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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Prefecto (71 page)

BOOK: El Prefecto
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Estaba a punto de discutir su próximo movimiento cuando Sparver hizo un extraño ruido, como si tuviera algo atascado en la garganta. Dreyfus se dio la vuelta de inmediato y miró a su ayudante.

—¿Sparv?

—Mire la escultura, jefe.

Dreyfus había prestado poca atención al objeto de metal desde que habían llegado al nivel inferior. Lo había examinado lo suficiente para ver que era lo que parecía desde arriba: una estructura negra puntiaguda de algo parecido al hierro forjado, que sugería un cactus, una anémona o una palmera angular, pero que también podía ser una forma puramente abstracta. Se elevaba tres o cuatro metros por encima de su cabeza, y lanzaba sombras puntiagudas en el suelo. Consistía en docenas de hojas afiladas que radiaban de un núcleo central y la mayoría estaban inclinadas hacia el techo. Lo que no había visto, pero no había escapado a la atención de Sparver, era que había un esqueleto humano en la base de la escultura.

A pesar de todos sus años como prefecto, Dreyfus se sobresaltó ante aquella visión. Había visto cadáveres, pero no muchos. Había visto aun menos esqueletos. Pero la conmoción disminuyó cuando se dio cuenta de que el esqueleto no podía pertenecer a alguien que hubiera muerto recientemente. La mayor parte de la carne estaba consumida, solo quedaban algunos restos grises y negruzcos aquí y allá. Los huesos que no se habían desmoronado eran moteados y oscuros. No quedaba ningún rastro visible de ropa ni de cualquier otra cosa que el cadáver hubiera llevado.

Debían de haber tirado a la desgraciada víctima por el balcón superior, o quizá se había caído de uno de los puentes provisionales que se extendían a lo largo del atrio y había caído en una de las puntas más grandes. El esqueleto estaba situado en la base, y la punta le había atravesado la caja torácica. El cráneo estaba inclinado hacia un lado, los ojos vacíos miraban a Dreyfus, la mandíbula torcida transmitía una diversión incongruente, como si estuviera disfrutando a título póstumo del horror que había causado.

Pero el verdadero horror, decidió Dreyfus, no era que alguien hubiera sido asesinado allí. Dreyfus no aprobaba la justicia sumaria, pero no podía saber lo que había hecho la víctima para merecer aquel terrible final. El horror era que los agentes de Panoplia no hubieran hecho algo con los huesos. Habían equipado la base para volver a habitarla como si el esqueleto fuera una parte inevitable del decorado.

Dreyfus supo entonces que se estaba enfrentando a más de una clase de monstruo.

—Bajen las armas —dijo una voz.

Dreyfus y Sparver se dieron la vuelta de inmediato, pero ya era demasiado tarde. La boca de otro rifle Breitenbach los apuntaba desde el balcón del nivel intermedio. Dreyfus sabía que el arma en dispersión de rayo máxima podía eliminarlos a los dos de un solo disparo.

—Hola, Paula —dijo Dreyfus.

—Bajen las armas —repitió Saavedra—. Ahora mismo, o los mato.

Dreyfus se quitó la honda del rifle que llevaba al hombro y puso el arma en el suelo. Con obvia reticencia, Sparver hizo lo mismo.

—Aléjense de las armas —dijo Saavedra. Comenzó a dar la vuelta al balcón, manteniendo la boca de su rifle apuntada hacia ellos todo el tiempo. Llegó a la escalera y comenzó a descender. Llevaba puestos unos pantalones de Panoplia, pero en la parte superior del cuerpo solo llevaba una túnica negra sin mangas. La hacía parecer más delgada, con más aspecto de muñeca de madera que cuando Dreyfus la había visto en el refectorio. Sin embargo, llevaba el rifle como si no pesara nada. Los músculos que se movían bajo su piel eran tan fuertes y lustrosos como el acero templado.

—No hemos venido a matarla —dijo Dreyfus mientras los pies embotados de Saavedra bajaban las escaleras con un ruido estrepitoso—. Tendrá que responder por lo que le hizo a Chen, y Firebrand tendrá que explicar su participación en las muertes de la Burbuja Ruskin-Sartorious. Pero creo que actuaron por sentido del deber, creyeron que estaban haciendo lo correcto al dar cobijo al Relojero. Un tribunal verá las dos partes, Paula. No tiene nada que temer de la justicia.

Llegó a su nivel y comenzó a caminar hacia ellos.

—¿Ya ha terminado?

—He dicho lo que tenía que decirle. Deje que me lleve al Relojero y haré todo lo que pueda por facilitarle las cosas.

Saavedra apartó los rifles.

—¿Por qué está tan interesado en el Relojero, Dreyfus? ¿Qué significa para usted?

—No lo sabré hasta que lo tenga.

—Pero está interesado en él.

—No soy el único, ¿verdad?

—Ha mencionado Ruskin-Sartorious. ¿Sabe por qué tuvimos que trasladar al Relojero?

—Supongo que alguien estaba husmeando por allí.

—¿Y quién sería ese alguien, me pregunto? ¿Quién estaba tan preocupado por encontrarlo, después de todos los años que había pasado escondido? ¿Quién sigue interesado?

—Gaffney trabajaba para Aurora. Ella es quien quería localizar y destruir al Relojero, porque lo percibía como una amenaza.

—¿Y usted cree que es seguro?

—Aurora lo temía. Eso me basta.

—La cuestión es, Dreyfus, que no tengo ninguna prueba de que no me esté mintiendo.

—A ver qué le parece esto. Si quisiera destruir al Relojero, podría haber lanzado un misil en estas instalaciones hace trece horas. En cambio, mi colega y yo hemos venido andando con la intención de negociar.

—Es verdad —dijo Sparver—. Solo queremos tener acceso al Relojero. Ustedes lo han guardado todo este tiempo porque pensaban que un día podía serles útil. Bueno, pues ya ha llegado ese día.

—No sé gran cosa de Aurora —respondió Saavedra—. Sí, estoy al corriente de la crisis, la pérdida de los hábitats, el esfuerzo de evacuación. Pero sigo sin tener una imagen clara de quién está detrás de todo esto. ¿Pueden aclarármelo?

—¿Algo de lo que digamos hará que apunte ese rifle a otra parte? —preguntó Dreyfus.

—Depende de lo que me cuenten.

Dreyfus inspiró hondo tanto para calmar sus nervios como para disponerse a hablar.

—Creemos que sabemos qué es Aurora. Es un nivel alfa rebelde; uno de los ochenta originales. A diferencia de los otros, no desapareció, pero lo simuló. En realidad, se ha vuelto más fuerte y más rápida.

Saavedra torció un labio con sorna.

—Entonces, ¿dónde ha estado en los últimos cincuenta años, o el tiempo que haya pasado?

—Cincuenta y cinco. Y no sabemos dónde ha estado todo este tiempo, excepto que ha estado planeando algo la mayor parte de él. El golpe de Estado es solo el comienzo. Quiere el control total del Anillo Brillante. Los humanos ya no podrán vivir allí. Se convertirá en una inmensa infraestructura de apoyo para una mente inmortal.

—¿A qué vienen esas repentinas intenciones megalómanas si ha vivido felizmente delante de nuestras narices todo este tiempo?

—Porque cree que vamos a hacer algo malo con el Anillo Brillante, algo que impedirá que incluso una inteligencia de nivel alfa evolucionada como ella pueda estar a salvo.

Saavedra volvió a torcer el labio.

—¿Algo «malo»?

—La cuestión es que está convencida de que no se nos puede confiar la protección de la infraestructura que necesita para seguir viva, así que tiene que eliminarnos de la ecuación. No es un golpe de Estado, puesto que no quedará nadie con vida bajo su régimen, exceptuando el puñado de esclavos humanos que necesitará para reparar los sirvientes cuando se rompan. Es un genocidio masivo, Paula.

—¿Y por qué teme al Relojero?

—Creo que porque el Relojero es la única cosa en el sistema con una inteligencia que se acerque a la suya. Puede que sea más inteligente que ella. Eso significa que es una amenaza para su soberanía. Eso significa que tiene que eliminarlo.

—Eso es lo que intentaba hacer cuando eliminó Ruskin-Sartorious —dijo Sparver—. Gaffney lo preparó, pero fue Aurora quien movía las cuerdas todo el tiempo. El único problema es que llegó demasiado tarde. Ustedes se percataron de su interés y trasladaron al Relojero aquí.

—Lo cual es una pena, puesto que novecientas sesenta personas murieron por culpa de datos falsos —dijo Dreyfus.

—Esas personas, los habitantes de la Burbuja Ruskin-Sartorious, no tenían que haber muerto —dijo Saavedra.

—Entonces, ¿lamenta sus muertes? —preguntó Dreyfus.

—Por supuesto —respondió Saavedra con un gruñido—. ¿No cree que habría preferido que no ocurriera? La reubicación fue una precaución. No pensamos que habría consecuencias.

—Estoy dispuesto a creerlo —dijo Dreyfus.

—Crea lo que quiera.

—También creo que Anthony Theobald tiene una parte de culpa. Sabía que estaba poniendo en peligro las vidas de su familia, aunque no supiera exactamente qué estaba alojando en su casa.

—No era necesario que lo supiera. Nadie tenía que saberlo. Nadie lo supo hasta el final.

—Aunque uno de ellos se acercó.

Ella lo miró con ojos entrecerrados.

—¿A qué se refiere?

—Delphine Ruskin-Sartorious. La hija. La artista de la familia. ¿O no se dio usted cuenta?

—¿Darme cuenta de qué?

—Estaba en contacto con el Relojero. Era algo parecido a un diálogo en una sola dirección, pero de todos modos era contacto.

Ella lo miró un momento, luego negó rotundamente con la cabeza.

—No, eso no es posible. Delphine nunca se acercó a él. Ni tampoco ningún otro miembro de la familia, ni siquiera Anthony Theobald. Estaba encerrado en una celda blindada, excepto cuando nosotros queríamos comunicarnos con él. No solo no podía escapar de la celda, sino que tampoco podía enviar una señal fuera de ella.

—Pues encontró el modo de llegar hasta ella.

—Imposible.

—Le guste o no, ocurrió. Supongo que la celda no era tan segura como pensaban. O quizá el Relojero deslizó una señal a través de ella cuando ustedes estaban hablando con él, o lo que fuera que hicieran durante sus visitas.

—Una señal necesita un receptor —señaló Saavedra.

—Delphine tenía uno. Estaba en su cabeza. Como cualquier buen ciudadano demarquista, tenía un cráneo lleno de implantes. Los usaba para dirigir a las máquinas que la ayudaban en su trabajo. El Relojero averiguó cómo manipular uno o más de esos implantes para poner imágenes en la mente de Delphine y dar forma a su trabajo artístico.

Ahora Saavedra inclinó la cabeza con escepticismo. Dreyfus sabía que aún le quedaba mucho para convencerla, pero sin duda había logrado intrigarla.

—¿Imágenes?

—El Relojero la usó como medio, y se expresó a través de su trabajo. Ella pensó que había encontrado una inspiración milagrosa, pero en realidad solo se había convertido en un conducto del Relojero.

—Ridículo —dijo Saavedra sin demasiada convicción.

—Tal vez fue eso lo que atrajo a Aurora en primer lugar —dijo Dreyfus, y la idea se le ocurrió más o menos en aquel momento—. Por supuesto, para que la amenaza del Relojero haya afectado su conciencia, debe de tener una buena idea de lo que el Relojero es en realidad.

—¿Y qué es? Parece que usted tiene todas las respuestas.

Dreyfus no pudo evitar sonreír.

—¿De verdad que no lo sabe? ¿Después de todo este tiempo?

—Pero usted sí, por lo que parece.

—Tengo una ligera idea.

—Buen intento, Dreyfus, pero si cree que va a salir de esta…

—Se cometió un crimen —dijo—. Todo se reduce a un único y sencillo hecho: el asesinato de un hombre inocente. El Relojero es una consecuencia directa de eso.

—¿Quién fue asesinado?

—Apunte con su arma a otra parte y se lo diré. Mejor aun, ¿por qué no me enseña el Relojero?

—Quítense los trajes —dijo—. Quiero comprobar que no llevan otras armas. Si sospecho, aunque sea ligeramente, que van a engañarme, los mato.

Dreyfus miró a Sparver.

—Será mejor que hagamos lo que dice.

Se quitaron los trajes y las armas e hicieron una pila en el suelo frente a ellos.

Debajo de los trajes, ambos llevaban uniformes de Panoplia.

—Dense la vuelta —ordenó Saavedra.

Le dieron la espalda.

—Ya pueden volverse. Quítense los látigos cazadores. No los activen.

Dreyfus y Sparver se desabrocharon los látigos cazadores y los tiraron al suelo.

—Denles una patada hacia aquí.

Hicieron lo que les ordenó. Saavedra, que seguía apuntándoles con el rifle, se arrodilló y se abrochó los látigos cazadores en su cinturón. Luego se desabrochó con una mano su propia unidad, un modelo c, y desplegó el filamento. Siseó contra el suelo, su lado afilado era un arañazo de plata brillante. Con destreza, dándole la vuelta con la mano para dirigir el láser hacia Dreyfus y Sparver, los marcó y luego soltó el mango.

—Confirma adquisición de objetivo —dijo; el látigo cazador asintió con el mango—. Mantén vigilancia del objetivo. Si el objetivo se acerca a menos de cinco metros de mí, o se mueve a más de diez metros de mí, intercepta y detén a ambos sujetos con fuerza letal máxima. Indica conformidad.

El látigo cazador asintió.

—Creo que hemos aclarado las reglas del juego —dijo Dreyfus.

Saavedra se dirigió hacia los rifles que les había pedido que se quitaran, soltó su propia arma y sacó la munición de las otras dos. Se la abrochó al cinturón, junto con los dos látigos cazadores confiscados. Luego recogió su rifle y volvió a colgárselo al hombro, con la boca apuntando al techo.

—Esto se llama gesto de confianza. No abusen de él.

—Nos va perfecto no abusar de él —dijo Sparver.

—Síganme, y recuerden lo que acabo de decirle al látigo cazador. Les enseñaré el Relojero, si de verdad quieren verlo.

31

Saavedra los condujo hacia el interior de Ops Nueve, por una de las rampas que salían del atrio y que Dreyfus ya había visto. Su látigo cazador se movía con sigilo detrás del grupo, triangulando constantemente la distancia entre Saavedra y sus invitados, esperando que uno de ellos transgrediera los parámetros que ella había establecido. Dreyfus se sentía aliviado de no tener un arma apuntándole, pero el látigo cazador solo era una mejora marginal. Si antes le preocupaba morir por un movimiento del dedo de Saavedra, ahora tenía que preocuparse de los inflexibles procesos de pensamiento de una máquina que no era mucho más lista que un perro guardián. No es que tuviera ninguna intención de violar de forma deliberada las normas, pero ¿y si se tropezaba, o si cruzaba por accidente la línea de cinco metros?

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