—¿Podría intentar ser menos enigmático?
—¿Les suena el nombre de Philip Lascaille? —preguntó Dreyfus de forma retórica—. Claro que sí. Son prefectos educados. Conocen su historia.
—¿Qué tiene que ver Lascaille con todo esto? —preguntó Saavedra.
—Todo. Se convirtió en el Relojero.
—No sea absurdo —dijo Veitch apartando la vista con una sonrisa despectiva en sus labios—. Lascaille se volvió loco después de volver de la Mortaja. Murió hace años.
Dreyfus asintió con paciencia.
—Como sin duda recordarán, fue encontrado ahogado en el Instituto Sylveste para Estudios sobre los Amortajados. Siempre se creyó que se había suicidado, que la locura con la que regresó por fin había podido con él. Pero aquella no fue la única explicación de su muerte. Había estado callado durante años, pero justo antes de morir habló con Dan, el heredero de la familia. Le dio pistas para que hiciera su propia expedición a las Mortajas con garantías de éxito. La gente concluyó que Lascaille, tras haberse liberado de aquella enorme carga de conocimiento, vio el trabajo de su vida completado. De cualquier modo, seguía siendo un suicidio.
—Usted no cree que lo fuera —dijo Saavedra, y la curiosidad competía con la sospecha en su voz.
—Como he dicho, un hombre fue asesinado. Creo que todo empezó entonces.
—Pero ¿por qué? —preguntó ella—. Ya estaba loco. Si la gente estaba preocupada por lo que podía decirle a Dan, tendrían que haberlo matado antes de que hablara con él, no después.
—Esa no es la razón por la que murió —dijo Dreyfus—. No lo asesinaron porque algunas personas estuvieran preocupadas por el conocimiento dentro de su cabeza. Lo asesinaron porque algunas personas querían tener ese conocimiento más que nada en el universo. Y matarlo era la única forma de conseguirlo.
—Todo eso no tiene sentido —dijo Veitch.
—Está hablando de un escaneo de nivel alfa —dijo Saavedra empezando a comprender—. Lascaille tenía que morir porque el proceso era fatal. ¿Verdad, Dreyfus?
—Querían los patrones de su cabeza, las estructuras que quedaban cuando regresó de la Mortaja. Creían que si podían entender esas estructuras, tendrían otra posibilidad de entender a los amortajados. Pero escanear a la resolución necesaria quería decir freírle el cerebro.
—Pero las cosas han mejorado desde los ochenta —dijo Veitch.
—No en la época en que Lascaille murió. Todo eso sucedió treinta años después de los ochenta, pero la mayor parte de ese tiempo había habido una moratoria respecto a esa clase de tecnología. Se lo llevaron y lo hicieron de todos modos. Le quemaron el cerebro, pero consiguieron su escaneo de nivel alfa. Luego cogieron su cuerpo y lo tiraron al estanque. Todo el mundo sabía que estaba loco, así que nadie hizo preguntas cuando pareció que se había ahogado.
—¿Quién pudo haber hecho algo así?
Dreyfus se encogió de hombros ante la pregunta de Saavedra. Aún no había llegado tan lejos, y su mente daba vueltas a todas las posibilidades.
—No lo sé. Tuvo que ser alguien con un alto cargo en la organización Sylveste. Dudo que fuera Dan; habría ido en contra de sus propios intereses, pues ya sabía cómo entrar en contacto con los amortajados. Pero ¿quién sabe si no tenía un rival, un espía en el clan, interesado en arrebatarle el premio?
—Pero lo investigará, ¿verdad? —preguntó ella.
—No puedo dejar de investigar un asesinato. Claro, aunque primero hay un par de cosas que tenemos que solucionar. Sobrevivir a las próximas cincuenta y dos horas sería un buen comienzo. —Dreyfus dirigió su atención a Veitch—. Por eso necesitamos al Relojero. He defendido mi caso lo mejor que he podido. Ahora quiero que me enseñen cómo comunicarme con él.
—Tiene una teoría interesante respecto a su origen —dijo Veitch—. Puede que incluso sea verdad. Pero eso no significa que ahora tenga sentido dejarlo suelto.
—No estoy hablando de dejarlo suelto —respondió Dreyfus con paciencia—. Estoy hablando…
—¿Cree que para el Relojero hay alguna diferencia entre abrirle la jaula o darle línea directa con las redes?
Dreyfus sintió que una poderosa ola de cansancio se abatía sobre él. Había hecho todo cuanto estaba en su mano. Había explicado las cosas a Saavedra y a Veitch lo más claro que había podido, confiando en que verían su sinceridad y entenderían que el Relojero era la única arma eficaz contra Aurora, por muy desagradable que fuera la perspectiva. Y no había funcionado. Quizá Saavedra había comenzado a convencerse, o al menos a creer que no había venido a destruirlo. Con un poco de tiempo, habría acabado convenciéndola, pero Veitch no mostraba ninguna inclinación a ver las cosas como Dreyfus.
—He venido aquí a negociar —dijo ofreciendo sus manos a modo de rendición—. Podría haber ordenado que los mataran, a ustedes y al Relojero. Un misil habría bastado. ¿Creen que habría venido hasta aquí si creyera que hay otra opción?
—Escúcheme, prefecto —dijo Veitch—. Por muy mal que estén las cosas ahí afuera, por muy desesperadas que parezcan, nada puede ser lo bastante malo como para justificar el darle al Relojero un ángstrom de libertad. Es la pura encarnación del mal, ¿lo entiende? Es el diablo cromado.
—Lo sé.
—No puede saberlo. Nadie lo sabe a menos que haya tenido experiencia directa con él, día tras día, año tras año, como nosotros.
—Yo estuve allí —dijo Dreyfus con calma.
—¿Qué quiere decir con que estuvo allí?
—Cuando entramos en el ISIA. Fui uno de los prefectos que entró antes de borrarlo de la existencia.
Veitch lanzó una mirada nerviosa a Saavedra. Dreyfus reconoció la mirada. Creían que se estaba volviendo loco. Miró a Sparver y vio la misma expresión en la cara de su antiguo ayudante, aunque solo Dreyfus la habría reconocido.
—Prefecto, tenemos autorización que excede Pangolín, que excede incluso Manticore —respondió Veitch en tono razonable—. Sabemos todo lo que ocurrió aquel día, hasta el último minuto. Sabemos quién estuvo implicado, dónde estuvieron, qué hicieron.
—Excepto que cambiaron los hechos —dijo Dreyfus—. Mi implicación fue borrada de los archivos, de todos los documentos excepto de los que iban destinados a Jane Aumonier en exclusiva. Pero estuve allí. Solo que no he recordado gran cosa hasta ahora.
—Se está volviendo loco —dijo Veitch.
—Dusollier se suicidó poco después de la crisis del Relojero —continuó Dreyfus—, pero no fue por decisiones que tomó él solo. Se mató en lugar de afrontar las consecuencias de las acciones que yo inicié, actuando con el consentimiento de Dusollier.
—¿Qué quiere decir con «acciones que usted inició»?
—No había otro prefecto de rango más alto cerca de la crisis. El Relojero ya había atrapado a Jane. Estaba fuera de juego. Dusollier me autorizó a entrar y usar las medidas que fueran necesarias para salvar a la gente que seguía en el ISIA.
—Entonces fracasó —dijo Veitch.
—No, lo logré. Salvé a la mayoría. —Dreyfus hizo una pausa. Le costaba decir las palabras en voz alta. Una cosa era leer el relato de lo que había hecho aquel día, pero solo ahora que estaba hablando de sus actos sintió que realmente estaba interiorizando lo que había sucedido—. Sobrevivieron. Siguen vivos.
—No sobrevivió nadie —dijo Saavedra—. Bombardeamos el ISIA.
—Sí, pero seis horas después de que sacáramos a Jane con el escarabajo en su nuca. ¿Qué sucedió en ese intervalo? ¿Por qué no aparece en los archivos? Siempre me lo he preguntado. —Dreyfus sonrió débilmente—. Ahora lo sé.
—Acaba de recordarlo, ¿no? —preguntó Saavedra con sarcasmo.
—Jane creyó que sería útil para mí desde un punto de vista estratégico recuperar los recuerdos de mi anterior encuentro con el Relojero. Sabía que sería doloroso para mí, dado todo lo que venía con ese paquete. Pero hizo bien.
—Estoy de acuerdo con Veitch, se está volviendo loco —respondió Saavedra.
—Había una nave orbitando cerca —dijo Dreyfus en voz baja—, una nave estelar construida por los demarquistas en un intento de disminuir su dependencia de los combinados. Era un prototipo, construido alrededor de Fand. Usaba un sistema de motores diferente, que no debía nada a la ciencia de los combinados. Había hecho un vuelo a nuestro sistema y luego la descartaron porque era demasiado cara, demasiado lenta, demasiado torpe.
—¿Cómo se llamaba esa nave? —preguntó Saavedra.
—
Atalanta
—respondió Dreyfus.
—Hubo una nave con ese nombre —dijo Veitch frunciendo el ceño—. Recuerdo que querían desmantelarla y usarla como chatarra.
—Lo hicieron. Ya no existe.
—Díganos qué sucedió —dijo Saavedra.
—Sí, díganoslo —dijo Sparver.
Dreyfus estaba a punto de hablar cuando dos brazaletes comenzaron a sonar al unísono. Saavedra y Veitch los miraron, primero irritados y luego alarmados.
—¿Están activadas las armas de superficie? —preguntó Saavedra a Veitch.
Él asintió.
—Pero no abrirán fuego hasta que esté cerca.
—¿Hasta que esté cerca qué? —preguntó Dreyfus.
Saavedra lo miró fijamente.
—Viene una nave. Está haciendo una inserción directa desde la órbita, a combustión elevada. Ni siquiera está intentando esconderse. ¿Sabe algo de esto, Dreyfus?
—Me desvié de mi ruta para no llamar la atención sobre su ubicación. No quería que Aurora me siguiera.
—Pero solo Panoplia sabe que estamos aquí.
—Entonces debe de haber sucedido algo —dijo Dreyfus—. Seguro que quien está pilotando esa nave quiere dejar fuera de juego al Relojero.
—Vayamos a Operaciones —dijo Saavedra. Le lanzó a Dreyfus una mirada de advertencia—. Ahora voy a desactivar el látigo cazador, pero ya sabe lo rápidos que son. Puedo volver a activarlo en un abrir y cerrar de ojos. —Se giró hacia Veitch—. ¿El confinamiento es estable?
—Como una roca.
Puso una tapa blindada en la ventanilla de observación, la aseguró con un pesado cerrojo y luego siguió a los otros tres por la pasarela hasta la planta del reactor. El látigo cazador de Saavedra estaba ahora de nuevo abrochado a su cinturón, pero Dreyfus no se hacía ilusiones de que se hubiera ganado su confianza inequívoca. Estaba aceptando su historia de forma provisional, hasta que cometiera un desliz o las circunstancias cambiaran.
—Podría ser Gaffney —dijo mientras ascendían por el túnel hacia el nivel principal de operaciones—. La última vez que lo vi estaba en cama recuperándose de una operación. Pero no estaba muerto. Quizá ese fue mi gran error.
—Pero se supone que lo estaban vigilando —dijo Saavedra mirándolo por encima del hombro mientras subían por la cuesta del túnel.
—Sí, pero quizá no fue suficiente. Gaffney fue capaz de sabotear las turbinas de búsqueda y de asesinar a Clepsidra y a Trajanova. Es astuto, y se conoce al dedillo todo el aparato de seguridad, pero no es ningún superhombre. Creo que Aurora lo ha estado ayudando, incluso dentro de Panoplia.
—¿Y ahora lo ha ayudado a escapar?
—Posiblemente, pero de todos modos, parece Gaffney. ¿He oído que mencionaban armas?
—Nidos antinaves portátiles que se ocultan bajo tierra —dijo Veitch—. Los instalamos por si alguien venía a meter sus narices sin invitación. Los habrían visto si no hubieran venido por tierra.
—Me alegro de haberlo hecho. La caminata me vino bien.
El centro de operaciones de Firebrand estaba situado en lo que había sido una sala de conferencias cuando las instalaciones estaban bajo control amerikano. Las paredes estaban cubiertas de fotografías monocromáticas de panoramas escénicos con tridimensionalidad superficial. Una pared mostraba un profundo cañón, posiblemente de Marte. Otra mostraba una catarata en forma de herradura. Una tercera mostraba unos rostros esculpidos en la roca: ocho enormes cabezas, de las cuales la quinta y la séptima eran mujeres.
Un montón de paneles descansaban sobre la mesa, dispuestos de forma hexagonal formando un tanque holográfico improvisado. Veitch envió una orden gestual al aparato, que se llenó de luminosos gráficos verdes de tipo alambre. Dreyfus reconoció el contorneado paisaje de Ops Nueve y el terreno que lo rodeaba. Unos indicadores señalaban la ubicación de las armas y los dispositivos de rastreo. Un símbolo en forma de punta de flecha encima del paisaje indicaba la nave que se aproximaba.
—La firma se corresponde con un vehículo policial ligero —dijo Veitch mirando los números que acompañaban al símbolo—. ¿Gaffney sabe pilotar uno de esos?
—Tiene la experiencia necesaria —dijo Dreyfus.
—No son buenas noticias. Puede ser un cúter, pero podría transportar armas nucleares.
—Solo si a Jane le queda alguna —dijo Dreyfus—. Y en ese caso, estarán fuera de Panoplia a bordo de cruceros de exploración profunda, listas para ser desplegadas cuando sea necesario. No creo que Gaffney haya podido hacerse con una. Es más que probable que cogiera lo que pudo para escapar de Panoplia.
—Espero que tenga razón —dijo Veitch.
—Y yo espero que sus armas sean buenas. ¿Cuándo abrirán fuego?
—No hasta que esté a unos treinta kilómetros —respondió Saavedra—. Las armas conocen la clase de rutinas evasivas y contramedidas que tiene un cúter. A menos que el cúter dispare primero, no malgastarán un disparo hasta que estén seguras de dar en el blanco.
Dreyfus vio que el cúter aún estaba a más de ciento veinte kilómetros por encima de ellos, pero estaba cayendo lo bastante rápido como para pasar por debajo del techo de armas en un par de minutos.
—Gaffney no vendría a menos que supiera que podía hacer daño —dijo—. Seguro que espera fuego antinave.
—Podría coger nuestro cúter —dijo Saavedra de forma dubitativa—. Aún le queda suficiente combustible para volar.
—No duraría ni cinco segundos contra Gaffney —dijo Dreyfus—. Aunque pudiera subir a tiempo.
Saavedra miró fijamente el panel, fascinada por la flecha que caía.
—Puede dañar el complejo si tiene misiles de hidrógeno, pero no podrá tocar al Relojero, dentro del tokamak. Seguro que lo sabe. —Un pensamiento le quitó el color de la cara—. Voi, quizá tenga un arma nuclear después de todo.
—Si la tiene, tendremos una muerte rápida y limpia —dijo Dreyfus—. Pero no creo que quiera eliminar al Relojero de un solo golpe. Debe de haber planeado hacerlo salir, y luego recogerlo en la superficie. No puede volar, ¿verdad?
—Si tuviera tiempo suficiente —dijo Veitch—, no creo que haya nada que no pueda hacer. —Luego volvió a examinar el tanque—. A la velocidad actual de descenso, las armas dispararán en… cuarenta y cinco segundos. —Miró ansiosamente a los otros—. No hay mucho más que podamos hacer aquí. Quizá deberíamos volver a bajar.