Read El fin del mundo cae en jueves Online
Authors: Didier Van Cauwelaert
Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,
—Aguarde —se asusta de pronto Boris—. ¡Me está embrollando la cabeza, ahora, y tengo un partido!
Lily Noctis hace que aparezca en la pantalla, utilizando el alfiler, la imagen del estadio donde la multitud se impacienta.
—Vaya —sonríe—. Era sólo para prepararle psicológicamente para encontrarse con él. Tenemos buenas razones para pensar que esta noche, tras el partido, Thomas Drimm se pondrá en contacto con usted, para iniciar un chantaje. Escúchele con atención y entre en su juego. El ministro de Seguridad está de acuerdo conmigo: o eliminamos a este chiquillo o lo manipulamos gracias a usted, para recuperar el control póstumo del profesor Pictone.
—Ahora he dejado de escuchar: hago el vacío.
Con los párpados cerrados, Boris flexiona las piernas, estira los brazos, sigue con algunas rotaciones del busto. Lo que acaba de oír le afecta profundamente, pero procura pensar en algo más triste aún, su hija, para volver a ser neutro ante el esfuerzo que le aguarda.
Por mi parte, si fuera en realidad el tal Thomas Drimm, debería sentirme en peligro, pero es como si no tuviese acceso a mis propios sentimientos.
Boris Vigor se yergue, palmea dos veces. Su director de gabinete abre de inmediato la puerta, entra y le informa de que su coche la aguarda.
—¡Voy a ganar! —afirma el ministro a Lily Noctis.
—Si es así —responde ella con voz acariciadora—, me encontrará aquí después del partido, y festejaremos su victoria. Le estaré mirando.
Estira las piernas en el sofá, volviéndose hacia la pantalla, donde los miles de espectadores bajo presión comienzan a gritar el nombre de Boris Vigor.
—Ya voy —les responde el interesado.
Y sale del salón evitando mirar las largas piernas bronceadas de Lily Noctis que descansan sobre el brazo del sofá blanco. En cuanto ha salido, ella teclea con la punta de la aguja en su reloj. El estadio de man-ball, en la pantalla mural, deja paso a una nube gris y negra recorrida por parásitos.
—¿Estáis ahí, queridos míos?
Sube el sonido. Al cabo de unos instantes, un rumor agudo se mezcla con el chisporroteo de los parásitos, algunos trazos recorren la pantalla, los puntos blancos se intensifican sobre el fondo negro, se forman siluetas en la nieve eléctrica. Aparece una manita. Y otra. Se dibuja un rostro, devorado de inmediato por una masa informe que recompone contornos: un nuevo rostro, otro, otro más; un racimo de pequeños rostros cambiantes que intentan hacerse reconocibles. La mirada fija de Lily Noctis se ensombrece, se endurece en el reflejo de los parásitos.
—Llamo a Iris Vigor, de nueve años y medio —pronuncia lentamente con voz ahuecada.
El racimo humano se reabsorbe en un magma gimiente del que emergen, poco a poco, los rasgos indistintos de una niña con trenzas.
—¡Soy yo, soy yo! ¡Iris Vigor soy yo!
La voz de síntesis, irregular, metálica, intenta imitar las inflexiones de una niña alegre.
—Mira, papá, qué arriba estoy en el árbol…
—Está bien, está bien —interrumpe Lily, molesta—. Es inútil que te fatigues: tu padre no te oirá nunca. Ningún ser vivo puede oírte, salvo yo.
—¡Socorro, señora, estoy muy sola!
—Me importa un bledo, no me interesas. Concéntrate en mi pensamiento: te envío una frecuencia vibratoria en la que vas a conectarte, y encontrarás a alguien con quien hablar. Cuéntale tus desgracias, dile todo lo que llevas en el corazón y pásale tu sufrimiento: eso le sentará bien y, luego, tú te sentirás mucho mejor. Concéntrate: he aquí la frecuencia.
Los parásitos se interrumpen en la pantalla, como petrificados por el hielo; su silencio se carga de una intensidad que disminuye por unos instantes la iluminación de la estancia.
—¡Gracias, señora! —grita en el vacío de la televisión la voz perfectamente clara de la pequeña muerta.
—Señorita —rectifica Lily Noctis desperezándose lánguidamente.
—¿Y nosotros? ¿Y nosotros? —implora un disonante coro de gritos infantiles.
—Al carajo —responde Lily apagando la pantalla.
Tras unos segundos de silencio, mira al techo preguntándose:
—¿Todo va bien aún, Thomas? Pues bueno, acabas de ver la suerte que te aguarda cuando estés muerto. ¿Desagradable, no es cierto, el más allá de los menores de trece años?… Concluyes de mis palabras que te quedan menos de tres meses por vivir, y tal vez tienes razón. Me sorprende que la impresión no te haya despertado de un respingo. Eres valeroso, Thomas Drimm. O tal vez te guste. A ti, un muchacho tan correcto, te atraen las fuerzas del Mal, y te preguntas por qué. Pronto lo comprenderás. Estoy impaciente porque vengas a medirte conmigo en carne y hueso, jovencito.
Se estira con un suspiro de bienestar, a través del sofá. Luego vuelve a tomar su alfiler para el pelo, lo apunta al teclado de su reloj.
—Hasta muy pronto, Thomas Drimm.
Y pulsa por tres veces la tecla 6.
—¡Despierta, Thomas!
Abro un ojo. El oso me sacude por el hombro. ¿Estoy soñando o cada vez es más fuerte? Diríase que adquiere fuerza cada vez que duermo.
—¡Te lo suplico, despierta!
Me incorporo sobre un codo. Es de noche aún.
—¿Qué hora es?
—Las siete cuarenta de la tarde. ¡Levántate! —¿Está loco? ¡Sólo he dormido veinte minutos! —¡No me dejes solo, te lo ruego, es espantoso! Suspiro con la cabeza pesada, llena de briznas de pesadillas.
—¿Pero qué pasa ahora?
—Estréchame en tus brazos, por favor…
Lo apoyo contra mi corazón, desconcertado. Me pregunto por qué invierte los papeles. Un peluche sirve para consolar a su propietario, no al revés.
—¿Pero qué le sucede, Léo?
Es la primera vez que lo llamo por su nombre, y la cosa me enternece de un modo extraño. O tal vez sea porque no consuelo nunca a nadie. Por cierto, nadie me ha necesitado nunca, salvo mi padre, tal vez, pero es demasiado inteligente para que yo pueda consolarle con lo que soy.
—¡Los niños, Thomas!
—¿Qué niños?
Su vieja voz aplasta las palabras en mi pijama:
—Miles de niños… Como un maremoto de niños que ha caído sobre mí mientras dormías… pirateando mis ondas, agarrándose a mi memoria, vampirizando mi energía al pedirme socorro… Todos los menores de trece años que no tenían chip cuando murieron, todas las almas libres, las pequeñas almas errantes, entregadas a sí mismas, que no pueden ya abandonar la Tierra ni ser ayudadas por sus antepasados en el más allá, a causa del Escudo de Antimateria… Y tampoco pueden ser percibidas por los vivos de su familia, cuyos chips contienen el pictonium que rechaza sus fotones, las partículas que les permiten expresarse… ¿Recuerdas?
—No.
—¡Vamos, haz un esfuerzo de una vez! —se enfada, apoyado contra mi torso, con las patas tensas—. ¿Cómo conseguí yo poseerte? Conectando mi frecuencia vibratoria a la tuya. ¿De acuerdo? Para que estuviéramos en la misma longitud de onda. Es un efecto electromagnético banal: ¡la atracción de los contrarios! Lo más grande atrae a lo más pequeño, tu culpabilidad produce mi compasión, tu ignorancia reclama mi saber, tu vulnerabilidad suscita mi protección… Y la cosa funciona entre nosotros como ha funcionado durante milenios, porque tú no tienes chip y no han convertido todavía el mío en fuente de energía.
—Aguarde… ¿Quiere usted decir que, si muero hoy, no podré comunicarme con mi padre a causa de su chip?
—Eso es.
—Pero mi abuela, que se mató en moto el año pasado, y a la que reciclaron en el hipermercado, en la electricidad del departamento de congelados… ¿Ella podría amargarme la muerte?
—Más o menos. Un chip reciclado priva al alma de todo poder de expresión individual. Ya no produce pensamiento: sólo energía. Lo que no impide que tu alma, probablemente, permanezca bloqueada en los parajes del departamento dt congelados, porque sería atraída por la energía vibratoria de tu yaya. La familia sigue siendo la familia, aun cuando no se sepa a qué atenerse.
—¡Es horrible!
—Es el infierno, Thomas. El infierno de los niños. Lo que la Iglesia de antaño llamaba el limbo… Todos esos pequeños aprendices de fantasma atrapados por nada junto a las neveras, los radiadores, las teles, los faroles, que no pueden responderles. Y su pobre energía burbujeante perturba los aparatos, es todo lo que consigue hacer. Ellos querrían enormemente liberar a sus padres, prisioneros de las máquinas… Pero es imposible. Causar averías es el único modo como los chiquillos de lo invisible pueden indicar su presencia…
—¿Y es por culpa suya, entonces? ¿Por culpa del Escudo de Antimateria que les impide ir al cielo?
—Por eso debes ayudarme a destruirlo.
Contemplo mi peluche con alguna sospecha.
—¡Eh! ¿Su historia de niños no será un golpe bajo para obligarme a ayudarle?
—¡No, Thomas, te lo juro! ¡Sientes muy bien que mi emoción es sincera! ¡Sientes muy bien que estoy completamente superado por el fenómeno!
—¿Y por qué no oigo yo a los niños muertos?
—Mientras sigas vivo, sólo puedes ser poseído por alguien que te importe. Alguien a quien hayas conocido, a quien ames, a quien detestes… o alguien a quien reproches la muerte, como por lo que me concierne. Pero los niños detectaron mi presencia en su campo vibratorio, y se arrojaron sobre mí como un banco de tiburones. Soy el primer fantasma adulto que consigue captarlos. Están todos ahí, exigiendo mi ayuda, pidiéndome que transmita mensajes, que cumpla misiones de amor o de venganza… Es insoportable, Thomas.
—Escúcheme, a cada cual sus problemas. Yo tengo a los vivos sobre los hombros: arrégleselas con los muertos. Mañana me levanto a las siete; tengo que dormir.
—¡No, no, sobre todo no! Cuando los pensamientos de nosotros dos se fusionan, eso rechaza a los chiquillos, pero en cuanto interrumpes nuestro intercambio, ¡regresan! Es abominable el efecto que me hace, no puedes darte cuenta de ello: me descuartizan, me destrozan la conciencia. ¡Te necesito!
Exasperado, me siento bruscamente en la cama, haciendo caer a Pictone hacia atrás.
—¡Bueno, estoy harto! Usted es un fantasma adulto, usted mismo lo dijo; no voy a convertirme en su canguro las veinticuatro horas del día porque tenga usted miedo a los niños.
—Vayamos al partido.
—¿Al partido?
—Tengo que transmitir un mensaje, Thomas, que nos concierne a ti y a mí, y que tal vez permita que liberen a tu padre. —¿Es cierto?
Me pongo en pie de un brinco. Con voz agrietada, me explica que, en la confusión de almas infantiles que se agarraban a él, una sola había conseguido expresarse con coherencia y claridad: Iris Vigor, la hija del ministro de Energía. Su mensaje era extraño pero preciso: quería que su padre plantase una bellota para que creciera un roble en señal de perdón. Y para ella, aparentemente, era algo urgente.
Dudo unos instantes con las manos sobre la chaqueta del pijama, que desabotono.
—¿Quiere usted que vayamos a decir a Boris Vigor que detenga su partido para plantar una bellota?
En cuanto ha hablado de roble, me he recordado en la Ciudad de los Árboles, en el cuadro de Brenda. Pero he apartado esa visión para permanecer concentrado. Él prosigue…
—Escucha, improvisaremos. La pequeña me ha dicho que me hablaría en su presencia: te traduciré y tú se lo repetirás. Vigor no se ha recuperado nunca de la muerte de su hija; si tiene la prueba de que estás en relación con ella, satisfará tus mejores deseos. Para él, hacer que liberen a tu padre no será problema alguno.
Siento una oleada de entusiasmo que se detiene en seco.
—¡Pero Vigor es su enemigo! Le robó su invento.
—Y eso es excelente para nosotros, Thomas: formo parte de su remordimiento.
—¿Quiere eso decir que le escuchará, como yo?
—Ya veremos. En todo caso, tú estarás en posición de fuerza. ¡Vístete, pronto!
—¿Pero cómo vamos a salir? Mi madre ha cerrado la puerta y conectado la alarma: no conozco el código. —Saltaremos el muro.
Señala el tragaluz. Abro la boca para protestar y permanezco inmóvil, con la mandíbula colgante. Incrédulo, miro mi vientre, que apenas sobresale, entre los botones desabrochados del pijama. ¿Es una ilusión óptica o me he deshinchado? ¿Veinte minutos de sueño tras haber hablado con las proteínas bastan, acaso, para adelgazar?
—Sobre todo porque no has cenado —responde el oso—. Al ser castigado, has evitado las porquerías de edulcorantes químicos con los que tu madre te atiborra, y que incitan a tu organismo a desarrollar grasas naturales a guisa de anticuerpos.
—¿Cómo es eso?
—Para funcionar, tu cerebro necesita azúcar. Si sólo comes chucherías, no recibe información «azúcar» y lo fabrica para compensar: cuanto más régimen haces, más te engordas. Cuanto más haces funcionar tu cerebro, más obeso te vuelves. Por eso el gobierno desconfía de los gordos. Vamos, ven, estaremos de regreso antes de medianoche, y te indicaré un truco más eficaz aún, para dormir perdiendo cuatrocientos gramos por hora.
Con el oso agarrado a mi espalda con sus deditos nuevos, bajo por el canalón. Unos inquietantes chasquidos escapan de la cañería y de los collares de fijación. Por mucho que haya adelgazado un poco, soy todavía demasiado pesado para este tipo de acrobacias y no sé cómo voy a volver a subir después. Tendré que tomar prestada una escalera en casa del vecino.
Me dirijo hacia la estación de metro, siguiendo a los últimos retrasados que agitan el estandarte de su equipo. El Nordville Star, el de Boris Vigor, es claramente mayoritario, y rodeo un cadáver al que los aficionados han obligado a comerse su estandarte del Sudville Club. Los incidentes son frecuentes, los días de partido, pero es una válvula de seguridad, como dice mi padre, de modo que el gobierno lo permite. Los asesinatos de aficionados son mucho menos peligrosos para la sociedad que las depresiones nerviosas.
La camioneta azul celeste ya está allí, y me doy la vuelta para mirar al deschipador, con su mono turquesa, acercando al cráneo del aficionado el aparato de recuperación. Una herramienta a medio camino entre la jeringa y la taladradora. ¡Fschttt, blop, clinc! El chip aspirado aterriza en una cápsula de cristal, y sale hacia la fábrica de Reciclado y el CDE, el Centro de Distribución de Energía. Es lo que aprendemos en instrucción cívica.
Pegunto al oso, descolgándolo de mi espalda para metérmelo en la cazadora:
—¿Ha visto usted su alma?