada.

—¡Te he preguntado si has tomado tu Stopic!

Respondo que sí. Es la píldora azul que comienza a hacerme digerir una hora antes de las comidas, para evitar que me hinche. La saco a hurtadillas de mi bolsillo y comienzo a chuparla discretamente, intentando evacuar los trozos de pesadillas que se agarran a mi cabeza. Espero no haber hablado mientras dormía. No hay necesidad de ser hijo de psicóloga para comprender que acabo de soñar. Es la pesadilla típica del asesino que teme que lo cojan.

Pero lo que no sé es que la verdadera pesadilla no ha comenzado aún.

6

El coche se detiene ante nuestra casa, una barraca de ladrillos y chapa. Es la más fea y la más pequeña que la Educación nacional nos haya dado como alojamiento desde que mi padre está clasificado como alcohólico. Como funcionario, no pueden despedirlo, dada la ley de Protección del Empleo, de modo que lo trasladan, lo cambian de casa y lo humillan para empujarle al suicidio, según él. Hasta ahora, resiste.

—Vas directamente a tu habitación para terminar los deberes antes de cenar, sin pasar a decir buenas noches a tu padre.

—Bien, mamá.

Tiene razón. El domingo por la noche, si voy a darle un beso en su despacho, me llena el coco durante una hora con las civilizaciones desaparecidas de las que no tenemos derecho a hablar en la escuela, puesto que ya no existen, de modo que de nada sirve. Chinos, grecorromanos, africanos, israelíes, árabes… A mí me gustan todas esas leyendas, esas historias de guerras, de invasiones, de cataclismos y de religiones que se dan de palos, pero es cierto que perturba porque, de todos modos, era un mundo menos modos, era un mundo menos aburrido que el nuestro y, cuando regreso a la realidad, ya no tengo ganas de hacer los deberes.

de puntillas, subo a mi habitación, que está en el desván donde ya toco el techo. Si mi padre sigue bebiendo, me interesa dejar de crecer, de lo contrario acabaré encorvado como el viejo al que he matado en la playa.

Ya está: ha vuelto. Había conseguido no pensar demasiado en eso, concentrándome en los problemas de mis padres. Pero apenas he cerrado la puerta de mi habitación, me encuentro a solas con el horror de mi crimen.

Apoyo la frente en el ventanuco que da a la casa de Brenda Logan. Esta noche, todavía no hay luz en su casa. Brenda Logan es mi sol, mi rincón de cielo azul, la ventana por la que me evado. Brenda Logan es una rubia de todos los diablos con unos ojos de color caramelo, unos pechos que te tiran de espaldas y unos músculos increíbles. Cada noche, se entrena durante horas golpeando un saco de arena al qie trata de cabrón, basura, puerco. Es mi espectáculo antes de acostarme, y con frecuencia prosigue mientras duermo. Salvo que al cabo de un rato, en mis sueños me convierto en el saco de arena y, entonces, ella deja de pegarme y me estrecha contra sí diciendo «amor mío».

Tiene por lo menos el doble de mi edad, y mi única posibilidad con ella es que está sola como yo, sin curro, es desgraciada, y también hay botellas de alcohol en su basura. Si eso no la estropea demasiado pronto, será un punto en común cuando yo sea mayor.

Nunca olvidaré la vez en la que nos encontramos, por la calle, un jueves, al sacar nuestras bolsas anaranjadas. Eso hacía clinc-clinc en la suya, casi tan fuerte como en la mía… Nuestras miradas se encontraron, ella se ruborizó, yo también. Bajamos los ojos, volvimos a levantarlos al mismo tiempo y, de pronto, nos dirigimos una sonrisa de complicidad, como si nos hubiésemos reconocido y el resto del mundo hubiese dejado de existir. La recogida selectiva, vamos. Y luego su bolsa cedió. Ella comenzó a abroncarla con tanta fuerza como a su saco de arena, y entonces las dejé, por discreción. Pero desde aquel día, con mis kilos de más, mi porvenir alcohólico y mis notas por debajo de cero, se me metió en la cabeza un amor imposible. Tengo el horizonte dos veces más cerrado, vamos.

Me dejo caer en la cama, junto al viejo oso de peluche de mi infancia que he sacado del baúl de los juguetes para despistar. Así, mi madre me cree retrasado y ya no pasa el tiempo buscando en mi habitación revistas de chicas desnudas. Las chicas desnudas las escondo en el fondo del baúl de los juguetes.

Dicho eso, esas revistas me importan un bledo. No es parra engañar a Brenda Logan con desconocidas que me sonríen sin saber quién soy. Es sólo para crecer más pronto, entrenarme para ser un hombre. Así, el día en que me atreva a dirigirle la palabra, sabrá que tengo experiencia con las mujeres…

Pero todo eso era hasta ayer. Cuando todavía tenía corazón para soñar. Ahora se ha terminado. Soy un asesino.

Con la cabeza en la almohada, cierro los ojos para volver a ver la escena de la playa, a buscar los indicios que permitirían llegar hasta mí. Si me pongo a pensar en el crimen, puesto que no puedo hacer otra cosa, mejor pensar de modo útil.

No encuentro nada. Por mucho que registre todos los rincones de mis recuerdos de esta tarde, no veo qué prueba he podido dejar contra mí. A las seis y media, antes de marcharme con mi madre, he dado un rodeo por el puerto, para asistir al regreso de David. Le he ayudado a amarrar su barco de pesca y he recuperado, discretamente, con mi navaja, el trozo de los hilos de la cometa que, como estaba previsto, se habían soltado de los pies del viejo a causa del peso del cuerpo y de la resistencia del agua. Si lo encuentran, con los guijarros en los bolsillos, no habrá duda alguna: es un suicidio. Ahora que no corro ningún riesgo, puedo culpabilizarme tranquilo.

Con las manos unidas, la mirada en el techo, reúno lo que me han enseñado en la escuela en instrucción cívica, y comienzo a orar con todas mis fuerzas a media voz, para que el Creador me oiga pero mis padre no.

—Maestro del Juego que estás en los cielos, ¡no va más! —digo trazando en mi rostro el signo de la Rueda—. Me acuso de haber matado a un viejo sin hacerlo adrede, como usted ha visto hace un rato. Gracias entonces por acogerlo en el Gran Tapete verde del Paraíso, para que pruebe suerte en la Ruleta del Destino, y que saque un buen número para reencarnarse mejor.

—¡Qué tontería!

Doy un brinco. He oído una voz. Su voz. La voz agridulce con la que el viejo me había agredido a causa de mi cometa. ¿Me estoy volviendo loco o qué? En las novelas prohibidas que mi padre me pasa a hurtadillas, se cuentan historias como ésa en las que los asesinos oyen la voz de su víctima, a causa del remordimiento y de los fantasmas. Pero los fantasmas, en la vida, no existen.

—Pues sí. Ésta es la prueba.

Zambullo la cabeza bajo el somier. Nada, salvo la ratonera y el pedazo de queso.

—¿Pero qué estás buscando debajo de la cama? ¡Ves perfectamente que estoy aquí!

Me incorporo de un brinco. Calma. Tengo alucinaciones, eso es todo. No hay nadie en esta habitación, salvo mi oso de peluche y yo. en un reflejo procedente de la infancia, aprieto entre mis puños al antiguo compañero de mis noches de tormenta.

—¡Deja de apretarme así! ¡Ya me has matado una vez, eso basta!

Suelto de pronto el peluche, miro con horror al viejo oso astroso, que clava en mí su mirada de plástico negro.

—Soy yo, sí. Uno se reencarna donde puede.

Con la boca abierta, siento que mi rostro se petrifica. No estoy soñando: veo moverse, a un metro de mí, los labios de pelos marrones y blancos.

—Muy buenos días, Thomas Drimm.

—¿Sabe usted mi nombre?

—No tengas miedo, no voy a ir a la policía. Eso quedará entre nosotros. Todo lo que te pido es que sigas pensando en mí, ¿de acuerdo?

Levanto la mano y balbuceo «lo juro», como en la tele. Añado rápidamente:

—¡No me haga daño, señor! Lamento mucho lo que ha sucedido, ¡no lo he hecho adrede!

—¿Y qué cambia eso, cretino?

Trago saliva apretando los dientes. Tengo que ser razonable. Tengo que repetirme que estoy teniendo una alucinación mórbida, como me explicó mi madre, el año pasado, cuando creí verla tendida en su mesa debajo del señor Burle, del Ministerio del Azar, que había venido a controlar su moralidad. Me dijo: «Es hormonal, eso es todo. Eres un preadolescente, un preobeso, el comportamiento tuyo se está desarreglando, oyes voces y tienes visiones. Nada más. Eso se denomina una alucinación mórbida. ¿Queda claro?»

En tono frío, observando el techo, declaro solemnemente:

—Maestro del Juego que estás en los cielos, no es culpa mía haber matado el viejo, pero lamento que haya muerto.

Yo también, te lo advierto: tenía muchas cosas que hacer, no había terminado en absoluto mis trabajos. Bueno, lo esencial es que me escuches. Y de todos modos, tengo que decirte gracias.

Doy un respingo, contemplo de nuevo el peluche de boca torcida.

—¿Gracias? ¿Gracias de qué?

—Te lo explicaré más tarde. De momento, toma tu navaja y descose la comisura de mis labios. No estoy acostumbrado a alojarme en un cuerpo de gomaespuma sintética y me agota articular con dos milímetros de boca.

Clavo mis ojos en las bolas de plástico negro, inexpresivas, y replico:

—Es usted una alucinación mórbida, ¿lo ha comprendido?

—Si eso te tranquiliza.

—Y en primer lugar, ¿cómo puede hablar usted? ¡No tiene cuerdas vocales!

—No te hablo con cuerdas vocales, chiquillo, me dirijo a tu cerebro por telepatía. Pero no estás lo bastante evolucionado para escuchar directamente los pensamientos: necesitas ver palabras saliendo de una boca. De modo que me veo obligado a pasar por eso. A hacerte una traducción simultánea, a refabricar mi voz humana injertándola en un soporte real, y no es muy agradable, ¡créeme!

—¡Pero yo no le he pedido nada!

—¿Y yo te pedí que me hundieras el cráneo con tu cometa?

—¡Ha sido un accidente!

—Precisamente: ¡un accidente se repara! Eres responsable: tienes que ayudarme, no tienes otra opción. ¡Y descóseme estos malditos labios!

—¡No grite así: abajo están mis padres!

—Eres tú el que grita, chiquillo. yo soy una alucinación mórbida, ¿no? De modo que eres el único que me oye.

—¡Pero yo no quiero oírle! ¿Va a salir usted, de una vez, de ese oso?

—Ni hablar.

—¡Ya veremos!

Lo agarro por una pata trasera y lo mando volando contra la pared.

—¡Ay!

Ha aullado. Corro, asustado, lo tomo en mis brazos. Ha perdido un ojo.

—¿Esá bien, señor?

—Pero, bueno, eso es, ¡remátame a título póstumo! ¡Ah, me ha tocado el gordo! ¡Qué zopenco! ¡Húndeme otra vez el ojo!

A cuatro patas, busco la bola de plástico negro que ha rodado hasta debajo de mi silla. La vuelvo a meter en su alojamiento.

—Gracias. No es que necesite ese chirimbolo para verte, pero me molesta que bizquees al mirarme. ¡Navaja!

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