Read El fin del mundo cae en jueves Online
Authors: Didier Van Cauwelaert
Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,
—No había nada que ver —elude en tono sombrío—. Anda más deprisa.
Dos bocinazos me hacen volver la cabeza. Un cupé Arachide GTO se detiene junto a la acera.
—¿Vas al partido?
Tengo el corazón en un puño. En un doble puño. Brenda Logan me sonríe con el codo en la portezuela del pasajero, sentada junto a un Meg que le agarra la rodilla como si fuera su cambio de marchas. Respondo con una pizca de frialdad que sí, en efecto, voy al partido.
—¿Te llevamos?
—Acepta —ordena Pictone oculto en mi cazadora—. Si llegamos a tiempo, intentaremos hablar con Vigor antes del partido.
Brenda ha bajado ya, inclina su respaldo para que yo me deslice a la parte de atrás.
—Gracias, Brenda. Buenas noches, señor.
El Meg me lanza una mirada maligna.
—Es mi vecino de enfrente —le explica ella volviéndose a sentar—. Thomas, te presento a Harold, el director de casting de los pies que hieden.
—Encantado —digo devolviéndole a Brenda su guiño.
—Salvo que me llamo Arnold —responde el Meg.
Le digo que estoy encantado de todos modos y que él es muy amable. Arranca con cierta brusquedad, apoderándose de nuevo de la rodilla de su pasajera. Brenda apenas disimula un movimiento de retroceso. Me tranquiliza ver que, aparentemente, ella no está enamorada de ese rubiales con aspecto de cretino. Sólo es por lo del trabajo y por el coche.
—No sabía que te gustara el man-ball —me dice Brenda.
—Yo tampoco. En fin, tú tampoco, no lo sabía.
—Tengo dos billetes de primera categoría —me advierte Arnold en un tono agresivo.
Diríase que quiere marcar su territorio, en presencia de un rival. Lo adoro. Es muy halagador poner celoso a un viejo de treinta años.
—De modo que ésa es tu Brenda —suelta el oso sacando el hocico fuera de mi cazadora—. Algo vulgar, ¿no?
Cierro de pronto la cremallera.
—¡Ay¡ —grita.
He debido de agarrarle algunos pelos. Me importa un bledo. Nadie tiene derecho a insultar a Brenda.
—Después del partido —le dice el Meg—, he reservado mesa en Nardi, está prohibido para los menores, tu vecino tendrá que arreglárselas solo para regresar a casa, porque he reservado para dos.
—Ya lo había comprendido —le dice Brenda.
—¿Y tiene una entrada, al menos?
—Dile que has ganado en el concurso de tu colegio un lugar en la tribuna de la Academia de Ciencias —me sugiere el oso.
Me abstengo para no alimentar los celos de Arnold.
—De cualquier modo, tenemos que librarnos de él —prosigue Leo Pictone.
En eso estoy más bien de acuerdo. Pero no veo cómo. Cerca ya del estadio, un enorme atasco cubre con sus bocinazos el clamor de los aficionados.
—Déjame caer discretamente al suelo —aconseja Pictone.
Separo la parte baja de la cazadora. El desciende a lo largo de mi pierna izquierda y se arrastra entre los asientos delanteros.
—Nos perderemos el comienzo —gruñe Arnold—. Habrías podido estar lista antes —le reprocha a Brenda.
—Pues todavía puedo regresar a casa —responde ella con sequedad.
—No es lo que quería decir…
—Entonces no digas nada.
El motor se detiene de pronto. No lo he visto bien, pero Creo que Pictone ha desconectado algún chirimbolo debajo del volante.
—¿Qué ocurre? -—se informa Brenda.
—No lo comprendo —dice Arnold intentando en vano arrancar de nuevo—. Sale de la revisión.
—¿Quieres que eche una mirada al motor?
—¡No, no, está en garantía! Sólo la red Arachide tiene derecho a tocarlo, de lo contrario pierdo la garantía. ¡Eh! ¿Qué es esto?
—Un oso de peluche —responde Brenda mirando al sabio boca abajo, que se ha quedado detenido entre sus asientos, mientras regresaba—. ¿Está en garantía, también?
—Es mío —digo, inclinándome para cogerlo con rapidez—. Se me ha caído de la cazadora.
—¿Se portará bien, al menos, durante el partido? —ironiza Arnold, y pierde de inmediato su sentido del humor para insultar a los coches bloqueados detrás de nosotros que hacen sonar sus bocinas.
—Llama a Arachide-Asistencia —decide Brenda—. Empujamos tu trasto hacia la acera, los esperas, me das las entradas para validarlas y dejamos la tuya en recepción. Ven, Thomas.
—Sí, pero… —protesta el Meg.
Estamos fuera ya, Brenda y yo, arqueándonos contra las aletas traseras, y él hace girar sus ruedas hacia el arroyo mientras da al teléfono su número de asistido. Lo abandonamos de buena gana y nos dirigimos al estadio, a paso ligero, adelantando a los coches que se enmohecen al ralentí, con su olor a fritanga.
—Esa avería ha venido al pelo —me dice Brenda—. No podía más con ese tipo.
—Es un verdadero Meg —digo para confirmarlo.
—Adelantado por un Tetom. Veo que has aprendido la lección. Nunca debí aceptar salir con él. Pero cuando estás harta de decir no, acabas diciendo sí para que te dejen en paz, y comienzan los problemas. Cada vez caigo en la trampa. ¿Noticias de tu padre?
—No.
—¿El oso es un regalo suyo? —No.
—¿Y tu madre te deja salir solo?
Todo bulle en mi cabeza. Dudo en aprovechar la ocasión para hablarle del profesor Pictone.
—No, Thomas, te lo prohíbo. No siento en absoluto a esta chacha.
¿Pero por qué se mete ese plantígrado? Que deje ya de leer en mis pensamientos cuando estoy con una mujer. Brenda se detiene de pronto, me toma de la muñeca.
—Caramba, Thomas Drimm, ahora que le hemos dado la patada al Meg no estamos obligados a ir a su partido. Te invito a una copa —añade señalando un bar tranquilo, abandonado por los aficionados.
El dilema me anuda el estómago. Saco al profesor de mi cazadora.
—Thomas, recuerda nuestro pacto. ¡Está en juego la suerte de tu padre! Deja ya a esta muchacha y pide hablar con Vigor.
—¡Uauh! —exclama Brenda quitándome de las manos el oso de peluche—. Sus labios se mueven solos, es divertido… Mira, ya no funciona. ¿Algún problema de pilas?
No sé qué responder. Las palabras se niegan, tanto para decir la verdad como para ocultarla.
—Qué especial eres. ¿Te entrenas para un número de ventrílocuo al revés?
Completamente pasmado, la miro levantando las cejas. Ella concreta:
—Sí, normalmente un ventrílocuo articula con la boca cerrada, para hacer creer que el que habla es su oso.
—Pues bien, con nosotros, sucede lo contrario.
Mi frase ha brotado sin avisar. Me siento enseguida liberado, aliviado, normal. He elegido el bando de mi especie. He elegido el bando de los vivos.
—¿Lo contrario de qué? —pregunta Brenda.
—¡Thomas, te prohíbo que me traiciones! —grita el oso.
—Es usted el que se ha traicionado; bastaba con que mantuviera la boca cerrada.
Lo recupero bruscamente de las manos de Brenda, a la que le digo que bueno, de hecho, el ventrílocuo es él; yo digo lo que me hace decir.
Ella se rasca la esquina de la nariz.
—Genial. ¿Y qué dice?
—Es muy técnico: usted lo comprenderá mejor que yo. Es el profesor Leo Pictone, de la Academia de Ciencias.
—Muy honrada —dice ella estrechándole la pata—. ¿Sabe usted que todo el mundo está muy inquieto por su desaparición, señor?
—Hablo en serio, Brenda.
—Yo también —responde ella—. El canguro que viste en mi casa, cuando era pequeña, decidí que era el Príncipe Encantador que aguardaba a que yo fuese una mujer para recuperar su auténtica forma. Lo tuyo es más original. ¿De modo que sueñas con ser un gran científico?
—Sueño con que me dejen en paz, pero no tengo otra opción —digo con violencia, a punto de estallar—. A Pictone le chorizo su invento Boris Vigor, de modo que tengo que echarle mano antes del partido, para decirle que hemos encontrado a su hija.
Ella da un respingo.
—¿A la pequeña Iris? Pero si murió hace tres años.
—¡Precisamente! Así hará que absuelvan a mi padre.
Me mira con gran perplejidad, me revuelve el pelo. La gente corre a nuestro alrededor, se preguntan si tienen entradas para vender, nos empujan. Ella me sienta en un banco, se instala a mi lado.
—No me cree usted, ¿verdad?
—Te comprendo, Thomas Drimm. Es terrible lo que sucede con tu padre. Escucha, si quieres que te dejen acercarte a Boris Vigor, tienes un medio excelente: tu oso.
—Lo sé.
—Pero no le digas: es el sabio al que le chorizo su «invento». Psicológicamente no me parece muy bueno. ¿Conocías tú a Iris?
—No.
—Hicieron un montón de reportajes, cuando aconteció el drama. El vivo retrato de su padre: bonita, atontada, atlética. Hoy tendríais la misma edad. Basta con que digas que era su oso. Que os habíais cambiado los juguetes. Fetichista como es, Vigor se sentirá tan feliz recuperándolo que indultará a tu padre.
—Vaya tontería —chirría Pictone con sus labios prietos—. ¡No escuches a esa bobalicona! Tú y yo hemos elaborado una estrategia; debes atenerte a ella.
—Dámelo —dice quitándose el fular—, voy a feminizarlo un poco.
Vuelve a arrebatarme al profesor. Le anuda el fular como una faldita. Saca luego un tubo de carmín. Leo Pictone se deja maquillar, petrificado.
—Ahora podemos ir: es creíble como juguete de niña— dice contemplando su obra.
Y nos ponemos en marcha a la carrera hacia el estadio. Con mi mano en la suya y el peluche bajo el brazo, evito encontrar la mirada del viejo sabio convertido en Léa, la osita.
En los últimos minutos antes del saque inicial, cuando todas las plazas sentadas están ya ocupadas, venden a los pobres el espacio circundante. Las taquillas son tomadas al asalto por racimos de histéricos dispuestos a matarse mutuamente por un rincón de peldaño o un pedazo de reja donde aplastar la nariz. Ahora comprendo mejor la cara de mi padre, durante el desayuno, cuando la víspera ha asistido a su partido mensual obligatorio.
Brenda se dirige directamente al mostrador «Invitaciones VIP», tras el cual un gorila ocioso se mordisquea las pieles alrededor de las uñas.
—Buenos días —dice con tranquila autoridad—, soy la agregada ministerial de Boris Vigor. Este niño acaba de traerme un objeto que perteneció a su hija Iris. Debo entregárselo de inmediato: es su mascota.
El gorila se ha incorporado, en actitud de amenaza o de respeto, no lo sé muy bien. A menos que sea cosa de la seducción.
—Lo haría con gusto, señorita, pero el señor ministro está ya en el tapete.
Un inmenso clamor puntúa su frase, sustituido por el himno nacional.
—Bueno —decreta Brenda—, lo veremos después del parado. ¿Puede hacer que le lleven una nota al vestuario?
—Claro que sí, señorita.
—Es usted un amor.
Saca su libreta del bolso, arranca una hoja y la ennegrece con una caligrafía rápida y puntiaguda. Yo abro mi cazadora para echar una ojeada a Leo Pictone. Con las patas cruzadas, está de morros. El control de la situación se le escapa, y eso no me disgusta del todo. Tenía mil veces razón al querer contratar a Brenda como ayudante: es el tipo de muchacha para la que todos los obstáculos se convierten en trampolines.
—No pensaba asistir al partido —prosigue dirigiéndose al de la taquilla—, pero bueno: razón de Estado. ¿Quedan plazas en la tribuna del gobierno?
—Lamentablemente, no.
—Qué vamos a hacerle, valide esas dos entradas.
—¿Y Arnold? —digo a mi pesar.
—Se llamaba Harold, ¿no?
—No lo creo.
—¿Ves? —dice—, ya lo hemos olvidado.
Cruzamos las barreras de control, los pórticos de seguridad, luego el compartimiento de votación, donde nos cambian nuestras entradas por dos cajetines negros. Brenda configura el suyo con su chip, apoyándoselo en la sien. No sé qué hacer con el mío.
—¿Es tu primer partido? —pregunta.
Asiento. Ella me lo explica: puesto que tengo menos de trece años, tengo derecho a voto pero, si gano, no gano nada. Meto el cajetín en mi bolsillo interior, a la derecha del oso, y trepamos por los graderíos, que tiemblan por el pataleo de los espectadores.
Entre un concierto de aclamaciones y silbidos, los dos equipos desfilan por turnos, en la parte alta del estadio, por el tapete verde del que sale la rampa de lanzamiento. Las tribunas semicirculares dominan una ruleta de casino, tan grande que los números de las casillas se distinguen desde el último graderío, donde están nuestros asientos.
—Primera categoría… ¡y un huevo! —masculla Brenda—. Hemos hecho bien dándole esquinazo a ese rácano de Arnold.
Asiento. La música de los equipos se detiene. Los jugadores se detienen, en posición de firmes con sus uniformes acolchados, detrás de sus capitanes.
—¡Bo-ris Vi-gor! —grita la multitud golpeando con los pies.
El capitán de los blancos con estrellas azules avanza hasta el borde del vacío. Se quita el casco integral para saludar entre aclamaciones. Luego le toca al verde con lunares amarillos, que se quita a su vez el casco entre silbidos, recibe un tomate podrido arrojado por un lanza-tomates, se seca el rostro y vuelve a ponerse el casco.
—¡Hagan juego! —aulla una voz por los altavoces.
La ruleta gigante comienza a girar, mientras miles de aficionados, a nuestro alrededor, introducen cifras en su cajetín, con una excitación ávida. Brenda me susurra que, si acertamos el número, ganaremos bastante para perder durante seis meses.
—¿Cero? —propone.
—De acuerdo.
Apostamos al mismo tiempo. Dado que mi voto será en blanco, por qué no jugar lo mismo que ella. Sería demasiado estúpido ganar yo solo para nada.
Redobla el tambor, cada vez más fuerte, luego un súbito silencio.
—¡No va más! —ordenan los altavoces.
Todo el mundo deja el cajetín, mira la pantalla que domina el estadio. Al cabo de unos segundos, aparece el 31, el númer por el que más se ha apostado. Los mayoritarios berrean su júbilo.
El primer verde con lunares amarillos entra en la rampa de lanzamiento. A una velocidad vertiginosa, aterriza en el cilindro, donde, hecho una bola, rebota de casilla en casilla para acabar, tendido cuan largo es, a caballo entre el 2 y el 25. Cuando la ruleta se inmoviliza, evacúan su cuerpo entre la re chifla de la multitud.
Brenda me explica las reglas: la ruleta girará hasta la eliminación de los hombres-bolas. Cuanto más cerca del número plebiscitado por la multitud está la casilla donde termina el jugador, más puntos gana su equipo. En caso de igualdad, el último que queda vivo es el que gana.