El Prefecto (31 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Prefecto
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—Muy buen trabajo, muchacha —dijo en voz baja.

—Gracias —contestó ella entre dientes.

—Pero ¿qué nos está ocultando?

—Nada.

—Llegó del otro lado del tallo con una mirada que no había visto desde hada mucho tiempo. Vio algo malo, ¿verdad? Algo que tiene miedo de decirnos por si perdemos el control.

—Siga avanzando, Cyrus.

—¿Era verdad lo del discurso de Thesiger?

—Les he contado lo que oí.

—Pero no se cree ni una palabra.

—No es momento de discutir. Ahora la prioridad es seguir avanzando y mantenernos en silencio. —Lo miró con dureza—. ¿O no ha oído esa parte?

—¿Qué les está pasando a esas personas? —insistió Parnasse—. ¿Están las maquinas haciéndoles algo malo?

Delante, el látigo cazador sacudió su mango de lado a lado. Un instante después se estiró en el suelo, y adquirió el aspecto de un trozo enroscado de cable desechado con una parte más gruesa en un extremo. Thalia alzó una mano para advertir grupo.

—Un momento —dijo—. El látigo cazador no puede asegurar la zona delante de nosotros. Hay algo.

Los cuatro se quedaron congelados detrás de ella. El látigo cazador permaneció en el suelo quieto como un muerto. Había estado asegurando la zona alrededor de un estanque circular cruzado por un puente chino de madera pintado de rojo. Otros dos senderos alineados de setos convergían en el mismo estanque.

—Creo que deberíamos retroceder —susurró Thalia.

—¿«Cree»? —pregunto Caillebot.

El látigo cazador no le ofreció ayuda. Estaba adoptando la posición de máximo sigilo, lo que solo podía significar que había percibido un movimiento poderoso. Thalia inspiró con fuerza y se obligó a tomar la decisión correcta. Si el látigo cazador no podía asegurar la zona, no podían entrar. Harían bien en retroceder, regresar al último cruce, donde podrían explorar una ruta alternativa.

—Retrocedemos —dijo.

Dos sirvientes salieron a la zona alrededor del estanque, uno de cada lado. A la izquierda, una máquina con caparazón dorado se movía con tres pares de piernas articuladas y un montón de tentáculos segmentados que le salían de la parte frontal.
Alguna clase de sirviente de uso general
, pensó Thalia. A la derecha, brincando con unas piernas mecanizadas similares a las de un avestruz, había un modelo de uso doméstico de múltiples miembros, con un chapado blanco y negro que recordaba el uniforme de un mayordomo.

Thalia alargó la mano y gritó una orden.

—Abandona posición de sigilo. Regreso inmediato.

El látigo cazador se puso en marcha con un latigazo, esparciendo gravilla al desenroscarse y propulsarse, casi volando en el aire. Thalia abrió los dedos de la mano. El látigo cazador corrió a toda velocidad los veinte metros que separaban al grupo de los sirvientes. El mango llegó volando hasta la mano de Thalia, y el filamento se retrajo en el último instante. Sintió una punzada en la palma con el impacto.

Se arrodilló, dirigió el láser rojo a las dos máquinas y ajustó un botón con el pulgar.

—Marca como hostil —dijo dos veces—. Intercepta y detén. Fuerza máxima necesaria.

Arrojó el mango en el aire como si lanzara una granada. El filamento se estiró dando un latigazo, y se enroscó detrás del mango mientras el látigo cazador se orientaba. El filamento entró en contacto con el suelo, formó una espiral de arrastre y dirigió el mango hacia el robot bípedo, que el látigo cazador identificó como el objetivo más débil. La gravilla siseó y escupió.

—Ahora corramos —les dijo Thalia a sus cuatro compañeros.

Miró atrás por encima del hombro al tiempo que, aún agachados, regresaban por donde habían venido. Ambos sirvientes estaban ahora dando la vuelta alrededor del estanque, convergiendo a los pies del puente más cercano a Thalia. El látigo cazador saltó en el aire en el último momento, luego envolvió su filamento alrededor de las patas del robot bípedo. El impulso no fue suficiente para derribar a la máquina, pero el látigo cazador estrechó su filamento, apretando con fuerza las espirales que había colocado en las patas del robot.

El sirviente dio un paso atrás, vacilante, y luego perdió el equilibrio. Cayó al suelo y de inmediato comenzó a intentar ponerse derecho. El látigo cazador se reubicó, luego dobló su filamento a ciento ochenta grados para poner el extremo cortante en contacto con las patas del sirviente. Cuando cortó la máquina, un fluido azul salió disparado. Los miembros superiores del sirviente golpearon el suelo, pero el látigo cazador le ganó la batalla. Al ver que el objetivo estaba inmovilizado, lo soltó y centró su atención en la máquina más grande, el robot de seis piernas de uso general que ahora se dirigía a toda velocidad hacia el grupo de Thalia. Los tentáculos segmentados en la parte frontal sacudían con furia el aire, dando la impresión de una máquina que se había vuelto loca. El látigo cazador volvió a saltar en el aire, y envolvió los frenéticos brazos en metros de filamento cortante. Thalia siguió corriendo agachada, mirando atrás todo el tiempo.

—Permanezcan a este lado del seto —gritó.

La batalla entre el látigo cazador y el sirviente se había convertido en una imagen borrosa de metal furioso. Trozos de máquina amputada del tamaño de un pulgar salieron disparados en todas direcciones. El látigo cazador había dañado el sistema de orientación del sirviente, que ahora se movía de forma errática, tambaleándose de un lado a otro. Una sección más larga de tentáculo amputado salió disparada de la vorágine. El sonido de la batalla era como si estuvieran dando cien latigazos al unísono contra acero oxidado. El sirviente disminuyó la velocidad, pues tenía una pierna amputada. Un humo grisáceo salió de debajo del caparazón dorado.

Quizá funcione
, se atrevió a pensar Thalia.

Entonces algo oscuro salió disparado del caos, arrojado por los tentáculos. Era el mango del látigo cazador, arrastrando una hilera de filamento cojo. Cayó a los pies de Thalia con un ruido sordo. Un zumbido salió del mango, y la cola se movió nerviosamente como si tuviera espasmos.

El sirviente seguía acercándose.

Thalia disminuyó la velocidad cuando un pensamiento frío y claro le atravesó la mente. El látigo cazador estaba averiado, ya no servía como arma excepto de forma terminal. Thalia se detuvo, se dio la vuelta y agarró el mango. Tenía un profundo corte en la envoltura, que exponía obscenas capas de componentes internos, cosas que Thalia no tendría que haber visto nunca. El mango estaba caliente, y cada vez que emitía un zumbido Thalia sentía cómo temblaba en sus manos. La cola cayó en una línea vertical.

Thalia giró los botones moldeados situados en el extremo del mango, y alineó dos diminutos puntos rojos. Los puntos se encendieron y comenzaron a pulsar.

Modo granada. Rendimiento mínimo. Explosión a los cinco segundos de su lanzamiento
.

La cola se metió con rapidez en el estuche. El mango negro seguía zumbando en la mano de Thalia, pero recordó su entrenamiento con la helada claridad de algo que había sido grabado en la memoria muscular por una repetición agonizante.

Lanzó el látigo cazador. Este abandonó su mano izquierda dibujando un suave arco hacia el sirviente que se acercaba. Había apuntado para que cayera justo delante de la máquina, directamente en su camino. Demasiado cerca y los manipuladores tendrían tiempo de recogerla y lanzarla lejos. Demasiado pronto y no haría el daño suficiente. Le habría gusta tener el lujo de pedir rendimiento máximo, pero aunque aquello se habría ocupado de la máquina que avanzaba, no habría hecho precisamente maravillas en Thalia y en su grupo.

Un segundo.

—¡Abajo! —gritó preparándose para tirarse al suelo.

Dos segundos.

De repente, el sirviente dejó de moverse. El humo salía con mayor intensidad. Estaba gravemente herido, pensó Thalia. El látigo cazador había hecho su trabajo, y ahora iba a desperdiciarlo haciendo que estallara de forma innecesaria, cuando el sirviente ya estaba inmovilizado.

Tres segundos.

—¡Anulación! —gritó Thalia—. ¡Anulación!

Cuatro segundos. Luego cinco. El látigo cazador estaba inmóvil en el suelo. Seis segundos que se convirtieron en siete. Thalia había cancelado la orden, pero aún no podía quitarse de encima la sensación de que había creado una bomba, que ahora estaba obligada a estallar del mismo modo que una espada tiene que sacar sangre antes de poder regresar a su vaina.

Avanzó a rastras hacia el látigo cazador. Las rodillas le temblaban. El sirviente averiado seguía moviendo nerviosamente sus tentáculos manipuladores, barriendo la gravilla a unos pocos centímetros de donde había caído el mango. Los ciudadanos estaban mirando atrás, sin duda preguntándose qué estaba haciendo. Thalia se arrodilló y estiró la mano, sus dedos avanzaron cautelosos hacia el látigo cazador. Los tentáculos del sirviente se movieron e hicieron un último intento desesperado de atraparla, pero Thalia fue más rápida. Su mano agarró con fuerza el mango recalentado del látigo cazador. Estuvo a punto de caer de espaldas, pero logró ponerse en pie. Rápidamente volvió a girar los botones de armado a su posición neutral.

—¿Ahora qué? —preguntó Caillebot con las manos en las caderas. El grupo se había detenido; todos la estaban mirando, no tanto para pedir orientación como para exigirla.

Thalia se abrochó el mango dañado en el cinturón. Este siguió temblando y emitiendo zumbidos.

—No podemos continuar. Sería demasiado con el látigo cazador en este estado.

—Yo propongo que nos rindamos a los agentes de policía de Thesiger —dijo Caillebot—. ¿Qué más nos da si son máquinas o personas? Cuidarán de nosotros.

—Cuénteselo —dijo Parnasse haciendo una señal en dirección a Thalia.

Thalia tenía la boca seca. Quería estar en cualquier otro lugar menos allí, en aquella situación, sin nada que los protegiera a ella o a su grupo excepto un látigo cazador averiado.

—¿Contarnos qué? —preguntó Meriel Redon en tono asustado.

Thalia se sacudió el polvo de las manos en el dobladillo de la túnica. Dejó unas marcas grises de dedos.

—Tenemos problemas —dijo—. Esperaba que no tuvieran que saberlo, pero el ciudadano Parnasse tiene razón: no puedo seguir ocultándoselo.

—¿Ocultándonos qué? —preguntó Redon.

—Creo que Thesiger no está al mando. Creo que es una artimaña para que los ciudadanos acepten las órdenes de las máquinas. Supongo que Thesiger está muerto, acorralado o luchando por su vida. No creo que haya agentes de policía humanos en activo dentro de Aubusson.

—¿Qué quiere decir con eso? —insistió la mujer.

—Ahora las máquinas están al mando. Los sirvientes son la nueva autoridad. Y han comenzado a matar.

—No puede saberlo.

—Sí —dijo Thalia. Se apartó el pelo húmedo de la frente—. He visto dónde entierran los cuerpos. Vi a un hombre… muerto. Una de esas cosas lo había matado. Asesinado por una máquina. Y estaba escondiéndolo donde no pudiéramos verlo.

Cuthbertson tomó aire.

—Entonces lo que estábamos haciendo… intentando salir de aquí… fue lo correcto, ¿verdad?

—Sí —dijo Thalia—. Pero ahora veo que estaba equivocada. No lo lograremos con un solo látigo cazador. Ha sido un error. Mi error, y lo siento. No deberíamos haber abandonado el tallo.

Todos miraron hacia la esbelta torre. La esfera con ventanas del núcleo de voto seguía brillando contra el pseudocielo azulado de la pared opuesta del hábitat.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Caillebot.

—Volvemos a subir allí arriba —dijo Thalia—, lo más rápido que podamos, antes de que lleguen más máquinas. Luego lo aseguramos.

Aunque la suerte no había estado de su parte en su intento de salir del campus del museo, no les abandonó hasta que regresaron al interior del frío y oscuro silencio del vestíbulo del tallo. No habían llegado máquinas para bloquear su camino, ni para agruparlos y llevarlos detenidos junto con los otros prisioneros del césped. En cierto modo, parecía como si hubiesen pasado horas desde la pérdida de abstracción y las primeras señales de que aquello era algo más que un simple fallo técnico. Pero cuando Thalia miró la hora se quedó pasmada al ver que habían transcurrido menos de cuarenta minutos desde que había concluido su actualización. Panoplia no llegaba con retraso, y de momento tampoco estarían preocupados por ellos. La ayuda acabaría llegando, pero de momento, y posiblemente durante las próximas horas, Thalia estaba sola.

Como para resaltar el poco tiempo que había pasado, el ascensor seguía esperando en el vestíbulo. Thalia pidió a los otros que entraran y las puertas se cerraron tras ellos. Su voz sonó derrotada, al borde del agotamiento y la extenuación.

—Soy la prefecto de campo ayudante Thalia Ng. Identifique mi impronta de voz.

Tras una agonizante espera de una fracción de segundo, la puerta le contestó.

—Impronta de voz identificada, prefecto de campo ayudante Ng.

—Llévenos arriba.

No sucedió nada. Thalia contuvo la respiración y esperó un movimiento, ese grato arranque que se producía cuando el suelo empujaba contra sus pies. Pero no ocurrió nada.

—¿Hay algún problema? —preguntó Caillebot.

Thalia se giró a toda velocidad y todo su cansancio desapareció en un instante.

—¿Usted qué cree? No nos movemos.

—Vuelva a intentarlo —dijo Parnasse con tranquilidad—. Puede que no la haya entendido la primera vez.

—Soy Thalia Ng. Por favor, ascienda. —Pero el ascensor se negó a moverse—. Soy la prefecto de campo ayudante Thalia Ng —repitió—. ¡Identifique mi impronta de voz!

Esta vez el ascensor permaneció mudo.

—Se ha roto algo —dijo Parnasse manteniendo su voz baja e indiferente, como si estuviera comentando la acción en lugar de participando en ella—. Sugiero que consideremos la posibilidad de usar las escaleras.

—Buena idea —dijo Meriel Redon—. Estoy empezando a sentirme claustrofóbica aquí…

—Pruebe las puertas —dijo Parnasse.

Thalia apoyó la mano en el panel de control manual. Tenía cortes y moratones en la palma tras la batalla con los sirvientes, y unas diminutas esquirlas de piedra incrustadas en la piel.

—Nada. No se abren.

—Vuelva a intentarlo.

Thalia ya lo había hecho.

—No sirve de nada. Supongo que pedírselo amablemente tampoco ayudará.

—Podría intentarlo.

Con una sensación de futilidad, dijo:

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