Read El fin del mundo cae en jueves Online
Authors: Didier Van Cauwelaert
Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Infantil y juvenil,
Nos hemos dirigido en silencio, a lo largo de la playa, hacia la avenida del Presidente-Narkos-III. Estábamos haciendo al revés el último paseo del profesor Pictone, antes de que mi cometa le agujereara el cráneo, y yo imaginaba el efecto que eso podía hacerle. ¿En qué momento nos resignamos a estar muertos? Y el pobre Fiso, con toda su confusión mental, ¿ha advertido ya que no es de este mundo? ¿O su alma sigue examinando por nada a los clientes que entran en el casino? En los tiempos en que tenía entera su memoria, un fisonomista no servía ya de gran cosa, con todos los sistemas de control de chips que permiten identificar en dos segundos a los tramposos y a los que tienen prohibido el juego. Pero lo mantenían ahí como decoración. Por respeto a las tradiciones.
Acabo haciendo al profesor la pregunta que pesa sobre mi conciencia. Si por casualidad nuestro plan funciona, si la pasma toma como suyo el chip de Fiso, ¿qué harán con él?
—Lo declararán civilmente no reciclable —responde—. Como el de los grandes criminales, los grandes pensadores y los malos ciudadanos. Y convertirán su energía vital en arma de disuasión masiva, contra las manifestaciones antichipistas.
Inclino la cabeza, con el corazón en un puño. Él ha confirmado lo que decía mi padre. En los Estados del Sur, al parecer, hay rebeldes que se destrozan el cerebro para deschiparse en vida: de ese modo se vuelven locos y, entonces, los bombardean con espíritus descarriados. Los rebeldes matan a los rebeldes: es la moral oficial del Ministerio de Seguridad. Lo siento mucho por Fiso, lamento que su pobre energía auto-destructora sea recuperada con fines guerreros por los mercaderes de almas, pero no tenemos otra alternativa.
—¡Hola, Thomas!
Doy un respingo. Es David, el pescador que utilicé sin que él supiera para mandar a mar abierto el cuerpo de Pictone, atado a su embarcación con los cordeles de mi cometa.
—¡Estarás contento! —se alegra dirigiéndose hacia su gran barcaza llena de peces muertos, bidones, ramas y bolsas bio mal degradadas—. ¡Mira lo que he encontrado limpiando la playa!
Busca en su carga de detritus y blande ante mis narices, con orgullo, la cosa que más añoro y temo en el mundo: XR9. Mi mutilada cometa.
—Tu madre me dijo que la habías perdido. Ya ves, nunca hay que desesperar: las olas te la han devuelto. Una pequeña reparación y volverá a ser la reina de la playa.
—Gracias, David —digo procurando parecer aliviado.
Y luego, una especie de mar de fondo sube hasta mi garganta y las lágrimas brotan de mis ojos. Es demasiado. Demasiadas emociones, demasiados recuerdos, demasiadas impresiones. No puedo seguir actuando, dando el pego, buscando soluciones para arreglar todo el mundo… Me rindo.
—No te preocupes —dice David dándome una simpática palmada—. Sé muy bien que no eres muy bueno con las manualidades. Yo mismo voy a reparártela. Quedará como nueva.
Sin reaccionar, lo veo subir a su barcaza, que se aleja con el arma del crimen. A fin de cuentas, en su casa o en cualquier otra parte… Si deben encontrarla, la encontrarán. La sangre de mi víctima era visible aún en el armazón, pero hay otra cosa que me inquieta. Otra cosa en la que no me fijé anteayer, o que alguien ha añadido luego. En la juntura de las alas, he visto una pastilla de metal. Como una especie de micrófono.
—Es un sistema de mando a distancia —dice el oso con voz ahogada—. Mi muerte no ha sido un accidente, Thomas. Alguien equipó tu cometa para modificar su trayectoria. Alguien quiso que tú me mataras.
Durante el kilómetro y medio que nos separaba de su casa, profesor Pictone ha rumiado la nueva versión de nuestro encuentro, tal como iba dibujándose cuando los indicios encajaban. No fue una casualidad, anteayer, que él viniera a la playa, mientras yo manejaba mi cometa solo en la tempestad. Alguien le había telefoneado, diez minutos antes, para citarlo en el pontón junto al que yo jugaba.
—¿Quién?
—Uno de los rebeldes que apoyan mi proyecto de destrucción del Escudo. En fin, eso creí yo. Me dijo la contraseña, hablaba en lenguaje cifrado: no desconfié. Pero nadie acudió a la cita, bien lo viste. Sólo estabas tú.
—¿Pero quién puede haber manipulado mi cometa?
—No lo sé. Alguien hizo que cayera sobre mi cráneo, eso es todo.
—¡En fin, es una locura! ¿Por qué alguien iba a querer que yo lo matara? ¿Por qué yo?
—¡No lo sé, Thomas! ¿Y por qué no me ha llegado antes esta información? Sí, de acuerdo —se responde, con menos vehemencia—. Eso habría cambiado la naturaleza de nuestras relaciones. ¡El libre albedrío es penoso! ¡Envenena la vida, y la cosa continúa con la muerte!
—¿Por qué lo dice? ¿Por qué habría cambiado nuestras relaciones?
—Si yo hubiera sabido que nada tenías que ver con mi muerte, cretino, te habría impedido que te sintieras culpable. Al menos, no habría aprovechado tu culpabilidad: nunca me hubiera manifestado en este oso para obligarte a ayudarme.
Suelto un suspiro de agotamiento. Ya no sé a qué agarrar-me. Si quienes quieren impedirme que ayude a Pictone son los que provocaron nuestro encuentro, ¡la cosa se convierte en un infierno! ¿Dónde están los buenos, dónde están los malos? Si los enemigos resultan ser aliados, comenzamos a dudar de los aliados, es normal. Incluso Brenda parece, de pronto, extraña. Nos deja discutir, camina diez pasos más atrás, pegada a su móvil, por el que habla con un Meg diciéndole que de buena gana volverá a salir con él, siempre que le haga un pequeño favor. Me cuesta mucho no aguzar el oído, permanecer concentrado en el oso, que me llena la cabeza con sus hipótesis.
—Tenías razón, Thomas —suspira.
—¿Razón en qué?
—Si nos manipulan desde el principio, a ti y a mí, sólo hay un recurso posible. Manipular también nosotros.
Ya está, hemos llegado ante su casa. Será preciso parlamentar, de nuevo, con su viuda, explicar, mentir, intentar convencerla… Si al menos pudiera volver a ser un preadolescente normal, con los profes como únicos problemas, unos padres que se pelearan y algunos kilos de más. No conocía mi felicidad. Todo lo que hoy quisiera es que me devolvieran mis torturas de antaño.
No dejo de pensar en la pluma de mi padre, en la que Pictone ha hecho crecer, hace un rato, mis iniciales. ¿Por qué lo habrá hecho? ¿Para prepararme a ser huérfano? ¿Para que recoja la antorcha, una antorcha que nunca ha encendido nada? La imagen de la vieja pluma entre las patas de peluche crece ante mis ojos, se convierte en una especie de lanza, de estandarte…
—¡Vamos, llama! —se impacienta el oso—. ¿A qué estás esperando?
Bruscamente, doy media vuelta. Estoy harto. Lo abandono todo. Basta. ¿Qué es lo que a mí me importa? La liberación de mi padre. El único que ha hecho algo por él, hasta ahora, es Anthony Burle. Su intervención le ha hecho pasar de estar detenido a una celda de desintoxicación. Aunque se muestre simpático con mi madre para acostarse con ella, o porque ya lo ha hecho, es la única esperanza de papá. El único que es fiable. No debo seguir equivocándome en la elección de mis aliados.
Paso ante Brenda, que me agarra del brazo, con un gesto tenso.
—Acabo de llamar a un ex, que es agregado de prensa en el Ministerio del Bienestar. El compañero de tu madre ha mentido: tu padre no ha sido transferido a sus unidades antialcohólicas. Sigue detenido en el Ministerio de Seguridad, en la División 6.
—¿La División 6? —grita Pictone—. ¡Pero es horrible! ¡Es la sección de autotortura mental! Pasé allí veinticuatro horas, cuando mi editor denunció mi libro al Comité de Censura. ¡Hay que sacarle enseguida de allí, Thomas! Es imposible resistir dos días: se cede o se muere.
Contemplo al oso, miro a Brenda y doy media vuelta a paso de carga, animado por una rabia absoluta. La gran puerta de madera lacada se abre al tercer timbrazo. Al reconocerme, la señora Pictone tiene un sobresalto.
—¡Otra vez tú! ¡Lárgate o llamo a la policía!
—No es momento de enojarme, ¿vale?
—Debiera usted escucharle, señora —interviene Brenda con mucha más diplomacia.
—¿A ese chiquillo? ¡Ah, no, ya basta! Ayer intentó vencerme este juguete de peluche diciendo que era mi marido.
—¡Qué barbaridad! ¡Cómo deforma las palabras! —suspira el oso—. A mí también me comprendía siempre al revés.
Brenda sonríe ampliamente y afronta, con persuasiva dul-zura, la maligna mirada de la alta anciana de pelo azul.
—Soy médica, señora Pictone, y le confirmo que ese juguete de peluche es, efectivamente, la reencarnación de su esposo. Por razones algo largas de explicar, nos ha elegido para ser sus ejecutores testamentarios. Lleva un mes de adelanto, pero ha deseado absolutamente que le entreguemos su regalo. Feliz cumpleaños.
Y le tiende el estuche de cuero rojo. La señora Pictone lo abre, pasmada.
—Pa… parece…
—Su brazalete de familia —confirma Brenda.
—Pero no es posible: ¡está en la caja fuerte!
—Su marido nos la ha abierto.
—¿Y… y esos diamantes?
—Quería darle una sorpresa.
Con manos temblorosas y la mirada alucinada, clava sus ojos en el oso que le pongo en los brazos como un bebé. El levanta una pata:
—Buenos días, Edna. No te pregunto si me has echado en falta.
—¡Léonard! —grita ella.
Y cae desvanecida.
—¿Lo habéis visto? —exclama su marido, incrédulo—. ¡Me ha oído!
—Nada como una joya para restablecer la comunicación en las parejas —masculla Brenda.
Recogemos a la viuda Pictone, la instalamos en una butaca de su salón y aguardamos a que vuelva en sí. Impaciente, Brenda toma un frasco de cristal de una bandeja, bebe un trago para comprobar que, efectivamente, es whisky, y mete la nariz en el gollete. La anciana dama abre un ojo. Sentado en su rodilla derecha, su difunto le toma la mano entre sus patas. Con astucia, le ha puesto en la muñeca su brazalete de aniversario. El brillo de los diamantes la hace retroceder, de pronto, en su sillón.
—¿No es un sueño? —se asusta.
—Sí, querida mía —le responde el oso de peluche con voz tranquilizadora—. Para mí, en todo caso, es un sueño que se realiza: he rogado tanto para que oyeras por fin mi voz…
Me parece que se pasa un rato, pero bueno, tiene razón. Y, además, le prefiero hipócrita que hipocondríaco. Lo que cuenta es la eficacia.
—¿Pero, cómo es posible? —farfulla ella.
—Estoy muerto, Edna, aunque me encuentro bien, gracias a este muchacho. Te burlaste mucho de mis trabajos de física cuántica, de mi teoría sobre la conciencia que crea nuestra envoltura carnal y le sobrevive. Pues bien, ya ves: yo tenía razón. De todos modos, te necesito, Edna. Estoy en peligro. Te he arruinado la vida, lo sé muy bien, pero eres la única que puede salvarme de la muerte.
Se interrumpe, mira cómo los ojos de la anciana dama se llenan de lágrimas. Con esfuerzo, ella traga saliva y se vuelve hacia mí, moviendo la cabeza:
—No es Léonard, no lo reconozco… Es… demasiado amable.
—La muerte pone las cosas en su lugar, Edna. Te pido perdón por todo el daño que nos hemos hecho, por todas las disputas inútiles, por todas mis críticas a tu cocina y esas manías que tanto me enojaban… Me arrebatabas el aire, es cierto, pero ahora lo echo en falta. El infierno conyugal es siempre mejor que el purgatorio a solas.
La anciana dama busca a tientas un pañuelo en su manga. Él añade:
—¿Ya está, me reconoces mejor ahora?
Ella mueve la cabeza sorbiendo. Vacila y, luego, dominando cierta repulsión, posa la mano sobre la piel del oso que cabalga en su rodilla derecha.
—También yo lo echo en falta, Léonard. Tanto silencio… Nunca podré vivir sola.
—Están los niños —responde él sin convicción.
—De eso se trata. Van a meterme en una residencia. Ahora, la villa es suya.
—No, no, tranquilízate: la vendí con un usufructo vitalicio, para financiar mis investigaciones. Un usufructo vitalicio para ambos: nadie te pondrá de patitas en la calle.
—¿Y si habláramos de mi problema? —digo para abreviar los arrullos.
El oso y la anciana dama siguen mirándose, como si yo no existiera.
—No pienso sobrevivirte —insiste ella con firmeza—. La vida sin ti no significa nada. Llévame contigo, Léonard…
—Enseguida no, Muñeca —responde con aire turbado—. Pero te prometo que tendremos una segunda oportunidad, tú y yo, en el más allá… si haces lo que te digo.
Y le explica con la máxima delicadeza la necesidad de que sus despojos permanezcan en el fondo del mar y, por lo tanto, de proporcionar a las autoridades un chip distinto al suyo para darle tiempo a destruir el Escudo de Antimateria.
—¿No vas a empezar de nuevo, verdad? —se indiana Muñeca.
Él replica que es la única solución para, cuando llegue el día, llevarla de viaje de bodas al Paraíso.
—¿Te estás burlando de mí?
—¡Claro que no, Muñeca! El Escudo bloquea las almas en la Tierra, ¡te lo he dicho cien veces! Y si me deschipan, no podré ya hablar contigo. Escucha, tenemos una suerte de mil diablos: un hombre de mi edad acaba de morir a dos pasos de aquí, con el rostro hecho papilla y sin familia alguna. Basta con que digas que soy yo.
Ella guarda silencio, frunciendo el ceño. Algo la reconcome. Sin duda la jugarreta del Escudo, la perspectiva de ver a su esposo convertido en un terrorista a título póstumo.
—¡Léonard! —dice con ofuscada lentitud—. ¿Te he oído bien: me pides que reconozca un cuerpo que no es el tuyo? ¡Y que lo entierre en el panteón de mis padres!
—Los cadáveres carecen de importancia, Edna. Cuando abres tu correo, tiras los sobres. Lo que importa son las cartas.
—¡Pero es un sacrilegio!
—¡No, es una prueba de amor! —replica en tono hastiado—. Si quieres que te lleve conmigo para rehacer nuestra vida en el más allá, tienes que impedir que la policía encuentre mi verdadero cuerpo. ¡Punto y final!
—¡Ah, no, por fin te reconozco! —chirría ella—. No has cambiado. Sigues siendo el mismo egoísta, sin ninguna consideración por lo que sienten los demás…
—¡Estás tocándome las narices, Edna! —grita él golpeándole la rodilla izquierda—. Deja ya de hablar del pasado: te he hecho una petición concreta, y el tiempo apremia. Ahora, si prefieres quedarte sola en la Tierra como en los cielos, con tus ridículos principios y tu qué-dirán, eres muy libre de hacerlo, ¡me importa un bledo!'
Antes de que torpedee nuestra causa, me apresuro a decirle a su viuda que, si se niega a cooperar, yo voy a quedarme huérfano. Me mira fríamente, como si perturbara su intimidad.