Sin más preámbulos, Mystery se dio la vuelta y empezó a hablar con una rubia de aspecto delicado y una musculosa morena con una camiseta sin mangas. Algunos segundos después me presentó diciendo que yo era un magnífico ilusionista. Mystery y yo llevábamos meses sargeando juntos, así que yo sabía exactamente qué debía hacer: ganármelas con un par de chistes y unos supuestos trucos de magia que cualquier niño de primaria podría hacer. Sargeando, uno aprende que todo lo que tenía gracia a los diez años vuelve a tenerla años después.
Mystery, que se había traído una cámara de vídeo, empezó a grabarnos. A las chicas no pareció importarles. Mientras Mystery aislaba a la morena, yo me quedé hablando con la rubia. Se llamaba Caroline. Su amiga se llamaba Carly. Caroline vivía en las afueras con su familia. Aunque su sueño era llegar a ser enfermera, por ahora, trabajaba de camarera.
Caroline era tímida y tenía las tetas pequeñas. A un metro de distancia, su rostro parecía de alabastro. A medio metro, se advertía que tenía la piel llena de diminutas pecas. También tenía un diente ligeramente torcido y la piel enrojecida a la altura de la clavícula, como si se hubiera estado rascando. Olía a algodón y se había hecho la manicura hacía pocos días. Seguramente no pesaba más de cincuenta kilos y lo más probable era que su color favorito fuese el rosa. Observé todos esos detalles mientras repetía de forma automática las mismas
técnicas
que había usado con cientos de chicas antes. Lo que hacía distinta a Caroline era que las
técnicas
no parecían funcionar con ella. Por mucho que lo intentaba, yo no conseguía alcanzar lo que llamo el
punto de enganche
, que es el momento en el que una mujer a la que acabas de abordar decide que está disfrutando de tu compañía y deja de querer marcharse. Aunque estaba a menos de medio metro de ella, me sentía como si nos separase un abismo.
Al ver la película
El informador
, que cuenta las peripecias de un grupo de agentes de Bolsa sin escrúpulos, Mystery había decidido que los números de teléfono eran papel quemado, o sea, algo inútil. Nuestra nueva estrategia ya no tenía en cuenta la posibilidad de conseguir el número de teléfono de una chica y llamarla después, sino que estaba dirigida a lograr una
cita inmediata
, llevándose a la chica a otro bar o a un restaurante. Cambiar de local pronto se convirtió en un elemento clave del juego de la seducción, pues ayudaba a crear una
distorsión temporal
: al ir a tres lugares distintos con un grupo de personas a las que acababas de conocer consigues crear la sensación de que os conocéis de toda la vida.
—¿Por qué no vamos a algún sitio donde se pueda comer algo? —sugirió Mystery.
Fuimos a un restaurante cercano cogidos del brazo de nuestras nuevas citas inmediatas. Durante la cena, todo fue a las mil maravillas. Carly se sentía lo suficientemente cómoda como para dar muestras de su mordacidad, y Caroline empezó a brillar con empatia y calidez. No necesitamos usar ninguna
técnica
. Sencillamente compartimos unas risas. Juggler tenía razón: la risa era la mejor arma de seducción.
Al acabar de cenar, Carly nos invitó a subir a su casa, que estaba a la vuelta de la esquina, para llamar un taxi. Acababa de mudarse y todavía no tenía muebles, por lo que Mystery y yo nos sentamos en el suelo. No llamamos un taxi y ellas tampoco nos dijeron que lo hiciéramos; Mystery y yo lo interpretamos como un IDI.
Al poco tiempo, Carly y Mystery se fueron al dormitorio, dándole permiso tácitamente a Caroline para que se enrollara conmigo. Mientras nos envolvíamos el uno en el otro, el abismo que nos separaba en la discoteca se evaporó en el aire. Las manos de Caroline eran suaves, su cuerpo delicado e indulgente. Ahora entendía por qué había resultado tan difícil comunicarme con ella en la discoteca. Caroline no se comunicaba con palabras, sino expresando sus sentimientos. Sí, sería una enfermera maravillosa.
Caroline trajo unas mantas y nos tumbamos juntos en el suelo de madera. Le proporcioné un orgasmo tras otro, tal y como me había enseñado a hacerlo Steve P., hasta que parecía que ella iba a derretirse sobre las mantas. Pero, en cuanto saqué un condón de la cartera, oí cuatro palabras que significan lo mismo que las temibles «prefiero que seamos amigos».
—Pero si acabamos de conocernos —me dijo.
No había ninguna razón para presionarla. Sabía que volvería a verla. Caroline apoyó la cabeza en mi hombro y disfrutamos del momento. Me dijo que tenía diecinueve años y que no se había acostado con nadie desde hacía dos. La razón era que tenía un hijo de un año esperándola en casa. Se llamaba Carter y Caroline estaba decidida a no convertirse en la típica madre adolescente que descuida a su hijo. Ése era el primer fin de semana que pasaba lejos de él desde que había nacido.
Al día siguiente, cuando nos despertamos, Caroline se sentía algo avergonzada por lo acontecido la noche anterior. Para quitarle importancia yo le sugerí que saliésemos a desayunar.
Durante los días que siguieron, debí de ver el vídeo que grabó Mystery de ese desayuno más de cien veces. Por la noche, los ojos azules de Caroline me habían parecido fríos y distantes. Pero, durante aquel desayuno, sus ojos lanzaban destellos cuando me miraba. Cada vez que yo contaba un chiste, por malo que fuese, sus labios dibujaban una amplia sonrisa. Algo se había abierto en su corazón. También era la primera vez, desde que había entrado en la Comunidad, que yo había creado un lazo sentimental con una de mis conquistas.
Nunca me he sentido especialmente atraído por un determinado tipo de mujer, como esos fetichistas que se obsesionan con las asiáticas o con las mujeres que se parecen a Jessica Simpson. Aun así, de todas las mujeres del mundo, la última de la que hubiera pensado que podría enamorarme era de una madre soltera adolescente que trabajaba de camarera. Pero lo que hace grande al corazón es que no tiene dueño, por mucho que algunos puedan creer lo contrario.
Las chicas nos llevaron a casa de Mystery, donde, al quedarnos solos, Mystery y yo repasamos lo ocurrido, intentando descifrar qué habíamos hecho bien y en qué nos habíamos equivocado. Al contrario de lo que creíamos Caroline y yo, Mystery no había conseguido ni un solo beso de Carly; aunque no por falta de ganas. El problema era que Carly tenía novio.
Pero, aunque se hubiera resistido a los encantos de Mystery, estaba claro que Carly se sentía atraída por él. Así que ideamos un plan: Mystery se mostraría frío y distante con Carly hasta que ella se sintiera tan incómoda que aceptara acurrucarse con él para lograr que las cosas volvieran a la normalidad.
Pasamos las siguientes seis horas editando caprichosamente las imágenes de Carly y Caroline en el ordenador de Mystery, hasta crear un vídeo de seis minutos. Al acabar, llamé a Caroline, que vino a recogernos unas horas después con Carly.
Juggler estaba en Toronto, impartiendo su propio taller. Desde hacía varias semanas salía exclusivamente con una violinista de jazz. Así que fuimos todos juntos a cenar.
—Voy a dejar la Comunidad —nos dijo Juggler—. Quiero dedicarle todo mi tiempo a Ingrid.
Ella apretó su mano con las suyas en señal de aprobación.
—Sé que algunos dirán que tengo
monoítis
, pero ésa es mi elección. Estos talleres son demasiado estresantes para Ingrid.
Me alegraba de volver a ver a Juggler. Era uno de los pocos MDLS que no espantaban a los amigos de mi vida real, que me hacían reír, que… Que era normal. Y, precisamente por eso, nunca pensé en él como en un verdadero MDLS; Juggler era sencillamente un tío gracioso y un gran conversador; sobre todo comparado con Mystery, cuya abierta frialdad llegó a incomodarnos a todos durante la cena.
Más tarde, mientras veíamos el vídeo en el apartamento de Mystery, Caroline no dejó de sonreír. Al acabar el vídeo, Caroline y yo fuimos al cuarto de Number9, nos tumbamos en la cama y nos desnudamos lentamente el uno al otro. Ella temblaba hasta tal punto que su cuerpo parecía a punto de desvanecerse bajo el mío. Fue como hacerle el amor a una nube.
Al acabar, Caroline me dio la espalda. Yo sabía lo que estaba pensando. Cuando se lo pregunté, no pudo contener las lágrimas.
—Me he acostado contigo demasiado pronto —se lamentó—. Ahora te irás y ya no volveré a verte.
Sus palabras estaban llenas de dulzura. La rodeé con un brazo y apoyé su cabeza sobre mi hombro. Le dije que todas las relaciones apasionadas que había tenido habían comenzado con un momento de locura. Era una frase de Mystery, pero era verdad. Después le dije que quizá no debería haberse acostado conmigo tan pronto, pero que, si lo había hecho, era porque quería hacerlo, porque necesitaba hacerlo. La frase era de Ross Jeffries, pero también era verdad. En tercer lugar le dije que yo era más maduro que los chicos con los que ella había estado hasta el momento, así que no debía juzgarme por sus experiencias anteriores. La frase era de David X, pero también era verdad. Finalmente le dije que me entristecería mucho no volver a verla. Esa frase era mía. Y era verdad.
Cuando por fin salimos de la habitación de Number9, nos encontramos a Carly y a Mystery abrazados bajo una manta. A juzgar por la ropa esparcida a su alrededor, la estrategia de Mystery había sido todo un éxito.
Caroline y yo nos acurrucamos en el sofá y los cuatro vimos un episodio de «Los Osbourne» en el ordenador de Mystery. Fue un momento hermoso. Pero no duró mucho.
No hay nada que una más a dos amigos que ligar juntos. Ésa es la base de una gran amistad, porque después, cuando las chicas se van, te permite chocar las manos, como llevas deseando hacer desde el principio. Ése es el choque de manos más placentero del mundo. Lo que oyes no es el sonido de una mano contra la otra; es el sonido de la amistad.
—¿Y sabes lo más raro de todo? —dijo Mystery—. A veces estoy hecho un asco y, entonces, me acuesto con una chica y siento que le gusto y, ya está, visto y no visto, vuelvo a ser el hombre más feliz del mundo.
Y volvemos a chocar las manos.
—¿Entonces? —me dijo Mystery.
—¿Entonces, qué?
—¿Estás preparado para entregarte plenamente a nuestro estilo de vida?
—Creía que ya lo había hecho.
—Quiero decir de por vida. Ahora
sargear
forma parte de tu sangre. De todos los tíos que he conocido, tú eres el único que puede hacerme sombra. Sólo tú podrías destronarme.
Cuando era adolescente, a menudo rezaba en la cama: «Por favor, Dios mío, te lo pido. No dejes que muera virgen. Lo único que quiero es saber cómo se siente uno al acostarse con una chica». Pero, ahora, mis sueños han cambiado. Por la noche, cuando estoy despierto en la cama, lo que le pido a Dios es que me permita ser padre antes de morir. Siempre he querido tener nuevas experiencias: viajar, aprender todo tipo de cosas, conocer a gente nueva… Pero tener un hijo es lo máximo a lo que se puede aspirar; es para lo que estamos aquí. Y, a pesar de mi comportamiento libertino, yo no había renunciado a mi sueño. Lo que ocurría era que el deseo de nuevas experiencias hacía que anhelara la novedad y la aventura que se tiene con cada nueva chica. Ni siquiera podía imaginarme cómo sería pasar toda la vida con la misma mujer. No es que me asuste el compromiso. No, lo que me asusta es discutir con alguien a quien quiero sobre a quién le toca fregar los platos. Lo que me asusta es dejar de desear a la mujer que se acuesta todas las noches a mi lado, pasar a un segundo plano en su corazón cuando nazcan nuestros hijos, sentir resentimiento hacia ella por haberle puesto límites a mi libertad. Si me hubiera casado con mi primera novia y hubiéramos tenido hijos, ahora tendrían, digamos, ocho y diez años. Y yo sería un padre magnífico, capaz de compartir casi cualquier actividad con mis hijos. Pero ya es demasiado tarde para eso. Cuando mis hijos tengan diez años, ya hará mucho que yo habré cumplido los cuarenta. Habrá entre nosotros una distancia generacional tan grande que se reirán de la música que escucho y me ganarán echando un pulso.
Y ahora estaba a punto de firmar un contrato vitalicio con la Comunidad, echando por tierra las pocas oportunidades que me quedaban de casarme algún día.
Una hora más tarde, Mystery y yo nos encontrábamos delante de la puerta de Fineline, un famoso local de tatuajes, en Kingston Road. Aunque yo siempre había considerado que estaba por encima de esas cosas, a veces uno se deja llevar por el momento, por una palmada fraternal, por la amistad.
Giré el pomo y empujé, pero la puerta no se abrió. Aunque era lunes por la tarde, estaba cerrado.
—Mierda —dijo Mystery—. Vamos a buscar otro sitio.
Aunque no soy supersticioso, cuando no estoy completamente decidido a hacer algo, basta una pequeña brisa para empujarme en la dirección contraria.
—No puedo hacerlo —le dije a Mystery.
—¿Por qué no?
—Me cuesta comprometerme; aunque ese compromiso sea con un tatuaje que representa la ausencia de compromiso.
Por una vez, mi lado neurótico me había servido de ayuda.
La noche siguiente, Caroline nos recogió en casa de Mystery y los tres salimos a cenar sushi.
—¿Y Carly? —le preguntó Mystery.
Caroline bajó la mirada.
—No ha podido venir —dijo—. Pero te manda recuerdos.
Mystery insistió.
—¿Te ha dicho por qué no podía venir? ¿Es que pasa algo?
—Es que… —empezó a decir Caroline—. Bueno, está con su novio. Mystery palideció.
—Pero ¿vendrá otro día?
—Carly dice que, de todas formas, sois muy distintos.
Mystery guardó silencio. De hecho, no dijo nada en diez minutos. Cuando le preguntábamos algo, respondía con monosílabos. No es que estuviera enamorado de Carly; es que odiaba ser rechazado. Mystery estaba experimentando en su propia piel los inconvenientes de seducir a una chica con novio. Normalmente, la chica volvía con el novio. Y vernos a Caroline y a mí tan acaramelados tampoco lo ayudaba.
—Soy el mejor maestro de la seducción del mundo —gruñó mirándome con incredulidad—. ¿Cómo es posible que no tenga novia?
—Precisamente por eso —le dije yo—: porque eres el mejor MDLS del mundo.
Tras un nuevo silencio, Mystery le pidió a Caroline que lo llevara al club de
striptease
en el que trabajaba su ex novia Patricia. Caroline lo dejó en la puerta antes de llevarme a pasar la noche a la casa de las afueras en la que vivía con su madre, su hermana y un hermano; Caroline quería que conociera a su familia.