La cámara de aislamiento estaba blindada con un enjambre de paneles grises entrelazados e idénticos, uno de los cuales funcionaba como pared de paso. Algunos de los paneles siempre estaban iluminados, pero solían cambiar de forma lenta y al azar, lo que impedía que el ingrávido prisionero tuviese un marco de referencia fijo. Clepsidra estaba flotando con las rodillas en el pecho y los brazos alrededor de las espinillas. Las luces borraban cualquier rastro de sombra, lo que le confería la apariencia bidimensional de un recortable. Parecía inconsciente, pero todo el mundo sabía que los combinados no se caracterizaban por tener un sueño mamífero normal.
Puesto que su aparición por la pared de paso no pareció alertarla de su presencia, Dreyfus se aclaró la garganta con suavidad.
—Clepsidra —anunció—, soy yo.
Giró su crestado cráneo hacia Dreyfus, y sus ojos brillaron débilmente en la tenue luz de la burbuja.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
La pregunta desconcertó a Dreyfus.
—¿Desde que la transfirieron de la clínica de Mercier? Solo unas horas.
—Estoy volviendo a perder el sentido del tiempo. Si hubiera dicho «meses» seguramente lo habría creído. —Hizo una mueca—. No me gusta esta sala. Parece embrujada.
—Debe de sentirse muy aislada aquí.
—No me gusta esta sala. Está tan muerta que me hace imaginar presencias fantasmales. No dejo de ver algo por el rabillo del ojo, pero cuando miro no está. Ni siquiera el interior de la roca era así.
—Lo siento —dijo Dreyfus—. Cometí un error de procedimiento al permitirle entrar en Panoplia sin considerar nuestros secretos operativos.
Clepsidra se desperezó con una lentitud felina. En el silencioso espacio, el sonido de su voz había adquirido un timbre metálico.
—¿Tendrá problemas por eso?
Dreyfus sonrió ante su muestra de preocupación.
—No es probable. He capeado peores temporales que un desliz de procedimiento. Sobre todo cuando no ha habido daños. —Inclinó la cabeza—. Imagino que no ha habido daños.
—He visto muchas cosas.
—No lo dudo.
—Muchas cosas que no me interesaban en absoluto —añadió—. Le tranquilizará saber que he enterrado esos secretos muy por debajo de la memoria consciente. No puedo olvidarlos: no poseo la capacidad de olvidar. Pero es igual que si los hubiera olvidado.
—Gracias, Clepsidra.
—Pero aquí no acaba todo, ¿verdad? Usted me cree. Los demás no.
—Me aseguraré de que lo hagan. Es una testigo protegida, no una prisionera.
—Excepto que no puedo irme.
—Nos preocupa que alguien quiera matarla.
—Eso sería problema mío, ¿no?
—No cuando creemos que todavía puede decirnos algo útil.
Dreyfus se había detenido a un par de metros de la forma flotante de Clepsidra, y se había orientado del mismo modo que ella. Antes de entrar en la burbuja se había quitado todas las armas y los dispositivos de comunicación, incluido el látigo cazador. Se le ocurrió que estaba solo en el ángulo muerto de una celda con un ágil híbrido de humanoide máquina que podía matarlo con facilidad. Las autopsias de combinados muertos habían revelado fibras musculares derivadas de la fisiología chimpancé, lo que les confería una fuerza cinco o seis veces superior a la humana. Puede que Clepsidra estuviera débil, pero no tendría muchas dificultades para vencerlo, si lo deseaba.
Algo de aquella intranquilidad debió de reflejarse en su rostro.
—Sigo dándole miedo —dijo en voz muy baja—. Pero ha venido desarmado, ni siquiera lleva un cuchillo como protección.
—Sigo teniendo mi ingenio.
—Ahora, dígame exactamente qué es lo que yo debo temer. Ha sucedido algo, ¿verdad? Algo muy, muy malo.
—Ha comenzado —dijo Dreyfus—. El golpe de Estado de Aurora. Hemos perdido el control de cuatro hábitats. Los intentos de hacer aterrizar naves han sido respondidos con hostilidad.
—No pensé que sería tan pronto.
—Cuando Sparver y yo la encontramos, debió de darse cuenta de que Panoplia estaba acercándose mucho. Decidió empezar con los cuatro hábitats que ya estaban comprometidos en lugar de esperar a que se instalara el
software
de actualización en los diez mil.
Clepsidra parecía perpleja.
—¿Qué bien puede hacerle? Aunque ahora hayan perdido el control de esos hábitats, siguen teniendo acceso al resto del Anillo Brillante, por no mencionar la propia capacidad de Panoplia. Aurora no podrá aguantar indefinidamente.
—Creo que ella supone que sí puede.
—Todas las veces que percibí la mente de Aurora detecté una intensa astucia estratégica; una evaluación constantemente inquisitiva de las probabilidades cambiantes. No es una mente capaz de gestos sin sentido, ni de errores de juicio elementales. —Clepsidra hizo una pausa—. ¿Ha tenido algún contacto formal con ella?
—Nada. Aparte de nuestra teoría sobre los Nerval-Lermontov, seguimos sin saber quién es en realidad.
—¿Cree que era una de los ochenta?
Dreyfus asintió.
—Pero todo lo que sabemos apunta a que los ochenta murieron. Aurora fue uno de los casos más famosos. ¿Cómo pudimos equivocarnos en eso?
—¿Y si hubo algo diferente en su simulación? ¿Algún detalle esencial que varió en relación con los otros? Ya le he dicho que nosotros conocíamos los procedimientos de Calvin Sylveste. Sabemos que mejoró algunos de los parámetros de simulación y de cartografía neural entre un voluntario y el siguiente. Superficialmente, no pareció que el resultado fuese diferente. Pero ¿y si lo fue?
—No la sigo. O murió o no.
—Piense en una cosa, prefecto. Después de su transmigración, Aurora era realmente consciente en su encarnación de nivel alfa. Percibía a los otros setenta y nueve voluntarios, y estaba en estrecho contacto con muchos de ellos. Esperaban formar una comunidad de mentes, una élite inmortal sobre el resto de la humanidad corpórea. Pero entonces Aurora vio que los otros fallaban: sus simulaciones se echaban a perder, o quedaban atrapadas en interminables bucles recurrentes. Y empezó a tener miedo, aunque sospechase que era diferente, inmune al defecto que estaba acechando a sus camaradas. Pero sobre todo tenía miedo por otra razón.
—¿Cuál? —preguntó Dreyfus.
—Cuando el último de los ochenta fue escaneado, la verdadera naturaleza de lo que Calvin estaba intentando conseguir había comenzado a filtrarse en la conciencia masiva. Lo que tenía en mente no era sencillamente una nueva forma de inmortalidad, para mejorar lo que ya estaba disponible a través de los medicamentos y la cirugía. Calvin quería crear un estrato de la existencia completamente nuevo y superior. Los ochenta no solo serían invulnerables y eternos. Serían más rápidos, más inteligentes, con un potencial casi ilimitado. Harían que los combinados parecieran casi neandertales. ¿Imagina lo que sucedió después, prefecto?
—¿Una reacción violenta, quizá?
—Comenzaron a surgir grupos que pedían controles más estrictos sobre los ochenta. Querían que los sujetos de Calvin fueran confinados a arquitecturas computacionales protegidas con cortafuegos, mentes enjauladas, si lo prefiere. Otros elementos de línea más dura querían congelar a los ochenta para estudiarlos de forma exhaustiva antes de permitirles volver a la conciencia simulada. Otras facciones aun más extremistas querían eliminarlos, como si fueran una amenaza para la sociedad civilizada.
—Pero no se salieron con la suya.
—No, pero la corriente era cada vez mayor. Si los ochenta no hubieran comenzado a fallar, no sabemos la fuerza que habría adquirido el movimiento antitransmigración. Los que todavía funcionaban debieron de ver que los estaban acorralando.
—Aurora entre ellos.
—Solo es una teoría. Pero si sospechó que iban a ser perseguidos y acosados, que su existencia estaba en peligro aunque no sucumbiera a la estasis o a la recurrencia, ¿no habría urdido un plan para garantizar su supervivencia?
—Simular su propia estasis, en otras palabras. Abandonar un cadáver de datos. Pero mientras tanto la verdadera Aurora estaba en otra parte. Puede que escapara a la amplia arquitectura del Anillo Brillante, como una rata debajo de las tablas del suelo.
—Creo que existe una posibilidad muy real de que eso fuera lo que ocurrió.
—¿Hubo otros supervivientes?
—No lo sé. Posiblemente. Pero la única mente que percibí con claridad fue la de Aurora. Aunque haya más, creo que ella es la más fuerte. La cabecilla. La que tiene los sueños y los planes.
—Ahora viene la gran pregunta —dijo Dreyfus—. Si Aurora está detrás de la pérdida de esos cuatro hábitats, y comienza a parecer que lo está, ¿qué quiere?
—Lo único que siempre le ha importado: su supervivencia a largo plazo. —Clepsydra sonrió con gravedad—. Su papel en todo esto es otra cuestión del todo diferente.
—¿El mío personalmente?
—Quiero decir el de la humanidad de base, prefecto.
Al cabo de un momento, Dreyfus preguntó:
—¿Los combinados nos ayudarían si tuviésemos problemas?
—¿Igual que ustedes nos ayudaron en Marte hace doscientos veinte años?
—Creí que eso ya estaba olvidado.
—Algunos de nosotros tenemos buena memoria. Quizá los ayudaríamos, igual que usted ayudaría a un animal atrapado en una trampa. Aunque últimamente tenemos nuestras propias preocupaciones.
—¿Incluso después de todo lo que Aurora les ha hecho?
—Aurora no supone una amenaza para la comunidad de los combinados. Sería como vengarse del mar porque ha ahogado a alguien.
—Entonces no harán nada.
Pensó que la conversación había acabado, pero tras un largo silencio, Clepsidra dijo:
—Admito que encontraría… consuelo si se le hiciera daño.
Dreyfus asintió con aprobación.
—Entonces siente algo. Ha minimizado esas viejas emociones de los humanos de base, pero no las ha borrado por completo. Les hizo algo horripilante a usted y a su tripulación, y una parte de usted necesita devolverle el golpe.
—Excepto que no hay nada que golpear.
—Pero si pudiésemos identificar sus debilidades, encontrar una manera de ponerle las cosas difíciles… ¿nos ayudaría?
—No les pondría obstáculos.
—Sé que miró nuestra arquitectura de datos antes de que la trajesen a esta sala. Me ha dicho que no vio nada de interés. Pero ahora que el daño está hecho, quiero que vuelva a examinar esa información. La tiene toda en la cabeza. Mírela desde diferentes ángulos. Si puede encontrar algo, cualquier cosa, por muy inconsecuente que le parezca, que vierta algo de luz sobre la ubicación o la naturaleza de Aurora, o sobre cómo podemos atacarla, necesito saberlo.
—Puede que no haya nada.
—Pero no pierde nada por mirar.
El rostro se le puso tenso.
—Tardaré un tiempo. No espere que le dé una respuesta de inmediato.
—De acuerdo —dijo Dreyfus—. Hay otro testigo con el que necesito hablar.
Justo cuando pensaba que habían acabado, que ella había dicho todo lo que quería decirle, Clepsidra volvió a hablar.
—Dreyfus.
—¿Sí?
—No perdono a los de su clase por lo que nos hicieron en Marte, ni por los años de persecución que siguieron. Sería una traición a la memoria de Galiana si lo hiciera. —Luego lo miró a los ojos, desafiándolo a que apartara la mirada—. Pero usted no es como esos hombres. Ha sido amable conmigo.
Dreyfus fue a la sala de las turbinas y buscó a Trajanova, la mujer con la que había hablado tras el accidente. Se alegró de ver que dos de las cuatro máquinas volvían a funcionar, aunque obviamente no lo hicieran a pleno rendimiento. La máquina situada más cerca de la unidad destruida seguía estacionaria, y al menos una docena de técnicos estaban trabajando dentro de la carcasa transparente. En cuanto a la máquina destruida, era como si nunca hubiera existido. Habían quitado los restos de la carcasa, que habían dejado unas aperturas circulares en el suelo y en el techo. Los técnicos estaban apiñados en ambos lugares, desde donde dirigían a unos pesados sirvientes para que los ayudaran en el lento proceso de instalación de una nueva unidad.
—Parece que habéis estado ocupados —le dijo Dreyfus a Trajanova.
—Los prefectos de campo no son los únicos que trabajan duro en esta organización.
—Lo sé. No pretendía ofenderte. Todos hemos estado bajo presión y agradezco el trabajo que habéis hecho aquí abajo. Me aseguraré de que la prefecto supremo lo sepa.
—¿A qué prefecto supremo te refieres?
—A Jane Aumonier, por supuesto. No quiero faltarle el respeto a Lillian Baudry, pero Jane es la única que importa a la larga.
Trajanova miró a Dreyfus de reojo, incapaz de mirarlo a los ojos.
—Por si sirve de algo… no estoy de acuerdo con lo que ha ocurrido. Aquí abajo respetamos mucho a Jane.
—Todos nosotros la respetamos.
Se hizo un silencio incómodo. Al otro lado de la sala alguien martilleó algo.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó por fin Trajanova.
—Trabajamos para Lillian, igual que lo hicimos para Jane. No sé qué más has oído, pero tenemos una nueva crisis en nuestras manos. —Dreyfus decidió darle información, esperando calmar un poco las turbulentas aguas entre ellos—. Necesito reanudar las entrevistas con mis niveles beta: espero que puedan verter algo de luz sobre lo que está pasando y cómo podemos detenerlo.
Trajanova miró las dos turbinas de búsqueda que giraban.
—Esas unidades funcionan a media capacidad. No puedo arriesgarme a que vayan más rápido. Pero podría dar prioridad a tus búsquedas, si eso te ayuda. No notarías gran diferencia.
—¿Puedo poner en marcha mis recuperables?
—Sí, hay capacidad de sobra para eso.
—Bien hecho, Trajanova. —Al cabo de un momento, dijo—: Sé que las cosas no funcionaron entre nosotros cuando eras mi ayudante, pero nunca he tenido la más mínima duda de tu competencia profesional aquí abajo.
Ella meditó su observación antes de responder.
—Prefecto… —comenzó.
—¿Qué?
—Lo que dijo antes, la última vez que hablamos. Sobre la sensación de que su búsqueda había provocado el accidente.
Dreyfus agitó una mano despectiva.
—Fue una tontería mía. Estas cosas ocurren.
—Aquí abajo no. Comprobé el registro de búsquedas y tenía razón. De todas las preguntas dirigidas a las turbinas en el último segundo antes del accidente, la suya fue la última en llegar. Buscaba información sobre la familia Nerval-Lermontov, ¿correcto?