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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Prefecto (34 page)

BOOK: El Prefecto
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El hombre lo miraba con impotencia.

—No tengo información sobre eso.

—Tiene una de sus naves —dijo Dreyfus con brusquedad—. Es responsabilidad suya tenerla controlada, ¿no le parece?

—Lo siento, prefecto.

—No se disculpe —refunfuñó Dreyfus—. Limítese a hacer su trabajo.

Cogió un asidero y se empujó hacia la salida.

—Si cree que está teniendo una mierda de día —le dijo Sparver a Thyssen— debería probar el nuestro.

Los dos prefectos y su invitada combinada salieron del muelle y realizaron el tránsito en una de las ruedas de gravedad estándar. Se desviaron a la sección médica y dejaron a Clepsidra al cuidado de uno de los médicos, un hombre sagaz llamado Mercier a quien Dreyfus pidió que no hiciera preguntas incómodas. Mercier tenía el aspecto y los modales de pedante de un estudiante de ciencias naturales salido de algún remoto siglo iluminado con velas. Iba vestido de forma impecable, con una camisa blanca y una corbata, y sus ojos siempre estaban escondidos tras unas gafas con cristales de media luna tintados de verde. Se rodeaba de imitaciones de muebles de madera barnizada, de instrumental médico de museo conjurado y de horripilantes aparatos ilustrativos. Tenía un desconcertante apego al papel, hasta el punto de que escribía muchos de sus informes a mano y con tinta, usando una curiosa aguja negra a la que denominaba «pluma». Sin embargo, no por esas excentricidades era menos competente que el doctor Demikhov, su colega en el Laboratorio del Sueño contiguo.

—Esta es mi testigo —explicó Dreyfus—. Examínela de forma humana, trátela por malnutrición y deshidratación y luego déjela en paz. Volveré dentro de unas horas.

Clepsidra inclinó su calva cabeza en forma de huevo y entrecerró los ojos.

—¿Ahora tengo que volver a considerarme una prisionera?

—No. Solo una invitada bajo mi protección. Cuando termine la crisis, haré todo lo que pueda para devolverla con su gente.

—Podría llamarlos yo misma si me da acceso a un transmisor de potencia media.

—Una parte de mí lo está deseando. Pero alguien estaba dispuesto a matar para mantener su existencia en secreto. Han conseguido matar a sus compatriotas. Eso significa que estarán más que dispuestos a volver a matar si saben que está aquí.

—Entonces debería marcharme. De inmediato.

—Aquí estará segura.

—Creo que puedo confiar en usted —dijo Clepsidra con la atención puesta en Dreyfus, como si no hubiera nadie más en la sala—. Pero entienda una cosa: para un combinado es algo extraordinario confiar en un ser humano de base. La gente como usted hizo cosas terribles a la gente como yo en el pasado. Muchos volverían a hacerlo si tuvieran la oportunidad. Por favor, no me dé motivos para lamentarlo.

—No lo haré —dijo Dreyfus.

Estaba anocheciendo en Casa Aubusson. La luz del sol que entraba por las ventanas dirigida por unos espejos se iba atenuando, y las ventanas iban perdiendo su transparencia. Pronto el hábitat estaría a oscuras, a pesar de que su órbita lo llevara alrededor de la parte iluminada de Yellowstone.

Desde la curvilínea galería de observación del núcleo de voto, a más de quinientos metros sobre el suelo, Thalia vio que las sombras invadían el hábitat como un ejército de gatos al acecho. Aún podía distinguir la trayectoria grisácea del sendero que habían intentado recorrer para salir de los jardines y dirigirse a la tapa terminal. Pero el gris estaba oscureciendo, perdiendo definición a medida que la oscuridad ganaba terreno. Pronto incluso los aros negros concéntricos de las ventanas no podrían distinguirse del terreno circundante. No podría ver ni el sendero ni la tapa terminal. El intento de cruzar el jardín, que tan solo unas horas antes le había parecido factible, ahora le parecía una verdadera equivocación. Ya era peligroso cuando creían que tendrían que enfrentarse a una ciudadanía asustada y furiosa que buscaría a alguien en quien cebarse. Pero ahora Thalia sabía que el cada vez más oscuro paisaje estaba plagado de peligrosas máquinas que cumplían un programa que, por descontado, no incluía la preservación de la vida humana.

Pero los ciudadanos a su cuidado no debían ver lo asustada que estaba, pensó, e intentó serenarse antes de darse la vuelta. Había llegado a su mundo con la autoridad de Panoplia y ese era el papel que debía seguir interpretando. Les había fallado una vez, dos si incluía el error con el núcleo de voto que había creado aquel caos en primer lugar. No podía volver a decepcionarlos.

—¿Cuál es el próximo paso en su plan? —preguntó Caillebot con un tono sarcástico que Thalia no pudo evitar detectar.

—El próximo paso es quedarnos quietos —dijo.

—¿Aquí arriba?

—Aquí estamos seguros —dijo, y borró mentalmente el «por ahora» que había estado a punto de añadir—. Este es tan buen lugar para esperar como cualquier otro.

—¿Esperar qué, exactamente? —preguntó Caillebot.

Había anticipado que el jardinero comenzaría a pincharla en cuanto estuvieran dentro del núcleo.

—A Panoplia, ciudadano. Están de camino. Llegará un crucero de exploración profunda en menos que canta un gallo.

—Será necesario algo más que unos cuantos prefectos para enfrentarse a esas máquinas.

Thalia tocó los restos de su látigo cazador, que seguía soltando zumbidos. Su muslo estaba incómodamente caliente, como una barra de metal que se estuviera enfriando en un horno.

—Tienen recursos para hacer su trabajo, no se preocupe por eso. Lo único que tenemos que hacer es aguantar hasta que lleguen. Esa es nuestra parte de la ecuación.

—«Aguantar» —repitió Paula Thory con sorna. La mujer regordeta estaba sentada en uno de los bancos de materia inerte que rodeaban el pilar gris perla del núcleo de voto—. Hace que suene muy fácil, como esperar un tren.

Thalia se dirigió hacia la mujer y se arrodilló frente a ella.

—No le estoy pidiendo que corra un kilómetro. Aquí estamos totalmente seguros.

—Esas barricadas no aguantarán mucho.

—No tienen por qué hacerlo.

—Vaya, eso es muy tranquilizador.

Thalia se esforzó por no responderle con brusquedad, o algo peor. Paula Thory se había unido a la cadena de trabajo a regañadientes, cuando se dio cuenta de que sería la única en negarse a ayudar. Había sido difícil y agotador, pero entre ellos debían de haber empujado al menos tres toneladas de cachivaches por el hueco del ascensor, y al menos la misma cantidad por la espiral de la escalera. Habían creado una barricada con antiguos sirvientes en desuso, ordenadores decrépitos y dispositivos de interfaz, muchos de los cuales debían de haber llegado al sistema Yellowstone desde la Tierra y probablemente tenían cientos de años, como mínimo. Incluso habían encontrado algo enorme y metálico, una especie de chasis de hierro abierto atiborrado de ruedas dentadas y trinquetes. Había armado un ruido impresionante al caer rodando por las escaleras.

Thalia les había dado un rato de descanso, pero tres ciudadanos —Parnasse, Redon y Cuthbertson— seguían lanzando trastos viejos por el ascensor y las escaleras. De vez en cuando Thalia oía un crujido apagado cuando el material llegaba al fondo del hueco del ascensor, o una avalancha más prolongada de sonidos cuando algo caía rodando por las escaleras.

—No tienen que aguantar mucho porque no vamos a quedarnos mucho tiempo aquí arriba —dijo—. La ayuda llegará antes de que las máquinas atraviesen las barricadas. Y, aunque no llegue, estamos trabajando en un plan de contingencia.

Thory la miró con falso interés.

—¿Qué plan?

—Lo sabrá cuando esté ultimado. Hasta entonces lo único que tiene que hacer es ayudar con las barricadas cuando se sienta preparada y capaz.

Paula Thory hizo como que no había oído la mordaz observación de Thalia.

—Creo que nos está ocultando algo, prefecto: que no tiene ni idea de cómo vamos a salir de este lío.

—En ese caso, puede marcharse si lo desea —dijo Thalia con una amabilidad exagerada.

—¡Mire! —dijo de repente Jules Caillebot desde su posición junto a la ventana.

Thalia se levantó, agradecida por cualquier excusa que le ahorrara tener que enfrentarse a Thory.

—¿Qué ocurre, ciudadano? —dijo mientras se dirigía hacia él.

—Están llegando unas máquinas grandes.

Thalia miró el paisaje que oscurecía. Aunque cada vez resultaba más difícil distinguir los distintos objetos del hábitat, pues la noche había caído a una velocidad desalentadora, las máquinas de las que Caillebot hablaba estaban parcialmente iluminadas. Grandes como casas, se movían en lentas procesiones a través del terreno que rodeaba el Museo de Cibernética. Llevaban cadenas de oruga colocadas en unas enormes ruedas pesadas y avanzaban aplastando los pasajes peatonales y las líneas de árboles que encontraban a su paso.

—¿Qué son? —preguntó Thalia.

—Sirvientes de construcción, creo —dijo Caillebot—. Últimamente ha habido muchas obras, en especial alrededor del nuevo puerto deportivo en Punto Radiante.

Thalia se preguntó qué clase de daño podían hacer esas máquinas al tallo que sostenía el núcleo de voto. Aunque no expresó sus pensamientos en voz alta, se convenció de que las máquinas no harían nada para dañar el núcleo. Los ciudadanos se habían quedado sin abstracción, pero las máquinas estaban siendo coordinadas a través de transmisiones de datos de bajo nivel que dependían del núcleo. Pero solo era una teoría, no algo que quisiera compartir con los otros.

—Llevan cosas —informó Caillebot—. Mire la tolva de carga en la parte posterior de esa.

Thalia se esforzó por distinguir los detalles. Recordó sus gafas y se las puso, ajustó el aumento y la intensidad de la amplificación. La visión osciló, luego se estabilizó. Recorrió la procesión hasta que identificó la máquina que Caillebot había indicado. Era un enorme sirviente con ruedas, de treinta o cuarenta metros, con palas a ambos lados que abastecían la tolva en forma de trapecio que llevaba en la parte posterior. La tolva estaba llena de escombros: cascotes, polvo, láminas rotas de malla compuesta, trozos de metal trabajado de origen desconocido. Thalia inspeccionó toda la procesión y vio que había al menos otro sirviente que transportaba la misma carga.

—¿Vio a esas máquinas trabajando en el puerto deportivo?

—Creo que sí.

—Si les han ordenado que vayan a trabajar a otro sitio, ¿por qué llevarían esos escombros?

—No lo sé.

—Ni yo. Quizá solo sean restos de la obra en el puerto deportivo, y no les han dado la orden específica de descargar antes de ir a otro sitio.

—Es posible —dijo Caillebot sin convicción—, pero el puerto deportivo no fue construido sobre los restos de una antigua comunidad. Seguro que tuvieron que remover el suelo, pero no creo que encontraran tantos escombros.

Thalia se centró en la cabeza de la procesión.

—La procesión se está deteniendo —dijo. Las máquinas llegaron a la base de uno de los tallos que formaban el anillo que rodeaba el Museo de Cibernética, cerca del punto en el que el grupo de Thalia había salido de la estación de tren subterránea—. Esto no me gusta, ciudadano Caillebot —dijo, olvidando temporalmente la promesa que le había hecho a Cyrus Parnasse de actuar como si confiase en su capacidad y de velar por la seguridad de los ciudadanos.

Había mentido al decir que estaban preparando un plan de escape. Lo cierto era que no habían hecho más que elaborar la opción de poner barricadas a las máquinas. Parnasse había intentado mostrarse optimista, pero ambos sabían que aquellas barricadas no aguantarían mucho frente a una fuerza bruta.

—A mí tampoco me gusta —dijo el jardinero paisajista.

La procesión rompió filas. Algunas de las máquinas comenzaron a moverse poco a poco y se colocaron alrededor de la base del tallo. Thalia tuvo la espeluznante impresión de que estaba presenciando alguna clase de ballet abstracto. Ocurrió en silencio, pues las ventanas de la esfera del núcleo eran herméticas y estaban insonorizadas. Los transportistas de escombros estaban apartados del tallo, mientras que lo que eran claramente unos sirvientes de demolición y explanación pusieron en funcionamiento sus brutales herramientas. Las máquinas comenzaron su trabajo casi de inmediato. Los picos y las palas empezaron por excavar la base acampanada del tallo, y retirar de forma gradual enormes capas de revestimiento pálido. Al mismo tiempo, un poco más allá de la curva del tallo, Thalia vio la brillante luz estroboscópica de una herramienta cortante de alta energía.

—Esto no tiene sentido —dijo, tanto para su tranquilidad como para la de Caillebot—. Están atacando el tallo equivocado. Saben que no estamos encima de ese.

—Quizá no pretendan atacar.

Thalia asintió. Caillebot se había estado metiendo con ella desde que la actualización había fallado, pero ahora su tono de voz y su lenguaje corporal sugerían que estaba dispuesto a enterrar el hacha de guerra, al menos de momento.

—¿Le importa si echo un vistazo? —preguntó Caillebot.

Thalia le pasó las gafas. Él se las puso con cuidado. Se suponía que los prefectos no podían compartir esa clase de material, pero si alguna vez había habido un momento para romper las reglas, era aquel.

—Es el anfiteatro al aire libre en el cruce Praxis —dijo el jardinero—. También lo están destruyendo.

—Entonces no solo vienen a por nosotros. Aquí está pasando algo, ciudadano Caillebot.

Él le devolvió las gafas.

—¿No ha notado nada en esas líneas de máquinas?

—¿Como qué?

—Todas se mueven más o menos en la misma dirección. Quizá no hayan venido del puerto deportivo, después de todo, pero desde luego vienen de la dirección de la tapa terminal del muelle de atraque, de donde usted llegó. Me parece que han atravesado el hábitat y se han detenido a demoler lo que les apetece.

—¿Cómo pueden esas máquinas atravesar los paneles de las ventanas?

—Hay carreteras y puentes para esa clase de cosas. Y aunque no los hubiera, el cristal puede resistir fácilmente el peso de una de esas máquinas, incluso totalmente cargada. Los paneles no habrían sido un obstáculo para ellas.

—De acuerdo. Si han venido de la tapa terminal del muelle de atraque, ¿dónde es probable que acaben?

—¿Después de arrasar todo el hábitat? Solo les queda un sitio: la tapa terminal posterior. Allí no hay servicios de atraque, así que es un callejón sin salida.

—Pero no pueden llevar todo ese material para nada. Deben de estar reuniéndolo por algún motivo.

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