El jardín de Rama (71 page)

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Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: El jardín de Rama
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A Nicole le resultaba difícil recordar sus modales. El pollo estaba tan delicioso, los hongos tan tiernos, que consumió la comida sin hablar. De tanto en tanto, cuando tomaba un trago de vino, murmuraba «Humm» o «Esto está fantástico», pero, básicamente, no dijo nada hasta que su plato estuvo completamente limpio.

Katie, que había adquirido el hábito de comer muy poco, mordisqueaba la comida y observaba a su madre. Cuando Nicole terminó, Katie llamó a un García para que llevara los platos y trajera café. Hacía casi dos años que Nicole no tomaba una buena taza de café.

—Así que, Katie —dijo Nicole con sonrisa cálida, después de agradecerle a su hija la comida—, ¿qué me cuentas de ti? ¿Qué estás haciendo?

Katie rió estridentemente.

—Siempre la misma mierda —contestó—. Ahora soy “Directora de Entretenimientos” de todo el centro de recreación Las Vegas… Contrato todos los actos que se presentan en los clubes… El negocio anda muy bien, aun cuando… —Se contuvo, al recordar que su madre no sabía nada sobre la guerra en el segundo hábitat.

—¿Has encontrado un hombre que sepa apreciar todas tus condiciones? —preguntó Nicole con discreción.

—Nadie que dure mucho —Katie se cohibió por su respuesta y, de repente, se puso inquieta—. Mira, mamá —dijo, inclinándose sobre la mesa—, no vine aquí para discurrir sobre mi vida amorosa… Tengo una propuesta para ti o, mejor dicho,
la familia
tiene una propuesta para ti. Propuesta que todos apoyamos.

Nicole miró a su hija con el entrecejo fruncido, perpleja. Se dio cuenta, por primera vez, de que Katie había envejecido considerablemente en los dos años transcurridos desde que la vio por última vez.

—No entiendo —dijo Nicole—. ¿Qué clase de propuesta?

—Bueno, como bien sabes, el gobierno estuvo preparando el proceso contra ti, desde hace algún tiempo. Ahora están listos para ir a juicio. La acusación es, claro, sedición, lo que implica pena de muerte, inevitablemente. El fiscal nos dijo que las pruebas contra ti son abrumadoras, y que es seguro que te van a condenar. Sin embargo, en vista de tus servicios a la colonia, si te declaras culpable del delito menos grave de “sedición involuntaria”, el fiscal va a dejar sin efecto…

—Pero no soy culpable de nada —dijo Nicole con firmeza.

—Ya sé eso, mamá —contestó Katie, con un dejo de impaciencia—, pero nosotros, Ellie, Patrick y yo, estamos de acuerdo en que hay una gran probabilidad de que se te condene. El fiscal nos prometió que si simplemente te declaras culpable de ese delito menor, se te trasladará de inmediato a un ambiente más agradable y se te permitirá visitar a tu familia, incluyendo a tu nueva nieta… Hasta dio a entender que podría interceder ante las autoridades para permitir que Benjy viva con Robert y Ellie…

Nicole sentía un torbellino dentro de sí.

—¿Y todos ustedes creen que debo aceptar este pacto y reconocer mi culpa, aun cuando he proclamado resueltamente mi inocencia desde el momento mismo en que fui arrestada?

Katie asintió, inclinando levemente la cabeza.

—No queremos que mueras… en particular cuando no hay motivo para ello.

—Cuando
no hay motivo
—los ojos de Nicole repentinamente relampaguearon—. ¡Piensas que moriría sin motivo! —Se separó de la mesa, se puso de pie y recorrió la celda a zancadas—. Moriría por
la justicia
—dijo Nicole, más para sí misma que para Katie—, fiel a mis principios, por lo menos, aun si en ninguna parte del universo existiera una sola alma que lo pueda entender.

—Pero, mamá —interpuso ahora Kati—. ¿Qué propósito tendría? Tus hijos y nieta quedarían privados para siempre de tu compañía, Benjy quedaría en ese inmundo sitio de confinamiento…

—Así que ahí está el trato —interrumpió Nicole—, una versión más insidiosa del pacto que Fausto hizo con el Diablo. Abandona tus principios, Nicole, y reconoce tu culpa, aun cuando no hayas cometido la menor transgresión. Y no vendas tu alma por una mera recompensa terrenal. No, eso sería demasiado fácil de rechazar… Se te pide que aceptes el trato porque tu familia se beneficiaría… ¿Puede haber alguna otra apelación posible que influya de modo más directo sobre un madre?

Los ojos de Nicole ardían. Katie hurgó en su bolso, extrajo un cigarrillo y lo encendió con mano temblorosa.

—¿Y quién es que viene a mí con tal propuesta? —prosiguió Nicole, ahora gritando—. ¿Quién me trae una deliciosa comida y vino y fotos de mi familia, para ablandarme para la cuchillada que, con toda seguridad, me va a matar con mucho más dolor que cualquier silla eléctrica? ¡Pero vamos, si es mi propia hija, el bienamado producto de mis entrañas!

Nicole repentinamente avanzó y tomó a Katie enérgicamente.

—No seas el Judas de ellos, Katie —dijo Nicole, sacudiendo a su asustada hija—. Vales mucho más que eso. Con el tiempo, si me condenan y me ejecutan sobre la base de estas engañosas acusaciones, apreciarás lo que estoy haciendo.

Katie se soltó y retrocedió tambaleándose. Le dio una profunda pitada al cigarrillo.

—Todo esto no sirve para nada, mamá —dijo un instante después—. Absolutamente para nada… Sólo sigues siendo la misma santurrona… Mira, vengo aquí para ayudarte, para brindarte la posibilidad de seguir viviendo. ¿Por qué, aunque más no sea por una vez en tu puta vida, no puedes escuchar lo que otro te dice?

Nicole miró fijamente a Katie durante varios segundos. Cuando volvió a hablar su voz estaba más suave.

—Te estuve escuchando, Katie, y no me gusta lo que me dijiste. También te estuve mirando… Ni por un momento creo que hayas venido aquí para ayudarme. Eso sería del todo incongruente con lo que he visto de tu temperamento en estos últimos años. En todo esto debe de haber algo que te convenga…

—Ni creo que representes, en modo alguno, a Ellie y Patrick. Si ese fuera el caso, habrían venido contigo. Debo confesar que, durante un momento, al principio, me sentí confundida y pensé que quizás estaba causando demasiado dolor a todos mis hijos… Pero en estos últimos minutos vi con mucha claridad lo que está pasando aquí… Katie, mi querida Katie…

—No me vuelvas a tocar —gritó Katie, cuando Nicole se le acercó. Los ojos de Katie estaban llenos de lágrimas—. Y ahórrame tu piedad de santurrona…

La celda quedó momentáneamente en silencio. Katie terminó el cigarrillo y trató de calmarse.

—Mira —dijo finalmente—, me importa una mierda lo que sientas por mí. Eso no interesa, pero ¿por qué, mamá, por qué no puedes pensar en Patrick y Ellie o, al menos, en la pequeña Nicole? ¿Ser una santa es tan importante para ti que ellos deban sufrir por tu causa?

—Con el tiempo —contestó Nicole—, lo entenderán.

—Con el tiempo —dijo Katie con ira— estarás muerta. En un lapso muy breve… ¿Te das cuenta de que, en el preciso instante en que yo salga de acá y le diga a Nakamura que no hay trato, la fecha de tu enjuiciamiento se habrá fijado? ¿Y que no tienes ni la más mínima oportunidad?

—No me puedes asustar, Katie.

—No te puedo asustar, no te puedo tocar, no puedo, siquiera, apelar a tu sentido común. Al igual que todos los buenos santos, sólo escuchas a tus propias voces.

Katie respiró hondo.

—Entonces, creo que esto es todo… Adiós, mamá. —Aunque intentó contenerse, los ojos de Katie se llenaron de lágrimas. Nicole lloró abiertamente.

—Adiós, Katie —dijo—. Te amo.

10

—Ahora, la defensa puede hacer su alegato final.

Nicole se levantó de la silla y dio vuelta a la mesa. Estaba sorprendida de sentirse tan cansada. No cabía duda de que los dos años en prisión habían disminuido sus legendarias fuerzas.

Se aproximó con lentitud al jurado, compuesto por cuatro hombres y dos mujeres. La mujer en la fila de adelante, Karen Stolz, originariamente había venido de Suiza. Nicole la había conocido bastante bien, cuando la señora Stolz y su marido poseían y operaban la panadería que estaba a la vuelta de la esquina de la casa de los Wakefield, en Beauvois.

—Hola de nuevo, Karen —dijo Nicole en voz baja, parándose directamente delante del jurado. Estaban sentados en dos Filas de tres asientos cada una—. ¿Cómo están John y Marie? Ya deben de ser adolescentes.

La señora Stolz se retorció en su asiento.

—Están bien, Nicole —contestó en voz muy baja. Nicole sonrió.

—¿Sigue haciendo esos maravillosos panecillos de canela, todos los domingos por la mañana?

El estampido del mallete resonó por toda la sala del tribunal.

—Señora Wakefield —dijo el juez Nakamura—, difícilmente sea éste el momento para charlas triviales. Su alegato final se limita a cinco minutos y el reloj ya se puso en marcha.

Nicole pasó por alto la observación del juez. Se inclinó por sobre la barandilla que había entre ella y el jurado, con la mirada concentrada en un magnífico collar que estaba alrededor del cuello de Karen Stolz.

—Las joyas son hermosas —dijo en un susurro—. Pero ellos habrían pagado más, mucho más.

Otra vez restalló el mallete. Dos guardias rápidamente se acercaron a Nicole, pero ella ya se había apartado de la señora Stolz.

—Señoras y señores del jurado —dijo Nicole—, toda esta semana escucharon cómo la fiscalía insistió, de manera repetida, en que incité a la resistencia contra el gobierno legítimo de Nuevo Edén. Por mis supuestos actos se me acusó de sedición. Ahora deben decidir, sobre la base de las pruebas presentadas en este juicio, si soy culpable. Les pido que recuerden, cuando deliberen, que la sedición es un delito capital. Un veredicto de culpabilidad trae aparejado una forzosa pena de muerte.

—En mi alegato final me gustaría examinar con cuidado la estructura de la causa de la fiscalía. El testimonio que se dio el primer día no tenía ninguna conexión con los cargos levantados en mi contra y, según tengo plena convicción, fue autorizado por el juez Nakamura, en abierta violación de los códigos de la colonia, en lo atinente al testimonio en los juicios por delitos que ameritan la pena de muerte…

—Señora Wakefield —interrumpió el juez Nakamura con enojo—, tal como ya le dije antes, esta misma semana, no puedo tolerar tales comentarios irrespetuosos en mi tribunal. Una sola observación más de esa misma Índole y, no sólo la emplazaré por desacato, sino que también daré por concluido su alegato final.

—Todo ese día, la fiscalía intentó demostrar que mi moralidad sexual era sospechosa y que, en consecuencia, de alguna manera me convertía en una candidata probable para la conspiración política. Señoras y señores, me agradaría discutir con ustedes, en privado, las desusadas circunstancias que se relacionan con la concepción de cada uno de mis seis hijos. Sin embargo, mi vida sexual, pasada, presente e, inclusive, futura, no tiene la menor relación con este juicio. Salvo por su posible valor como entretenimiento, ese primer día de testimonio careció por completo de sentido.

En la atestada galería hubo algunas risitas disimuladas, pero los guardias rápidamente acallaron a la multitud.

—El siguiente conjunto de testigos de la fiscalía —prosiguió Nicole— pasó muchas horas implicando a mi marido en actividades sediciosas. Libremente admito que estoy casada con Richard Wakefield. Pero su culpa, o falta de culpa, tampoco tiene importancia alguna en este juicio. Únicamente las pruebas que demuestren que
yo soy
culpable de sedición son pertinentes al veredicto que ustedes den aquí.

—La fiscalía sugirió que mis actos sediciosos se originaron con mi intervención en el vídeo que, con el tiempo, dio por resultado el establecimiento de esta colonia. Reconozco que ayudé a preparar la grabación que se transmitió de Rama a la Tierra, pero niego categóricamente que yo haya “conspirado desde el principio con los alienígenas”, o bien que haya completado con los extraterrestres para construir esta espacionave contra mis congéneres.

—Participé en la elaboración de ese vídeo, como señalé ayer cuando le permití al fiscal repreguntarme, porque creí que no tenía otra alternativa. Mi familia y yo estábamos a merced de una inteligencia y de un poder que están mucho más allá de cualquier cosa que hayamos imaginado jamás. Existía la gran preocupación de que si no accedíamos a ayudarlos con el vídeo, adoptaran represalias contra nosotros.

Nicole volvió brevemente a la mesa del defensor y bebió un poco de agua. Después se dio vuelta para enfrentar otra vez al jurado.

—Eso nos deja nada más que dos fuentes posibles de pruebas verdaderas para condenarme por sedición: el testimonio de mi hija Katie y esa extraña grabación, un conjunto incoherente de comentarios que les hice a los demás miembros de mi familia después de que me metieron en prisión, y que ustedes oyeron ayer a la mañana.

—Todos saben muy bien con qué facilidad las grabaciones como ésa se pueden distorsionar y manipular. Los dos técnicos expertos en sonido admitieron ayer, en el banquillo de los testigos, que habían escuchado centenares de horas de conversación entre mis hijos y yo antes de dar con esos treinta minutos de “pruebas perjudiciales”, no más que
dieciocho segundos
de los cuales se tomaron de una sola conversación cualquiera. Decir que los comentarios míos que aparecen en esa grabación se presentaron fuera de contexto, no tiene el menor sentido.

—Con respecto al testimonio de mi hija Katie Wakefield, solamente puedo decir, con gran congoja, que mintió repetidamente en sus expresiones originales. Nunca tuve conocimiento de las actividades presuntamente ilegales de mi marido, Richard, y por cierto que nunca lo apoyé para su realización.

—Recordarán que, al ser sometida a mi interrogatorio, posterior al del fiscal, Katie quedó confusa respecto de los hechos y, finalmente, repudió su testimonio anterior, antes de desplomarse en el banquillo de los testigos. El juez les informó que la salud mental de mi hija es frágil y les aconsejó que desestimaran los comentarios que hizo bajo coacción emocional, durante mi interrogatorio. Les suplico que recuerden cada palabra que dijo Katie, no sólo cuando el fiscal la interrogó, sino también durante el tiempo en que yo estuve tratando de obtener las fechas y los sitios específicos de los actos sediciosos que mi hija me atribuyó.

Nicole se acercó al jurado por última vez, mirando fijo a cada uno de ellos.

—Por último, deben ustedes juzgar dónde está la verdad en esta causa. Ahora los enfrento con mi corazón profundamente apenado, resistiéndome a creer, aun cuando estoy de pie aquí, en los acontecimientos que llevaron a que me acusaran de estos graves delitos. He prestado servicios a la colonia, así como a la especie humana. No soy culpable de ninguna de las acusaciones que se levantaron en mi contra. Cualquier poder o inteligencia que exista en este sorprendente universo va a reconocer ese hecho, independientemente del resultado de este juicio.

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