Una voz, pequeña y aguda en la transmisión, habló a través del brazalete de Aumonier.
—Soy Pell, prefecto supremo. El
Bellatrix
ha alcanzado un margen de distancia seguro.
—Ya tiene mi autorización para disparar, capitán.
—Solo quería estar seguro de que no había cambiado nada, señora.
—No ha cambiado nada. Haga su trabajo, capitán Pell.
—Misiles lanzados, señora.
La cámara cambió a una vista de largo alcance del Eje Toriyuma-Murchison. La distancia acortada que proporcionaba el ángulo de la cámara hacía que pareciera que el
Bellatrix
seguía atracado.
Los misiles salieron a toda velocidad, dejando tras de sí dos luminosas estelas de gas de combustión, como si hubieran hecho un tajo en el espacio para mostrar algo luminoso y limpio detrás de él.
Estallaron.
La explosión nuclear —los estallidos dobles ocurrieron demasiado cerca en el tiempo para separarse— tiñó la cámara con un velo blanco. No dio la sensación de que la bola de fuego se expandiera; sencillamente estaba allí, consumiéndolo todo en un único destello aniquilador.
Ocurrió en un silencio sepulcral.
Todos los paneles en la habitación de Jane temblaron momentáneamente cuando el pulso electromagnético se precipitó por el Anillo Brillante.
Entonces, el velo blanco de la cámara se transformó en rojo oscuro hasta que la oscuridad del fondo volvió a ser visible, y algo destrozado se fue a la deriva, algo que había sido un hábitat, pero que ahora se parecía más a los restos ennegrecidos y destrozados de un petardo usado. Los misiles habían destruido la fábrica, pero al hacerlo habían volado al menos una tercera parte de la longitud del hábitat, y habían dejado el resto de la estructura resquebrajada junto a las líneas de falla estructurales. El aire del interior no habría tenido tiempo de escapar a través de esas grietas antes de volverse abrasador. Tampoco nadie habría tenido tiempo de morir asfixiado. Pero sí habrían tenido tiempo de ver el fuego que se abalanzaba sobre ellos, incluso en el momento en que ese fuego les calcinara los ojos.
Aunque solo hubiera sido un instante, habrían sabido lo que les habían hecho.
—Estatus, capitán Pell —dijo Aumonier.
—Las indicaciones iniciales sugieren destrucción completa de la fábrica. El
Bellatrix
informa que ha sufrido daños menores, pero no hay víctimas. La posibilidad de supervivientes es… baja.
—Es lo que esperaba —dijo Aumonier con una resignación casi infinita—. Destruya el resto del hábitat, capitán. No quiero que esos escarabajos lo usen como puente, aunque no puedan hacer nuevas copias de sí mismos.
Dreyfus sintió que el peso de lo que acababan de hacer le apretaba como un tornillo. Desde la última vez que había parpadeado, treinta y cinco mil personas habían dejado de existir. No podía centrarse en esa cifra, igual que no podía centrarse en las novecientas sesenta que habían muerto en Ruskin-Sartorious. Pero había visto los rostros de las personas en el tubo de atraque del Eje; había visto su inexpresable terror cuando supieron que el aire iba a expulsarlos al espacio y que iban a morir, de forma desagradable, que se les iban a helar los pulmones antes de que el corazón les dejara de latir. Volvió a ver el rostro de la mujer de mediana edad, aunque solo había sido una de las muchas personas apretujadas en el tubo de embarque. Había mirado directamente a la cámara, lo había mirado directamente a él —o eso le parecía ahora—, y su expresión había sido una súplica tranquila, digna, había puesto toda su fe en él para que hiciera algo por sacarla de aquel apuro. No sabía nada de aquella mujer, ni siquiera su nombre, pero se le apareció en la imaginación por todos los ciudadanos buenos y honestos que acababan de ser borrados de la existencia. No necesitaba imaginar su muerte multiplicada por treinta y cinco mil. La pérdida de un solo ciudadano decente era suficientemente vergonzosa. Que hubiera sido a manos de Panoplia lo hacía mucho más repulsivo.
Pero eso no significaba que Jane se hubiera equivocado.
—Nunca pensé que tendría que hacer algo así —dijo Aumonier—. Ahora me pregunto si acabo de cometer el peor crimen de nuestra historia.
—No. Has hecho lo correcto.
—He matado a esas personas.
—Has hecho lo que debías: pensar en la mayoría.
—No los he salvado, Tom. Solo les he dado tiempo.
—Entonces será mejor que lo usemos bien, ¿no? Se lo debemos a los ciudadanos del Eje.
—No dejo de preguntarme si estoy equivocada. ¿Y si realmente les fuera mejor con el gobierno de Aurora?
—La gente nos dio autoridad para protegerlos, Jane. Es lo que hemos hecho.
Jane Aumonier no dijo nada. Miraron juntos cómo el capitán Pell destruía el resto del hábitat. Ahora no había ninguna posibilidad de que quedaran supervivientes; la potencia estaba al máximo. Las explosiones borraron de la existencia los restos del Eje.
Quizá era la imaginación de Dreyfus, pero detectó un relajamiento en el humor de Aumonier cuando las pruebas de sus acciones quedaron por fin borradas.
—¿Sabes lo más duro? —preguntó.
Dreyfus negó con la cabeza.
—No.
—Lo más duro es que tenemos que hacer exactamente lo mismo en el Estado Vegetativo Persistente. Al final del día podré sentirme afortunada si tengo menos de cien mil muertes en mis manos.
—No están en tus manos —dijo Dreyfus—, sino en las de Aurora. No lo olvides nunca.
Llegó hasta ellos poco después. Su transmisión utilizó un seguro canal de datos restringido a Panoplia, que permanecía activo cuando las redes públicas quedaban silenciadas y los ciudadanos se levantaban del gran sueño de la abstracción. La señal de datos entrante fue sometida a un escrutinio implacable, pero estaba libre de cualquier indicio de influencia subliminal o de armas incrustadas. Tras consultarlo con la prefecto supremo, concluyeron que no perderían nada mostrando la imagen a los séniores reunidos en la sala estratégica.
Se encontraron mirando a una chica: una niña mujer en un trono vestida con elaboradas ropas brocadas. El cabello, peinado con la raya al medio, era castaño rojizo, y su expresión, vigilante, pero no hostil.
—Ya era hora de que habláramos —dijo Aurora en tono alto y claro, con una excelente elocución.
—Exponga sus demandas —dijo la proyección de Jane Aumonier desde su posición habitual en la mesa—. ¿Qué quiere?
—No quiero nada, prefecto supremo, excepto su capitulación total.
—Haz que siga hablando —murmuró Dreyfus. Los mejores sabuesos de Panoplia estaban intentando rastrear la transmisión hasta el lugar donde se escondía.
—Debe de tener demandas —insistió Aumonier.
—Ninguna —dijo con firmeza la niña mujer, como si fuera la respuesta de un juego de salón—. Las demandas implicarían que necesito algo de ustedes. No es el caso.
—Entonces, ¿por qué se ha puesto en contacto con nosotros? —preguntó Lillian Baudry.
—Para hacer recomendaciones —respondió Aurora—. Para sugerir una manera de arreglar todo este asunto con el mínimo de inconveniencia para todas las partes, de la forma más rápida e indolora posible. Pero no se equivoquen: lo lograré, con su cooperación o sin ella. Solo me preocupa que la ciudadanía sufra el menor daño posible.
—Parece muy segura de su éxito —dijo Aumonier.
—Es una certeza estratégica. Ya ha visto con qué facilidad puedo hacerme con sus hábitats. Cada uno de ellos es un trampolín a otro. No pueden detener a los escarabajos, y no dispararán contra sus propios ciudadanos excepto como último recurso. Ergo, mi éxito está lógicamente asegurado.
—No esté tan segura de sí misma —respondió Aumonier—. Aún está en una posición de debilidad, y no tengo ninguna prueba de que no haya asesinado a todos sus rehenes. ¿Por qué no debo creer que están todos muertos, y destruir los hábitats que ahora controla?
—Adelante, prefecto supremo. Dispare contra esos hábitats.
—Deme una prueba de que los ciudadanos siguen vivos.
—¿Para qué? Desconfiaría de cualquier cosa que le enseñase. Y a la inversa, aunque le enseñase una ruina humeante, los cadáveres de un millón de muertos, sospecharía de un motivo oculto, de que la estaba animando a atacar por razones nefarias. Seguiría sin disparar.
—Se equivoca —dijo Dreyfus—. Puede convencernos de que la gente sigue viva de una manera muy sencilla. Déjenos hablar con Thalia Ng. Confiaremos en su testimonio, aunque no confiemos en el de usted.
Una mueca de irritación cruzó su rostro, pero la suprimió con rapidez.
—No puede —dijo Aumonier— porque o la ha matado, o está fuera de su control.
Uno de los analistas de redes empujó un compad en dirección de Dreyfus. Este leyó el resumen. Habían reducido la ubicación de Aurora a un locus de mil trescientos hábitats posibles.
—Lo que me preocupa es el bienestar absoluto de los ciudadanos —dijo la niña mujer—. Bajo mi cuidado, no les pasará nada. Su seguridad futura estará garantizada durante siglos. La transición a esta nueva situación puede ser todo lo incruenta que ustedes deseen. Asimismo, todas las víctimas de la transición quedarán sobre su conciencia, no sobre la mía.
—¿Por qué le importan las personas? —preguntó Dreyfus—. Es una máquina. Una inteligencia de nivel alfa.
Aurora tensó los dedos en los extremos de sus reposabrazos.
—Solía estar viva. ¿Cree que he olvidado lo que se siente?
—Pero ha sido una inteligencia incorpórea mucho más tiempo del que fue una niña. Llámeme sentencioso, pero mi instinto me dice que sus simpatías están más del lado de las máquinas que del de los mortales de carne y hueso.
—¿Dejaría de preocuparse por los ciudadanos si fueran más lentos y más débiles, más estúpidos y frágiles que usted?
—Nosotros seguimos siendo personas —replicó Dreyfus—. Dígame otra cosa, Aurora, ahora que ha confirmado su origen. ¿Hay más como usted? ¿Fue usted la única superviviente de los ochenta?
—Tengo aliados —dijo de forma enigmática—. Sería imprudente que subestimaran tanto su poder como el mío.
—Pero a pesar de todo eso, aún hay algo que la asusta, ¿verdad?
—No me asusta nada, prefecto Dreyfus. —Dijo su nombre con un énfasis particular, dejando claro que lo conocía.
—No la creo. Sabemos lo del Relojero, Aurora. Sabemos que le impide dormir por la noche. Es una inteligencia más fuerte y rápida que la suya, aunque tenga el apoyo de sus aliados. Si saliera, la destrozaría, ¿verdad?
—Sobrestima su importancia para mí.
—No puede ser tan insignificante. Si no hubiera destruido Ruskin-Sartorious, ninguno de nosotros se habría enterado de que estaba planeando este golpe de Estado. Habría logrado su objetivo en un abrir y cerrar de ojos, se habría hecho con los diez mil de un solo golpe. Pero estaba dispuesta a arriesgarlo todo para eliminar al Relojero. Eso no me parece insignificante.
El analista volvió a llamar su atención sobre el compad. El locus de hábitats había disminuido ahora a ochocientos candidatos.
—Si ustedes tuvieran el control del Relojero, ya lo habrían vuelto contra mí. —Se inclinó ligeramente hacia delante, y su voz se endureció—. En realidad, ni lo controlan ni lo entienden. Aunque estuvieran en posesión de él, les daría miedo usarlo.
—Eso dependería de cuánto nos provocara usted —dijo Aumonier.
—No ha habido provocación. Únicamente he comenzado el proceso de liberarlos de la carga de cuidar de cien millones de ciudadanos. Me importan más que a ustedes.
—Asesinó a casi mil personas en Ruskin-Sartorious —respondió Dreyfus—. Mató a los prefectos que enviamos para que recuperaran el control de Casa Aubusson. Eso no me parece una actitud muy compasiva.
—Sus muertes eran necesarias para proteger al resto.
—¿Y si mata a un millón, o a diez millones? ¿También serían muertes necesarias?
—Lo único que importa es que no tiene que sufrir nadie más. Ya hemos discutido la inevitabilidad de mi éxito. Si se resisten, morirá gente. La gente morirá de todos modos, porque se aterrorizan y hacen cosas irracionales. Yo no puedo responsabilizarme de eso. Pero hay una manera de concluir esto de inmediato, con un mínimo número de víctimas. Ya tienen mi código: es el paquete de instrucciones que su agente tan amablemente instaló en los primeros cuatro hábitats. Háganlo universal. Emítanlo a los diez mil restantes. Al final me haré con todos; de este modo, será menos doloroso y habrá menos derramamiento de sangre.
—Se ha vuelto loca —dijo Aumonier.
—Entonces les daré un incentivo. Estoy convencida de que se salvarán muchos millones de vidas con una transición rápida. De hecho, estoy tan convencida que estoy dispuesta a sacrificar a cierto número de ciudadanos para hacer hincapié en mi punto de vista. Tiene seis horas, prefecto supremo. Luego comenzaré la eutanasia humana de uno de cada diez ciudadanos que ya están a mi cuidado. —La niña mujer se acomodó en su trono—. Puede detener las muertes en cualquier momento emitiendo el código a los diez mil. Si elige no hacerlo, las muertes continuarán. Pero, de todos modos, mis escarabajos me darán los diez mil, hagan lo que hagan.
—Ciento treinta hábitats —susurró el analista en el oído de Dreyfus—. Estamos acercándonos.
—Antes de despedirme —dijo Aurora—, permítanme que los ayude en una cuestión. Sin duda están intentando localizar el origen de esta transmisión. Si están empleando sus métodos de búsqueda habituales, en este momento habrán reducido el campo a cien o ciento cuarenta hábitats. Si permaneciera en línea, localizarían mi punto de origen dentro de dos minutos. Les ahorraré las molestias. Me localizarán en Panoplia. Estoy segura de que es uno de sus candidatos.
Dreyfus miró al analista. El analista asintió brevemente y empalideció.
—No estoy realmente en Panoplia. Es un reflejo; muy difícil de rastrear en el tiempo que les estoy dando. —Aurora sonrió ligeramente—. Por si estaban pensando en lanzar esos misiles contra sí mismos.
Nunca se había hecho exactamente de día en Casa Aubusson —las polvorientas ventanas no habían dejado pasar la suficiente cantidad de luz—, pero ahora incluso esa media luz se estaba transformando en crepúsculo, y pronto caería sobre ellos otra noche rodeados de máquinas al acecho. Thalia supuso que lo habían hecho bien durante todo ese tiempo, pero ese pensamiento no la consoló. Habían tentado su suerte, eso era todo. No verían otro amanecer a menos que salieran de Aubusson, y solo había una manera de conseguirlo.