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Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

El jardín de Rama (17 page)

BOOK: El jardín de Rama
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1 de septiembre de 2213

Sin duda, algo nuevo está sucediendo. Durante los diez días pasados, desde el momento mismo en que terminamos en el tanque y finalizó la maniobra, nos estuvimos acercando a una fuente luminosa solitaria, ubicada a unas treinta unidades astronómicas de la estrella Sirio. Richard manejó ingeniosamente la lista de los sensores y la pantalla negra, de modo que esta fuente está en el centro mismo de nuestro monitor en todo momento, independientemente de qué telescopio ramano la esté observando.

Hace dos noches empezamos a ver alguna definición en el objeto. Especulamos que, a lo mejor, era un planeta habitado y Richard se movió afanosamente computando el suministro térmico de Sirio a un planeta cuya distancia era, aproximadamente igual a la de Neptuno a nuestro Sol. Aun cuando Sirio es mucho más grande, más brillante y más caliente que el Sol, Richard llegó a la conclusión de que nuestro paraíso, si es que éste era en verdad nuestro destino, todavía iba a seguir siendo muy frío.

Anoche pudimos ver nuestro blanco con más claridad: es una construcción alargada (Richard dice que, en consecuencia, no puede ser un planeta: cualquier cosa “que tenga ese tamaño” y que, decididamente, no es esférica, “tiene que ser artificial”), en forma de cigarro, con dos hileras de luces a lo largo de la parte superior y de la inferior. Debido a que no sabemos bien cuán lejos está, no conocemos su tamaño con exactitud. Sin embargo, Richard estuvo haciendo algunas predicciones basadas en nuestra velocidad de aproximación, y cree que el cigarro tiene alrededor de ciento cincuenta kilómetros de largo y cincuenta de altura.

Toda la familia está sentada en la sala principal y contempla el monitor. Esta mañana tuvimos otra sorpresa: Katie nos mostró que había dos vehículos más en la vecindad de nuestro blanco. La semana pasada, Richard le había enseñado cómo modificar los sensores ramanes qué suministraban la entrada a la pantalla negra y, mientras el resto de nosotros conversaba, la niña consiguió acceso al lejano sensor radar que habíamos usado por primera vez, hacía ya trece años, para identificar los misiles nucleares que venían de la Tierra. El objeto en forma de cigarro apareció en el borde del campo visual del radar. Parados justo delante del cigarro, casi indistinguibles de él dentro del amplio campo, estaban los otros dos blips. Si el gigantesco cigarro es en verdad nuestro destino entonces, a lo mejor, estamos a punto de tener compañía.

8 de septiembre de 2213

No existe forma de describir adecuadamente los acontecimientos de los cinco días pasados. El idioma no tiene adjetivos superlativos suficientes como para expresar lo que hemos visto y experimentado. Michael llegó, inclusive, al punto de comentar que el paraíso puede empalidecer, al compararlo con las maravillas de las que hemos sido testigos.

En este momento, nuestra familia está a bordo de un pequeño trasbordador sin piloto, no más grande que un ómnibus urbano de la Tierra, que nos está transportando muy aprisa desde la estación de paso hacia un destino desconocido. La estación de paso con forma de cigarro todavía es visible, pero sólo apenas, a través de la ventanilla en forma de cúpula que hay en la parte posterior de la nave. A nuestra izquierda, nuestro hogar durante trece años, la nave espacial cilíndrica a la que llamamos Rama, se dirige en una dirección ligeramente diferente de la nuestra. Partió de la estación de paso pocas horas después que nosotros, su exterior iluminado como un árbol de Navidad, y, en estos momentos, nos encontramos separados de ella por unos doscientos kilómetros.

Cuatro días y once horas atrás, nuestra nave espacial Rama se detuvo en relación con la estación de paso. Eramos el tercer vehículo de una fila sorprendente: frente a nosotros había una estrella de mar giratoria, cuyo tamaño era, aproximadamente, un décimo del de Rama, y una rueda gigantesca, con un eje y rayos, que ingresó en la estación de paso, pocas horas después de que nos detuvimos.

La estación de paso resultó ser hueca. Cuando la rueda gigantesca penetró en el centro de la estación de paso, puentes móviles transversales y otros elementos desplegables se desplazaron para encontrarse con la rueda y dejarla fija en un sitio. Una comitiva de vehículos especiales que tenían tres formas extrañas (uno parecía un globo, otro parecía un pequeño dirigible y el tercero se asemejaba a una batisfera de la Tierra) ingresaron, entonces, en la rueda, provenientes de la estación de paso. Aunque no podíamos ver lo que estaba ocurriendo dentro de la rueda, vimos surgir a los vehículos especiales, uno por uno, a intervalos irregulares durante los dos días siguientes. Cada vehículo se reunió con un transbordador, como aquel en el que estamos volando ahora, pero de tamaño más grande. Todos estos transbordadores habían estado estacionados en la oscuridad, en el costado derecho de la estación de paso, y los habían desplazado hasta colocarlos en posición, alrededor de treinta minutos antes del encuentro.

No bien cargaban los transbordadores, partían en una dirección completamente opuesta a nuestra fila. Alrededor de una hora después de que el vehículo final surgió de la rueda, y el último transbordador partió, los cientos de piezas de equipo mecánico conectadas a la rueda se retrajeron y la gran nave espacial circular se soltó de la estación de paso.

La estrella de mar que teníamos al frente ya había ingresado en la estación de paso y otro conjunto de puentes móviles y dispositivos de fijación se encargaban de ella cuando un silbido intenso nos convocó a la parte superior de Rama. Al silbido lo siguió una exhibición luminosa que tuvo lugar en el Tazón Austral. Sin embargo, esta exhibición fue completamente diferente de las que habíamos visto antes: el Cuerno Mayor era la estrella de este nuevo espectáculo. Anillos circulares de color se formaron cerca de la punta y, después, zarparon lentamente hacia el norte, centrados a lo largo del eje de rotación de Rama. Los anillos eran enormes: Richard estimó que, por lo menos, tenían un kilómetro de diámetro y un espesor de cuarenta metros.

La oscura noche ramana se iluminó con ocho anillos de estos al mismo tiempo. El orden siguió siendo el mismo (rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, marrón, rosado y púrpura) durante tres repeticiones. Cuando un anillo se abría y desaparecía cerca de la estación de enlace Alfa, en el Tazón Boreal de Rama, un nuevo anillo del mismo color se volvía a formar cerca de la punta del Cuerno Mayor.

Nos quedamos inmóviles, boquiabiertos, mientras tenía lugar este espectáculo. En cuanto el último anillo desapareció del tercer conjunto, ocurrió otro suceso asombroso. ¡Dentro de Rama se encendieron todas las luces! La noche ramana había comenzado nada más que tres horas antes y, durante trece años, la secuencia de noche y día había sido completamente regular. Ahora, en forma repentina, eso cambió. Y no fueron únicamente las luces. Hubo música también; por lo menos, creo que se lo podría llamar música: sonaba como millones de diminutas campanillas y parecía provenir de todas partes.

Ninguno de nosotros se movió durante muchos segundos. Después, Richard, que tenía el mejor par de binoculares, vio algo que venía volando hacia nosotros.

—Son los avianos —gritó, dando saltos en el sitio y señalando al cielo—. Acabo de recordar algo: mientras estuve en mi odisea los visité en su nuevo hogar situado en el norte.

De a uno por vez, cada uno de nosotros miró a través de los binoculares. Al principio no era seguro que Richard hubiera hecho una identificación correcta pero, a medida que se acercaban, los cincuenta o sesenta puntos se volvían bien definidos y se los podía reconocer como los grandes seres, parecidos a pájaros, que conocemos como avianos. Enfilaban directamente hacia Nueva York. La mitad de los avianos revoloteaba en el cielo, a unos trescientos metros por encima de nuestro túnel mientras la otra mitad se lanzaba en picada hacia la superficie.

—¡Por favor, papito! —gritaba Katie—. ¡Vamos!

Ames de que yo pudiera plantear alguna objeción, padre e hija habían salido a la carrera. Miraba a Katie correr. Siempre fue muy rápida. En mi memoria podía ver la garbosa carrera a través del pasto, en el parque de Chilly-Mazarin, de mi madre. No hay duda de que Katie heredó algunas características del lado materno de la familia, aun cuando es, antes que nada, la hija de su padre.

Simone y Benjy ya habían empezado a volver a nuestro túnel. Patrick estaba preocupado por los avianos.

—¿Van a lastimar a papito y a Katie? —preguntó.

Le sonreí a mi bondadoso hijo de cinco años.

—No, querido —respondí—, no si tienen cuidado.

Michael, Patrick, Ellie y yo volvimos al túnel para ver cómo procesaban la estrella de mar en la estación de paso.

No pudimos ver mucho porque todas las puertas de entrada a la estrella estaban del lado opuesto, alejadas de las cámaras ramanas, pero supusimos que estaba teniendo lugar alguna clase de actividad de descarga porque, al final, cinco transbordadores partieron hacia un nuevo lugar. Terminaron de procesar la estrella de mar muy pronto. Ya había abandonado la estación de paso antes que Richard y Katie regresaran.

—Empiecen a hacer las valijas —dijo Richard sin aliento, no bien volvió—. Nos vamos. Todos nos vamos.

—Debiste haberlos visto —le dijo Katie a Simone en forma casi simultánea—. Eran enormes. Y feos. Bajaron a su guarida…

—Los avianos regresaron para recuperar algunas cosas especiales de su guarida —la interrumpió Richard—. A lo mejor eran recuerdos. Sea como fuere, todo concuerda. Nos vamos de aquí.

Mientras yo corría por todas partes tratando de meter las cosas que nos eran esenciales en las cajas resistentes, me critiqué por no haberme dado cuenta antes de todo eso. Habíamos visto tanto a la rueda como a la estrella de mar “descargar” en la estación de paso, pero no se nos ocurrió que nosotros podríamos ser el cargamento que iba a descargar Rama.

Resultaba imposible decidir qué embalar, habíamos estado viviendo en esas seis habitaciones (incluidas las dos que habíamos dispuesto para almacenamiento) durante trece años. Probablemente habíamos solicitado un promedio de cinco artículos por día, empleando el teclado. De hecho hacía mucho que habíamos desechado la mayoría de los objetos, pero todavía… no sabíamos adonde íbamos. ¿Cómo podíamos saber qué llevar?

—¿Tienes alguna idea de qué va a pasar con nosotros? —le pregunte a Richard.

—Mi marido estaba fuera de sí tratando de resolver de qué manera iba a llevar su computadora de tamaño considerable.

—Nuestra historia, nuestra ciencia… todo lo que queda de nuestro conocimiento está ahí —dijo, señalando, presa de agitación, a la computadora—. ¿Qué pasaría si se pierde todo esto y no se puede recuperar?

Toda la computadora no pesaba más que ochenta kilogramos. Le dije a Richard que todos podíamos ayudar a transportarla, después de que hubiéramos empacado la ropa, los efectos personales y algo de comida y agua.

—¿Tienes alguna idea de adonde estamos yendo? —repetí. Richard se encogió de hombros.

—Ni la menor idea —contestó—. Pero, dondequiera que sea, apuesto a que va a ser asombroso.

Katie entró en nuestra habitación. Llevaba una bolsita y tenía los ojos llenos de energía.

—Ya empaqué y estoy lista —dijo—. ¿Puedo ir arriba y esperar?

Su padre no había terminado de dar el consentimiento cuando Katie salió por la puerta como un rayo. Sacudí la cabeza, lanzándole a Richard una mirada de desaprobación, y fui por el corredor para ayudar a Simone y a los demás niños. Para los muchachos, el proceso de empacar fue dificultoso. Benjy estaba malhumorado y confundido; hasta Patrick estaba irritable. Simone y yo acabábamos de terminar (el trabajo resultó imposible hasta que obligamos a los chicos a dormir la siesta), cuando Richard y Katie regresaron de la superficie.

—Nuestro vehículo está aquí —dijo Richard con calma, reprimiendo la exaltación.

—Está estacionado sobre el hielo —agregó Katie, quitándose sus gruesos abrigos y guantes.

—¿Cómo sabes que es el nuestro? —preguntó Michael. Había ingresado en la habitación tan sólo instantes después de Richard y Katie.

—Tiene ocho asientos y sitio para nuestros bolsos —contestó mi hija de diez años—. ¿De quién más podría ser?

—Para quién —corregí mecánicamente, tratando de integrar esta última información. Me sentía como si hubiera estado bebiendo de una manguera para incendios durante cuatro días consecutivos.

—¿Viste alguna octoaraña? —preguntó Patrick.

—Oc-to-a-ra-ña —repitió Benjy con cuidado.

—No —repuso Katie—, pero sí vimos cuatro aviones del tamaño de un mamut, verdaderamente planos, con alas anchas. Volaron sobre nuestras cabezas, viniendo desde el sur. Creemos que los aviones planos transportaban las octos, ¿no, papá?

Richard asintió con la cabeza.

Respiré hondo.

—Muy bien, pues —dije—. Arrópense bien todos. Vamos. Lleven los bolsos primero, Richard, Michael y yo haremos un segundo viaje por la computadora.

Una hora más tarde, todos estábamos en el vehículo. Habíamos trepado la escalera de nuestro túnel por última vez. Richard apretó un botón rojo destellante y nuestro helicóptero ramano (lo llamo así porque remontaba vuelo en forma vertical, no porque tuviera palas rotatorias) se levantó del piso.

Nuestro vuelo fue lento y vertical durante los primeros cinco minutos. Una vez que estuvimos próximos al eje de rotación de Rama donde no había gravedad y existía muy poca atmósfera, el vehículo estuvo suspendido en el mismo lugar durante dos o tres minutos, al tiempo que alteraba su configuración externa.

Era una imponente imagen final de Rama. Muchos kilómetros por debajo de nosotros, nuestro hogar isla no era más que una mancha grisácea, marrón en medio del mar congelado que circundaba el gigantesco cilindro. Pude ver los cuernos en el sur más claramente que nunca antes. Esas sorprendentemente largas estructuras, sostenidas por enormes pilares volantes más grandes que pueblos pequeños de la Tierra, apuntaban todas directamente hacia el norte.

Me sentí extrañamente conmovida cuando nuestra nave se empezó a desplazar otra vez. Después de todo, Rama había sido mi hogar durante trece años. Había dado a luz cinco hijos allí. También maduré, recuerdo haber dicho, y, finalmente, quizá me esté transformando en la persona que siempre quise ser.

Había muy poco tiempo para pensar en lo que había sido. Una vez que el cambio de configuración externa se completó, nuestro vehículo se deslizó raudamente a lo largo del eje de rotación, hasta el eje boreal, en cuestión de pocos minutos. Menos de una hora más tarde, todos estábamos ubicados a salvo en este transbordador. Habíamos dejado Rama Sabia que nunca volveríamos. Me enjugué las lágrimas, cuando el transbordador se separó de la estación de paso.

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