—Soy Thalia Ng. Abra las puertas. —Volvió a golpear el panel—. Abra las puertas. ¡Abra las putas puertas!
—Máquinas —dijo Cuthbertson.
Todos siguieron su mirada a través de las puertas enrejadas, al otro lado del sombrío vacío del vestíbulo y hasta la luz del día más allá, donde un equipo de sirvientes brillaba y relucía mientras se acercaba hacia el tallo de forma lenta pero resuelta. Eran ocho o nueve, de diseños diferentes, y se desplazaban en ruedas, a pie o deslizándose, blandiendo manipuladores y herramientas cortantes.
—Nos han atrapado —dijo Caillebot sorprendido—. Nos han dejado regresar aquí porque sabían que cogeríamos el ascensor. Ha sido otra de sus ideas, prefecto.
—¿Quiere callarse ahora o después de que le haya metido esto por la garganta? —preguntó Thalia desabrochándose el recalentado mango de su látigo cazador, que seguía emitiendo zumbidos.
Las máquinas habían llegado a la sombra del saliente que cobijaba la amplia puerta que conducía al vestíbulo. Tres peldaños de mármol conducían al nivel de la planta principal, donde estaba situado el ascensor. Las máquinas andantes comenzaron a subir los peldaños de forma lenta pero segura.
Thalia sintió que el látigo cazador le temblaba en la mano, como si su corazón fuese a toda velocidad.
—Ya ha dicho que estaba dañado —dijo Caillebot—. ¿De qué va a servir contra todos esos si apenas ha podido contener a dos?
Thalia pulsó el pesado control que invocaba el modo espada y esperó que quedase suficiente funcionalidad en el látigo cazador para desplegar y endurecer su filamento. El mango zumbó como una avispa atrapada; no sucedió nada. Volvió a pulsar el control, deseando que el látigo cazador respondiera.
El filamento se desplegó poco a poco, el zumbido se intensificó. Diez centímetros, luego quince. Veinte antes de alcanzar su límite. Pero apareció rígido y recto.
Thalia cortó el metal negro enrejado de las puertas del ascensor. Sintió más resistencia que cuando había cortado el seto, pero era de esperar. Mantuvo la sangre fría, sabiendo que no ganaría nada poniéndose nerviosa. Lo fue cortando de forma metódica en horizontal y luego en vertical. Dirigió la cuchilla del látigo cazador al punto donde había comenzado. Los últimos cortes tardaron casi tanto como la docena que les habían precedido. Luego el rectángulo de metal enrejado cayó con estrépito hacia afuera, al suelo de mármol. Los sirvientes ya habían llegado al final de las escaleras y estaban comenzando a cruzar el vestíbulo. Dos de las máquinas ambulatorias estaban incluso ayudando a una de las variantes con ruedas a subir los peldaños.
—Las escaleras —dijo Thalia—. Corran todo lo que puedan, y no se detengan hasta que lleguen arriba.
Thalia se movió con el grupo, pero se situó entre ellos y las máquinas. Retrocedió, se giró hacia los sirvientes sosteniendo el látigo cazador delante de ella. Había vuelto a encender los botones de armado, dispuesta a lanzar el arma rota como granada. Pero cuando sus talones tocaron las escaleras, algo la hizo cambiar de opinión. Ahora no ganaría nada atacando a las máquinas; vendrían más.
Thalia se abrochó de nuevo el látigo cazador al cinturón y comenzó a subir las escaleras detrás de los demás.
Gaffney experimentó un momento de duda al abrocharse el cordón de distancia de seguridad al cinturón. Sería fácil cerrar mal el seguro para que el cordón se rompiera al llegar a su máxima extensión. Entonces saldría despedido hacia el extremo del volumen de exclusión y entraría en la esfera del espacio que rodeaba a Jane Aumonier, en la que el escarabajo prohibía la intrusión de todos los objetos, incluso de los más pequeños. Aumonier tendría uno o dos segundos para registrar tanto el fallo del cordón como la inevitabilidad euclidiana del avance de Gaffney. Ninguna fuerza en el universo podría impedir que chocara contra ella.
¿Sería rápido?, se preguntó. ¿Sería limpio, compasivo? Había estudiado la literatura relativa a la decapitación repentina sin carácter médico. Era confusa y contradictoria. Muy pocos sujetos habían sobrevivido para contar su experiencia. Habría sangre, sin duda. Litros de sangre a presión arterial.
La sangre hacía cosas interesantes y artísticas en la ingravidez.
—Prefectos —dijo Aumonier cuando se percató de la presencia de la delegación—. No esperaba una visita. ¿Ocurre algo?
—Ya sabes lo que ocurre, Jane —dijo Gaffney cuando comenzó a flotar en la cámara. A su lado, Crissel y Baudry se abrocharon sus cinturones de distancia de seguridad y empezaron a alejarse de la pared—. Por favor, no nos lo pongas más difícil de lo que ya es.
—Creo que no lo entiendo.
—Hemos venido a anunciar nuestra decisión —dijo Crissel en tono compungido—. Debes retirarte mientras dure la crisis, Jane. Hasta que termine y comprendamos la naturaleza del cambio en el escarabajo.
—Puedo seguir haciendo mi trabajo.
Baudry fue la siguiente en hablar.
—Nadie lo duda —dijo—. Esto no tiene absolutamente nada que ver con tu competencia profesional, ni ahora ni en el pasado.
—Entonces, ¿de qué diablos va esto? —replicó Aumonier con brusquedad.
—De tu bienestar —dijo Gaffney—. Lo siento, Jane, pero eres demasiado valiosa para que te arriesguemos de este modo. Puede que suene mercenario, pero así son las cosas. Panoplia quiere que sigas aquí la semana que viene, no solo hoy.
—Lo estoy llevando bien, ¿no?
—Demikhov y los demás especialistas creen que los recientes cambios del escarabajo podrían haber sido causados por las alteraciones en el equilibrio bioquímico de tu cuerpo —dijo Crissel—. Te las apañabas bien cuando teníamos que enfrentarnos a un confinamiento ocasional, pero con la posibilidad de una guerra entre los ultras y el Anillo Brillante…
—Me las apaño, maldita sea. —Miró fijamente a Crissel, sin duda intentando conectar con el aliado comprensivo que siempre había sido en el pasado—. Michael, escúchame. La crisis ha pasado su punto de máxima gravedad.
—No puedes estar segura.
Aumonier asintió con fuerza.
—Sí. Dreyfus tiene una buena pista. Está acercándose al asesino de Ruskin-Sartorious y estoy esperando que me dé un nombre de un momento a otro. En cuanto tengamos pruebas fiables, emitiremos una declaración al Anillo pidiendo calma. Los ultras serán exonerados.
—Si te da un nombre —dijo Crissel.
—Creo que podemos confiar en Tom, ¿tú no? —Luego un sutil cambio de humor se reveló en su rostro—. Esperad un momento. El hecho de que Tom no esté aquí, de que esté de servicio, no es accidental, ¿verdad? Habéis elegido justo el momento adecuado.
—La presencia o ausencia de Dreyfus es irrelevante —dijo Gaffney—. Lo mismo que tu conformidad. Somos mayoría, Jane. Eso significa que tienes que retirarte, lo quieras o no. Tienes que hacerlo y lo harás. No hay nada más que decir al respecto.
—Mira a tu alrededor —dijo Aumonier—. Mira bien. Este es mi mundo. Es lo único que he conocido en los últimos once años de conciencia ininterrumpida. Ninguno de vosotros puede siquiera imaginar lo que significa.
—Significa que te conviene tomarte un buen descanso —dijo Gaffney. Luego alzó el brazo y le habló a su puño—. Comience la suspensión, por favor.
Uno por uno, hábitat por hábitat, los paneles se borraron, dejando solo la superficie interior negra de la esfera del despacho de Aumonier. La oscuridad pronto fue absoluta, y la única fuente de iluminación procedía de la puerta de entrada.
Jane Aumonier emitió un pequeño chasquido, como si se hubiera tocado la lengua contra el paladar.
—Esto es un ultraje. —Su voz era apenas un murmullo.
—Es necesario y luego nos darás las gracias —respondió Gaffney—. Desde ahora, quedas suspendida de tu cargo por razones médicas. Como ya te hemos dicho, no lo hacemos por motivos disciplinarios. Puede que ahora no te gustemos, pero sigues teniendo nuestro máximo respeto y lealtad.
—Y una mierda.
—Saca ahora tu rabia, Jane. Lo entendemos. Nos sorprendería que no estuvieses enfadada con nosotros.
—No teníais que alejarme de los hábitats. —Hablaba con lentitud, con una especie de férrea calma—. Si queríais apartarme del mando, lo único que teníais que hacer era eliminar mi capacidad de dar órdenes u ofrecer orientación. No teníais que apartarme de los hábitats.
—Pero lo hemos hecho —dijo Gaffney—. Eres demasiado profesional, Jane. ¿Sinceramente crees que habrías dejado de preocuparte de la crisis solo porque te quitáramos tu autoridad? ¿De verdad crees que tus niveles de estrés no empeorarían si te dejásemos mirar sin hacer nada? Lo siento, sé que esto es duro, pero tiene que ser así.
—Lo hemos hablado con Demikhov —dijo Baudry—. Está de acuerdo en que la crisis actual supone un riesgo inaceptable para tu bienestar mental. Ha consentido en que tomemos esta medida.
—Habríais encontrado la manera de tergiversar su opinión para llevar a cabo vuestro objetivo.
—Esto no es justo —dijo Crissel indignado—. Y no vamos a dejarte tirada. Podemos asignar otros datos a la esfera. Información histórica. Ficciones. Puzles. Te mantendrán ocupada.
—No te atrevas a aleccionarme sobre cómo mantenerme ocupada —dijo Aumonier en tono amenazador.
—Solo intentamos ayudar —dijo Baudry—. Es lo que siempre hemos querido hacer.
—Me gustaría que reconocieras la sensatez de nuestras acciones —dijo Gaffney— pero tu negativa no altera en modo alguno lo que debemos hacer. Ahora, nos vamos. Naturalmente, tu habitual régimen terapéutico seguirá inalterado. Puedes pedir cualquier información, dentro de lo razonable. Queda prohibido el acceso a los canales habituales de supervisión del hábitat, por supuesto… Y, de momento, no creo que sea una buena idea que accedas a las redes de noticias. El contacto con el personal de Panoplia también quedará restringido…
—Cuando Tom regrese… —comenzó.
—Se doblegará a nuestra autoridad —respondió Gaffney.
Dreyfus y la combinada salieron de la sala de los durmientes y del sinuoso laberinto de su nave. Dreyfus no dejó de mirar atrás por encima del hombro, por si algún inquieto y vengativo espíritu los seguía desde aquella casa de los horrores.
—Mi confianza en usted es provisional —dijo Clepsidra antes de recordarle que seguía teniendo control sobre la musculatura de su traje—. Si puede ayudarme a llegar hasta otros combinados, y a traer ayuda para salvar al resto, tendrá mi gratitud. Si sospecho que es como el otro hombre, el que lleva la misma clase de traje, descubrirá las consecuencias de traicionarme.
Dreyfus decidió no prestar demasiada atención a su amenaza. Se alegraba de salir de aquel quirófano de durmientes desmembrados.
—¿Puedo llamar a mi ayudante?
—Sí, pero no detecto ninguna señal portadora de entrada.
Dreyfus lo intentó. Clepsidra tenía razón.
—Debe de estar intentando establecer contacto con Panoplia para pedir ayuda.
—En ese caso, rece para que llegue rápido. Es casi seguro que Aurora sabe que están aquí.
—¿Hará daño a los durmientes?
—Tal vez, aunque solo sea para impedir que alguien más acceda al
Exordium
. —Clepsidra se movía con la gracia y la velocidad de una pantera mientras ascendían por el largo conducto del conector del muelle de atraque—. Pero sería la única razón. Últimamente se ha aburrido de nosotros. Somos un juguete que no hace lo que quiere.
Dreyfus recordó algo que Clepsidra le había dicho unos momentos antes.
—Me ha dicho que los castigaba si soñaban algo que no le gustaba. ¿A qué se refería?
—Aurora esperaba recabar ciertas verdades sobre el futuro. Cuando nuestras predicciones entraban en conflicto con sus expectativas, se volvía resentida, como si le estuviéramos mintiendo por despecho.
—¿Y lo hacían?
—No. Lo que le contamos fue lo que vimos. Pero no le gustó el mensaje que recibió.
—¿Cuál?
—Que va a suceder algo malo. No hoy, ni mañana. Ni en los próximos años. Pero sí en un futuro no muy lejano que le afectará. Si algo he aprendido de los atisbos en su mente, es que es una estratega fría y astuta profundamente preocupada por su supervivencia a largo plazo.
—¿Y sus mensajes eran motivo de preocupación para ella?
—Eso parece —dijo Clepsidra.
—¿Le importaría concretar?
—Solo le diré que todo lo que valoran, todo aquello por lo que han trabajado, todo lo que les resulta valioso perecerá. Se sienten muy orgullosos de esa pequeña comunidad suya, con sus diez mil hábitats, sus mecanismos de relojería de democracia absoluta. Y quizá tengan derecho a sentirse orgullosos. Pero no durará para siempre. Un día, prefecto, el Anillo Brillante desaparecerá. Panoplia dejará de existir. No habrá más prefectos.
Llegaron a la estación en que la Dreyfus había visto por primera vez la nave prisionera. Cuando ambos salieron del conector del muelle de atraque, usó el panel de control para atenuar las luces y sellar la puerta plateada.
—¿Qué desastre prevé?
—Una época de plagas —dijo Clepsidra.
Dreyfus se estremeció con un escalofrío repentino.
—¿Qué piensa Aurora de eso?
—Le preocupa. En los pensamientos que deja escapar, he percibido un gran plan que está intentando hacer realidad. Teme el futuro que le hemos mostrado. Lo temerá menos si lo controla.
—¿De qué modo?
—De momento se esconde, revolotea furtivamente de sombra en sombra, sobrevive por su inteligencia. Vive en su mundo, pero su influencia sobre él es limitada. Creo que quiere cambiar eso. Desea hacerse más poderosa. Les arrebatará de sus torpes manos el control de los asuntos humanos.
—Se refiere a un golpe de Estado —dijo Dreyfus.
—Llámelo como quiera. Tienen que estar preparados para cuando se muestre. Se moverá con rapidez y no tendrán mucho tiempo de reaccionar.
Pronto regresaron junto a la puerta sellada, la que lo había aislado de Sparver y la corbeta. Estaba tan intacta e impenetrable como cuando la había dejado.
—Este túnel rodea toda la roca, ¿verdad?
Clepsidra lo miró con expresión vacía.
—Sí. ¿Por qué?
—Porque tendremos que rodearla si queremos llegar hasta el túnel que conduce a mi nave. Suponiendo que no nos encontremos con más obstáculos por el camino…
Clepsidra cerró los ojos con fuerza, como si estuviera intentando recordar el nombre de un viejo conocido. Levantó la palma de la mano hacia la puerta y tensó ligeramente los dedos como si estuviera manteniendo a raya a alguna feroz y babeante criatura.