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Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

El jardín de Rama (69 page)

BOOK: El jardín de Rama
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—¡Maíz y tomates! —exclamaron Nai y Eponine al unísono. Las mujeres corrieron hacia la caja—. Los niños no han consumido una hortaliza fresca desde hace meses —dijo Nai exaltada, mientras Max abría la caja con una barra de acero.

—Sean muy pero muy cuidadosas con éstas —dijo Max con tono serio—. Ustedes ya saben que lo que estoy haciendo es absolutamente ilegal. Apenas si hay suficiente comida fresca para el ejército y los dirigentes del gobierno. Pero decidí que ustedes merecían algo mejor que sobras de arroz.

Eponine le dio un fuerte abrazo a Max.

—Gracias —dijo Eponine.

—Los niños y yo te estamos muy agradecidos, Max —dijo Nai—. No sé cómo podré llegar a compensarte.

—Ya encontraré el modo —dijo Max.

Las dos mujeres volvieron a sus sillas y Max se sentó en el suelo, entre ellas.

—A propósito —dijo Max—, me encontré con Patrick O'Toole en el segundo hábitat… Me pidió que las saludara.

—¿Cómo está? —preguntó Eponine.

—Preocupado, diría yo —contestó Max—. Cuando lo reclutaron, permitió que Katie lo convenciera de alistarse en el ejército (lo que estoy seguro que nunca habría hecho si Nicole o Richard le hubieran podido hablar una vez tan sólo) y creo que se da cuenta ahora del error que cometió. No dijo nada pero pude percibir su aflicción. Nakamura lo mantiene en la vanguardia debido a Nicole.

—¿Está casi terminada esta guerra? —preguntó Eponine.

—Así lo creo —dijo Max—, pero lo que no está claro es si el rey Jap quiere que termine… Por lo que los soldados me cuentan, queda muy poca resistencia. Lo que hacen, principalmente, son operaciones de limpieza dentro del cilindro marrón.

Nai se inclinó hacia adelante.

—Escuchamos el rumor de que en el cilindro también vivía otra especie inteligente… algo completamente diferente de los avianos. Max rió.

—¿Quién sabe qué creer? La televisión y los periódicos dicen lo que les ordena Nakamura y todos saben eso. Siempre hay cientos de rumores… Yo mismo me topé con algunos animales y plantas alienígenas sumamente extraños dentro de ese hábitat, así que nada me sorprendería.

Nai ahogó un bostezo.

—Es mejor que me vaya —dijo Max, poniéndose de pie— y permita que nuestra anfitriona se vaya a dormir —miró fugazmente a Eponine—. ¿Querrías que alguien te acompañe de vuelta a tu casa?

—Depende de quién sea ese alguien —dijo Eponine con una sonrisa.

Algunos momentos después, Max y Eponine llegaron a la pequeña choza de ella, ubicada en una de las calles laterales de Avalon. Max dejó caer el cigarrillo que habían estado compartiendo y lo hundió en la suciedad de la calle. —¿Querrías que alguien…? —empezó.

—Sí, Max, claro que sí —repuso Eponine, lanzando un suspiro—. Y si ese alguien existiera, sin lugar a dudas que serías tú —lo miró directamente a los ojos—. Pero si compartieras mi cama, aunque sólo fuera una vez, entonces yo querría más. Y si por alguna horrible casualidad, a pesar de cuán cuidadosos fuéramos,
alguna vez
te diera positivo el resultado del examen de contagio del RV-41, nunca me lo perdonaría.

Eponine se apretó contra él para ocultar las lágrimas.

—Gracias por todo —dijo—. Eres un buen hombre, Max Puckett, quizás el único que quede en este enloquecido universo.

Eponine estaba en un museo de París, rodeada por centenares de obras de arte. Un grupo grande de turistas pasaba por el museo. Permanecían sólo cuarenta y cinco segundos para mirar cinco magníficas pinturas de Renoir y Monet.

—¡Deténganse! —gritaba Eponine en su sueño—. ¡No
pueden
haberlos visto!

Los golpes en la puerta hicieron que el sueño se esfumara.

—Somos nosotros, Eponine —oyó decir a Ellie—. Si es demasiado temprano, podemos venir más tarde, antes de que vayas a la escuela. A Robert le preocupaba que hubiéramos podido quedar bloqueados en el pabellón de psiquiatría.

Eponine se incorporó y tomó la bata que colgaba de la solitaria silla que había en la habitación.

—Un minuto nada más —dijo—. Ya voy.

Abrió la puerta para que entraran sus amigos. Ellie llevaba su uniforme de enfermera y llevaba a la pequeña Nicole en un improvisado portabebé que le colgaba de la espalda. La criatura dormía envuelta en algodón, que la protegía del frió.

—¿Podemos entrar?

—Claro que sí —contestó Eponine—. Lo siento. No los debo de haber oído…

—Es una hora ridícula para que hagamos una visita —dijo Ellie— pero con todo el trabajo que tenemos en el hospital, si no veníamos por la mañana temprano, nunca íbamos a poder venir.

—¿Cómo te estuviste sintiendo? —preguntó el doctor Turner unos segundos después. Estaba sosteniendo un dispositivo analizador delante de Eponine y en el monitor de la computadora portátil ya estaban apareciendo datos.

—Un poco cansada —dijo Eponine—. Pero podría ser nada más que psicológico. Desde que me dijiste, dos meses atrás, que mi corazón estaba empezando a mostrar algunas señales de debilitamiento, me estuve imaginando a mí misma teniendo un ataque cardíaco una vez por día, como mínimo.

Durante el examen, Ellie operó el teclado que venía unido al monitor. Se aseguró de que la información más importante proveniente de la revisación se registrara en la computadora. Eponine estiró el cuello por encima del monitor, para ver la pantalla.

—¿Cómo está funcionando el nuevo sistema, Robert? —preguntó Eponine.

—Tuvimos varias fallas con las sondas —contestó él—. Ed Stafford dice que era de esperarse, debido a lo inadecuado de nuestros ensayos… Y aunque no tenemos un buen plan para el manejo de tos datos en términos generales, estamos muy satisfechos.

—Fue nuestra salvación, Eponine —dijo Ellie, sin levantar la vista del teclado—. Con lo limitado de nuestros fondos y con todos los heridos de la guerra, no habría existido manera en la que hubiésemos podido mantener al día los archivos sobre el RV-41, sin esta clase de automatización.

—Ojalá hubiéramos podido emplear más de la experiencia de Nicole, al hacer el diseño originario —dijo Turner—. No me había dado cuenta de que era tan experta en sistemas de control interno —el médico vio algo fuera de lo común en un gráfico que apareció en la pantalla—. Imprime una copia de esto, ¿quieres, amor? Deseo que se lo muestres a Ed.

—¿Tuvieron alguna novedad sobre tu madre? —le preguntó Eponine a Ellie, cuando el examen se acercaba a su finalización.

—La vimos a Katie hace dos noches —contestó Ellie muy lentamente—. Fue una velada difícil: traía otro “acuerdo” de Nakamura y Macmillan que quería discutir… —La voz se le fue apagando—. Sea como fuere, Katie dice que no hay duda alguna de que habrá un juicio antes del Día del Asentamiento.

—¿La ha visto ella a Nicole?

—No —contestó Ellie—. Por lo que sabemos, nadie lo ha hecho. Un García le lleva la comida, y un Tiasso lleva a cabo sus revisaciones médicas mensuales.

La pequeña Nicole se agitó y lloriqueó sobre la espalda de la madre. Eponine extendió la mano y tocó la parte de la mejilla de la niña que quedaba expuesta al aire.

—Son tan increíblemente suaves —dijo. En ese momento, los ojos de la niñita se abrieron y empezó a llorar.

—¿Tengo tiempo para amamantarla, Robert? —preguntó Ellie. El doctor Turner le echó un vistazo al reloj.

—Sí —dijo—. Ya casi hemos terminado aquí… Dado que tanto Wilma Margolin como Bill Tucker están en la cuadra siguiente, ¿por qué no los visito yo solo y vuelvo después?

—¿Puedes arreglarte con ellos sin mí?

—Con dificultad —dijo Turner con gesto sombrío—, en especial con el pobre Tucker.

—Bill Tucker está muriendo muy lentamente —le explicó Ellie a Eponine—. Está solo y tiene grandes dolores pero, como el gobierno ahora prohibió la eutanasia, no hay nada que podamos hacer.

—En tus datos no aparecen indicaciones de que haya avanzado la atrofia —le dijo el doctor Turner a Eponine, algunos instantes después—. Creo que debemos dar gracias por eso.

Eponine no lo oía: se imaginaba su propia y dolorosa muerte.
No voy a permitir que ocurra de ese modo
, se dijo a sí misma.
Nunca. Cuando yo ya no sea más útil… Max me va a traer un arma
.

—Lo siento Robert —dijo—. Debo de estar más dormida que lo que creía ¿Qué dijiste?

—Que no estás peor. —Robert le dio a Eponine un beso en la mejilla y se encaminó hacia la puerta—. Regresaré en unos veinte minutos —le dijo a Ellie.

—Robert parece muy cansado —dijo Eponine, cuando él se marchó.

—Lo está —contestó Ellie—. Trabaja todo el tiempo… y se preocupa cuando no está trabajando, —Ellie estaba sentada en el piso de tierra, con la espalda apoyada contra la pared de la choza. Nicole estaba acurrucada en sus brazos, succionándole los pechos y emitiendo arrullas en forma intermitente.

—Eso parece divertido —dijo Eponine.

—Nada que pueda yo haber experimentado es, ni remotamente, similar. El placer es indescriptible.

Ato es para mí
, dijo la voz interior de Eponine.
No ahora. Nunca
. En un fugaz instante, Eponine recordó una noche de pasión, en la que había aceptado a Max Puckett. Una profunda sensación de amargura la inundó. Luchó para combatirla.

—Ayer tuve un lindo paseo con Benjy —dijo, cambiando de tema.

—Estoy segura de que me lo va a contar todo hoy a la mañana —dijo Ellie—. Adora sus caminatas del domingo contigo. Es todo lo que le queda, salvo por mis visitas ocasionales… Ya sabes que le estoy muy agradecida.

—Olvídalo. Me gusta Benjy. Yo también necesito sentirme necesitada, ¿entiendes?… En realidad, Benjy se adaptó sorprendentemente bien. No se queja tanto como los “41” y por cierto que no tanto como la gente a la que se asignó para trabajar en la fábrica de armas.

—Oculta su dolor —contestó Ellie—. Benjy es mucho más inteligente que lo que cualquiera cree… Realmente le disgusta el pabellón pero sabe que no se puede cuidar por sí mismo. Y no quiere ser no lastre para alguien…

En los ojos de Ellie súbitamente se formaron lágrimas y el cuerpo le tembló levemente. La beba dejó de mamar y miró fijo a su madre.

—¿Estás bien? —preguntó Eponine.

Ellie sacudió la cabeza en gesto afirmativo y se secó los ojos con el trocito de tela de algodón que llevaba al lado de los pechos para detener cualquier salida involuntaria de leche. Nicole reanudó la succión.

—El sufrimiento es suficientemente difícil de mirar —dijo Ellie—. El sufrimiento innecesario te arranca el corazón.

El guardia miró cuidadosamente los papeles de identificación y se los entregó a otro hombre uniformado que estaba sentado detrás de él, ante la consola de una computadora. El segundo hombre dio una entrada en la computadora y le devolvió los documentos al guardia.

—¿Por qué? —dijo Ellie, cuando estuvieron lo suficientemente lejos como para no ser oídos— ese hombre mira con fijeza nuestra foto cada bendito día. Debe de habernos dejado pasar por este puesto de control una docena de veces el mes pasado.

Estaban caminando por el sendero que iba de la salida del hábitat hasta Positano.

—Es su trabajo —repuso Robert— y le gusta sentirse importante. Si no hace toda una ceremonia con eso cada vez, entonces podríamos olvidar el poder que tiene sobre nosotros.

—El proceso era mucho más fluido cuando los biots se encargaban de la entrada.

—Los que todavía están en funcionamiento son de vital importancia para la guerra… Además, Nakamura tiene miedo de que aparezca el fantasma de Richard Wakefield y confunda a los biots.

Caminaron en silencio durante varios segundos.

—No crees que mi padre todavía esté vivo, ¿no, querido?

—No, amor —respondió Robert, después de una breve vacilación.

Estaba sorprendido por lo directo de la pregunta—. Pero aun cuando no
crea
que esté vivo, todavía tengo la esperanza de que lo
esté
.

Roben y Ellie finalmente llegaron a las afueras de Positano. Unas pocas casas nuevas de estilo europeo bordeaban el sendero, que descendía en suave declive hacía el corazón del pueblo.

—A propósito, Ellie —dijo Robert—, hablar de tu padre me hizo recordar algo que deseaba discutir contigo… ¿Recuerdas ese proyecto del que te estaba contando, aquel que Ed Stafford está llevando a cabo?

Ellie negó con la cabeza.

—Está tratando de clasificar y ordenar por categorías toda la colonia, en función de los agrupamientos genéticos generales. Opina que tales clasificaciones, aun cuando son completamente arbitrarías, pueden contener indicios respecto de qué personas están más expuestas a contraer qué enfermedades. No coincido por completo con su enfoque (parece ser mas forzado y numérico que médico), pero estudios paralelos se han llevado a cabo en la Tierra y demostraron que la gente con genes similares tiene, en verdad, tendencias parecidas en cuanto al tipo de enfermedades.

Ellie dejó de caminar y miró a su marido con curiosidad.

—¿Por qué quisiste discutir esto conmigo? —Robert rió.

—Sí, sí. Estoy llegando a eso… Sea como fuere, Ed definió un sistema métrico de diferencias: un método numérico para medir cuán diferentes son dos personas, empleando el modo en que los cuatro aminoácidos básicos están enlazados en el genoma. Después, a modo de ensayo, dividió a todos los ciudadanos de Nuevo Edén en grupos. Ahora bien, el sistema de medición realmente no quería decir algo…

—Robert Turner —le interrumpió Ellie, riendo—, ¿tendrías la gentileza de ir al grano? ¿Qué estás tratando de decirme?

—Bueno, es misterioso —dijo—. No sabemos con exactitud qué inferir de eso. Cuando Ed hizo su primera clasificación, dos de las personas en las que se hizo el ensayo no pertenecían a ningún grupo. Mediante retoques en la definición de las categorías, Ed finalmente pudo definir una dispersión cuantitativa que cubría a una de esas personas. Pero la estructura de eslabonamiento de los aminoácidos de la persona final era tan diferente de la de cualquier otra persona de Nuevo Edén que no se la podía ubicar en ninguno de los grupos…

Ellie contemplaba a Robert como si él hubiera perdido la cordura.

Las dos personas eran tu hermano Benjy y tú —concluyó Robert, turbado—. Tú eras la que estaba afuera de todos los agrupamientos.

—¿Me debería preocupar por eso? —preguntó Ellie, después de que caminaron otros treinta metros en silencio.

—No lo creo —dijo Robert como al pasar—. Es probable que no sea más que un artificio de la unidad particular de medida que eligió Ed. O, quizá, se cometió algún error… Pero seria fascinante si, de alguna manera, la radiación cósmica pudiera haber alterado tu estructura genética, durante tu desarrollo embriológico.

BOOK: El jardín de Rama
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